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CAPÍTULO 2:

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SUCESORES.

Un nuevo mundo regido por mandamientos que aseguraban la prevalencia de su raza, de sus generaciones futuras, hasta que el destino jugó un importante rol en la vida de Sanel, el joven patriarca del reino. Sosteniéndose de la balaustrada del balcón de su hogar, admiró a su pueblo, rodeado de murallas tan altas que no permitían el paso a la maldad de sus antiguos hermanos, hogares simples y él siendo el guardián del templo que habían creado para su Dios, siendo la voz de sus hermanos, aquellos sus hermanos que habían logrado procrear, mientras que él no había podido traer a la vida a ese ser que sería su sucesor. Dejando que la brisa elevara sus cabellos castaños, volvió el rostro y sus ojos avellanas se fijaron en su esposa que descansaba en la comodidad de su lecho, Deania le había entregado su vida y su futuro, robándole el corazón, sus bellos ojos verdes, su piel canela había logrado impregnarse en lo más profundo de su piel. Apretando con fuerza los puños, clavó sus uñas en la piel, cerró los ojos y por primera vez en años deseó no regir ese reino, deseo no ser el patriarca de aquel pueblo que absorbía su vida, ya que día a día lograba ver la frustración de su esposa, el brillo que poco a poco se iba perdiendo en su mirada jade, dos años sin que su vientre lograra dar el fruto deseado, dos años intentando traer a un sucesor.

Para Sanel, era una tortura ver a su esposa entre la tristeza y el llanto cada vez que recordaba que sus herederos jamás fueron concebidos, sintiéndose seca y marchita por dentro, sin poder conciliar el sueño, el joven patriarca volvió al interior de su habitación, tomó su capa y salió de allí mezclado entre el polvo de la oscuridad, la incomodad y la abrumadora noche. Con pasos sigilosos, siguió su camino hacia el otro lado de su hogar, visitar el templo sería la mejor opción, pero algo en su interior le pedía dar la vuelta y regresar con su esposa, pero no hizo caso a ese presentimiento que atenazaba sus entrañas, por un momento el camino le pareció demasiado largo, lo atribuyo a su miedo, al miedo de enfrentar a su padre y decirle, reclamarle porque había sido injusto con él, requería mucho valor y agallas, pero su padre sería el único que le brindaría el consuelo que necesitaba en esos momentos, tres años intentando traer a su mundo un nuevo heredero, pero solo consiguió aumentar la pena y la frustración de su adorada esposa.

Levantó la mirada, observando el templo, aquella monumental casa que le daba vida a la voz del padre, aquel templo sencillo que le daba la sensación de confort y compañía, tragó saliva acercándose a las rejas blancas. Su nerviosismo era extremo y muy notable, sus dientes castañeaban pero no por el frío de la noche, todo era nuevo para él, abriendo la puerta blanca, vaciló por un momento en dar el primer paso al inmenso templo, dándose cuenta que esas rejas tan blancas y sencillas le esperaban abiertas, rejas que habían deteniendo a los hombres que deseaban la exterminación de su raza y con la idea de derrocar a Dios de su trono.

Admirando la belleza de aquel santuario, pastos recién cortados, las flores recién saliendo de sus capullos, los árboles con los frutos ya maduros, las aves durmiendo en su nido, mientras que algunos animales dormían en el calor de los arbustos, soltó un suspiro lleno de frustración, era momento de saber la cruda verdad.

Subió los grandes escalones, deteniéndose un minuto a reconsiderar las cosas, volvió la cabeza para ver el camino que lo había traído hasta allí, pero la noche no le permitió ver la salida, no le permitió huir de aquella misión que tenía.

Adentrándose a la gran mansión, se adentró a las profundidades de esos cimientos que él mismo había construido, no dio ni dos pasos cuando la inmensa puerta se cerró tras él obligándole a dar un respingo ante la intensidad del golpe, tragando el duro nudo que se había formado en su garganta siguió su camino mientras que las antorchas de las paredes comenzaron encenderse solas mostrándole el camino que debía seguir, siguió por los largos pasillos hasta que el gran marco que daba a una habitación con techo ovalado tan alto que era imposible alcanzarlo con las manos, con la respiración entrecortada, Sanel tuvo la ganas irrefrenables de girar sobre sus talones y salir de allí, pero pensó en su esposa y su futuro, pensando que quizás sus fines eran egoístas por tratar de conseguir algo que no podía obtener, quizás un poco iluso por pretender que su padre se lo concedería, pero faltándole el respeto por dudar de su poder y compasión, recriminándose mentalmente por dudar de su creador.

Sin darse cuenta de una espesa neblina que cubrió sus pies, siguió su camino rumbo al altar, donde una mesa de piedra granito descansaba cubierta con una seda blanca, ocultando algo debajo. Sucumbiendo ante el miedo, sus poderes perdieron el control, haciendo que sus ojos se tornaran como esferas de luz rojas, encendiendo las llamas con mayor potencia a su alrededor, cerrando los ojos con fuerza, trató de mantener el control de sus acciones, apaciguando con un gemido el control de su fuerza, el fuego de su interior deseaba propagarse y extenderse.

Al tranquilizar su agitado corazón, observó a su alrededor, notando la mesa y los objetos que la ocupaban, se acercó, levantó la mano y tomó la seda entre sus dedos, pero la voz de Dios lo detuvo.

Elevando la vista al inmenso y alto techo notó un conjunto de nubes que se arremolinaron, un viento cálido le advirtió de su presencia —Sanel, te visto entrar al templo —su voz resonó con fuerza, como un rayo partiendo la tierra, como el viento elevando y acariciando la piel.

Sanel por un momento no deseó seguir viendo los rayos y luces que rodeaban las nubes, no deseaba seguir con aquella idea tonta, pero era demasiado tarde —¡Padre! —dudó, pero ante su vacilación, se arrodilló ante la presencia, agachando la cabeza.

—¡Hijo mío! Levántate y dime ¿Qué te trae a mi templo a esta hora?

Levantando la mirada, observando la fuente de poder del padre, levantándose con miedo, se frotó la mandíbula como un súbito gesto de cansancio —¡Padre! —suspiró con el más grande dolor de su corazón —He venido por algo tan importante para mí, pero mi miedo, las dudas tratan de invadirme —su cubrió los ojos, frustrado —No puedo —sollozó, sus hombros cayeron en cansancio —Deania, ella no puede concebir —cayó rendido al suelo.

—¿Esa es tu pregunta?

—¡No! Tengo tantas, tengo muchas, pero solo una importa —confirmó con amargura, una amargura que se notaba en el inescrutable color de su mirada —¿Tendré aquel primogénito que tanto soñé? —sus lágrimas cayeron ante sus manos.

Sanel, acaso no te demuestro mi amor cada día, cada noche.

—Pero padre —replicó.

—No, no dudes de mi amor, jamás lo hagas, sabes bien que tus hermanos, los mortales también sufrieron ese mal, dudaron de mí, dudaron de sí mismos, no caigas en ese juego, no permitas que la oscuridad entre a este pueblo limpio —espetó el padre.

—Lo sé, sé que he dudado de ti, pero qué más puedo yo hacer cuando mi esposa no puede dar vida al hijo que tanto desea.

—¿El que desea ella o el que tú anhelas tanto? —aquella interrogante impuesta por su padre le dejó resignación.

—Creo que es verdad, siempre dices la verdad, ese hijo solo es un capricho mío, algo que deseo en la vida más que nada, Deania solo sigue mis sueños y no los propios.

—Pero aun así, tendrás tu herencia —ante aquellas palabras, Sanel levantó la vista, sin comprender como es que una herencia sería dejada sin que tuviera frutos —Ve hacia la mesa de granito, en ella se oculta tu legado hijo mío, en ella encontraras las respuestas que necesitas, pero no hoy —hizo una pausa significativa, mientras que Sanel se retorcía las manos sobre su regazo por el nerviosismo de la noche —Tendrás hijos, tus hijos tendrán hijos y sus hijos también tendrán hijos, tu sangre se esparcirá por tu pueblo, una larga cadena de primogénitos varones asegurar tu legado y el mío, pero para ello, todos deben pagar un precio ante los deseos ocultos del corazón.

—¿A qué te refieres con ello padre? —confundido, dio unos pasos hacia adelante —¡Padre! Sabes bien que Deania no puede tener hijos, una herencia no podrá ser repartida sin hijos.

—Esta noche ve con Bera, ella aguarda en su lecho, procrearas con ella, te dará al heredero que tanto anhelas, tu generación resguardara los tesoros de este hogar, de este templo y sabrá bien atesorar los secretos de la vida.

—¿Estás sugiriendo que Bera engendre a mi hijo? —se dio vuelta, tapando sus oídos, cerrando sus ojos, tratando de no imaginar cómo era posible que la mujer que amaba no podía darle el hijo que anhelaba, como un niño pequeño haciendo un berrinche se negó a escuchar la verdad.

—Sí, te doy mi permiso y bendición, podrás aceptar o rechazar lo que hoy te propuse. Pero te digo, tú eres el hijo al que dejaré mucho más que sabiduría. Te dejaré mi legado, deberás elegir bien quien será el sucesor de mi reino, con el tiempo te diré que es lo que tienes que hacer, pero desde hoy ve pensando —las nubes desaparecieron y la niebla retrocedió, sintiéndose que esa fuerza poderosa había desaparecido.

Sanel no podía articular palabra alguna, tendría que elegir entre el cariño de su esposa, romperle el corazón, o hacer realidad su sueño, pero no tenía muchas opciones si deseaba que su reino prevaleciera y su raza continuara bajo las estrictas normas que habían creado, solo que elegir entre su propio deseo y la felicidad de su esposa lo hizo sentir miserable. Sin una respuesta clara a sus dudas, se levantó, giró sobre sus talones y abandonó el templo con la misma angustia y el corazón roto.

¿Cómo tomar la decisión correcta? ¿Cómo tener entre sus brazos al hijo deseado sin lastimar a su esposa? Pensó en el dolor que le causaría, la mujer que había acariciado su rostro por la noche, la mujer que le lleno de besos cada día, el hijo que soñó jamás llegaría, aquel hijo con los ojos de su esposa, con el cabello negro, aquella ilusión se había esfumado. ¿Acaso pretendía que él indagara por su cuenta? ¿Pretendía su padre mostrarle un mundo de dolor y pena?

Sin más que hacer, regresó a su hogar, caminando por los pasillos que lo llevarían a lado de su esposa, no supo cómo es que había llegado tan rápido a su habitación, pero lograba admirar a Deania aun descansando, su respiración lenta y pausada y esos bellos ojos cerrados mostrando cuan largas eran sus pestañas, dio unos cuantos pasos para sentarse al pie de esa cama, con los codos en las rodillas, y su cabeza colgando entre sus manos, supo que no tendría el corazón para lastimar a su esposa de esa manera, concebir un hijo con Bera era traicionar y lastimar a Deania, era sumirla en lo profundo de su tristeza y odio, odio que seguro le tendría a ese hijo que ella no pudo concebir.

Deania había escuchado a su esposo salir de sus aposentos, se había levantado y lo había visto por el balcón salir de la casa e ir a pasos lentos al templo, admirando la majestuosidad de la voz de Dios, logró ver desde su punto como las nubes en un conjunto de rayos, luces y niebla se formaban en lo alto del templo, entendió entonces que su esposo estaba desesperado y que ella necesitaba entender que la decisión que Dios tomase para ellos era la correcta, al sentir su peso en la cama, se levantó con cuidado y gateando sobre las sábanas, abrazó a su esposo desde atrás, dándole leves caricias que sabía que lo reconfortarían.

Sanel al sentirle cerca, su espalda se tensó, con la boca apretada y el corazón martilleándole, tomó las manos de su esposa apretándolas contra sí —¿Cómo le diría la verdad? —de rodillas a sus espaldas, abrazándole, no tenía las fuerzas para decirle, no podía, jamás podría —Cariño —escuchó el susurró delicioso de su voz, aquel calificativo afectuoso que siempre amo de ella, la manera en como lo pronunciaba, en como sus labios soltaban aquella palabra. Sintiendo la cabeza de su amada sobre su hombro, hundiéndose aún más en su miseria —¿Qué es lo que te pasa esta noche? Te noto ausente de amor —besó su mejilla con delicadeza.

—¡Querida! —dudó por unos momentos, era un hecho que ella sabría después, pero como decírselo de la mejor manera —¿Me amaras bajo todo y sobre todo?

—¿Qué clase de pregunta es esa? —sintió la leve sonrisa de sus labios carmesí —Eres mi esposo, eres la mitad de mi alma y de mi cuerpo, ¿Cómo no amarte? Dime Sanel.

—No tengo corazón al decirte esto pero debo hacerlo —bajó la mirada, levantándose, separándose de las caricias y el calor del cuerpo de su mujer, debía darle el rostro y no ocultarse bajo las sombras y la penumbra de ese anochecer, pero era demasiado cobarde para enfrentar la realidad, necesitaría de una fuerza hercúlea para poder enfrentarse a ella.

Deania sintió la frialdad de sus palabras, con un brillo de lágrimas en los ojos, apartó la vista, sintiendo la amarga punzada de dolor en la boca del estómago, pero fue fuerte, irguiéndose de la cama, pisó el suelo y se acercó a él, pero Sanel solo la detuvo, negando con la cabeza que se aproximara. Sus piernas flaquearon, obligada a sentarse al pie de la cama, ya que no deseaba caer y desmayar por el dolor de su rechazo, mirándolo con asombro, nerviosismo y obligándose a sí misma a no llorar y demostrar dolor, aun así, extendió sus manos, mostrándole que sus brazos serían seguros, mostrándole a su esposo que ella era fuerte y no frágil como pensó al principio.

Sanel sabía perfectamente que si no iba a sus brazos el dolor sería más fuerte, estrechándola contra su cuerpo, sintiendo la calidez de ese abrazo, el amor que emanaba, no podía dejarla ir, no lo haría —¡Amor! No sé qué te aflige está noche, pero tienes que decirme que te sucede, sé que eres infeliz por no tener herederos, no te he dado el primogénito que tanto anhelas, por mi culpa has caído en desgracia.

—¡No! No digas esas cosas amada mía, no he caído en desgracia, soy yo el que te da desdicha, soy yo el que no puede hacerte feliz, mis sueños solo han ocupado tu vida, tus sueños han sido las mínimas de mis preocupaciones.

—¡Querido! No te hagas esto. Podremos salir adelante —trató de reconformarlo.

—¡No! No lo haremos, Deania. No podremos tener hijos, no puedes concebir —se soltó del agarre de su esposa de manera brusca trastrabillando hacia atrás, sus ojos eran pesados, su voz llena de amargura, pero su corazón estaba roto.

Tragó saliva ante la crueldad de sus palabras, jamás había visto de esa manera tan agresiva a su esposo, él siempre fue dulce, fue único, fue alguien que le decía las cosas con la mayor dulzura posible, logrando apartar las lágrimas que amenazaban con caer, apaciguó sus manos temblorosas en su regazo, retorciéndolas hasta el punto de dañarse, no podía seguir con esa farsa mucho más —¿Crees que no lo sé? —hizo una pausa significativa para continuar con la voz estrangulada —¿Crees que no sé de qué me hablas? Sé que no puedo darte el hijo que deseas, es cruel recordármelo.

—¿Crueldad? Es ser realista —se pasó los dedos por el cabello, cerrando los ojos, respirando profundo y callando por unos minutos —He hablado con nuestro Padre, dándome una opción muy difícil para mí, difícil de tomar. Me sugirió a Bera, ella me dará el hijo que deseo —golpeó su espalda en la pared, jalando sus cabellos en señal de impotencia mientras que cayó de rodillas en el duro suelo de su habitación, aquella noche sintió el corazón de Deania romperse en mil pedazos, juró haber sentido como ese corazón murió ante sus ojos como el suyo propio.

Nerviosa de verle atrapado en su propio deseo, se levantó caminando hacia él, arrodillándose y tomando su rostro entre sus manos, deseaba que él fuese feliz, que mejor que ver a su amado ser feliz —¿Sabes? Quiero que seas feliz —sollozó cerrando sus ojos, era la decisión más dura que había tomado en tan poco tiempo, pero era la única manera de poder darle a Sanel la oportunidad de ser padre —Por eso con mi permiso y con el de nuestro Dios, te concedo ser libre y tener descendencia con Bera, ella siempre te quiso, pero tú te uniste a mí. Ella siempre te amo, ve hoy querido esposo, cumple con cada designio que Dios te ha dado para ti y tu futuro —al sentir la caricia dulcemente torpe, tomó sus manos entre las suyas, sintiendo el calor y el temblor de su amada, levantó la mirada, pudiendo observarla con detenimiento, sus ojos aún seguían sin brillo, pero el latido de su corazón le hizo ver que aún estaba con él —Ella no unió su vida a ninguno, está esperándote, todo tiene su camino, todos tenemos un destino, si el tuyo es tener descendencia con Bera, así será, porque es designio de nuestro padre.

Desconsolado trató de no aceptar esa propuesta —¿Qué? —dio un gemido ahogado —No lo haré, no te haré daño de esa manera, tú eres la única —se alejó de su esposa, poniéndose en pie, dejándole de rodillas. Le vio caminar en círculos, sin salida a ese laberinto que se había creado por un deseo que se volvió en su contra.

—Tienes que hacerlo, surge o húndete, levántate o cae, vive o muere, decide y caminarás tienes en tus manos la verdad —mencionó con pasión —Es lo que te digo y siempre te lo diré.

—¡No! —negó efusivamente con la cabeza —Por favor, no me obligues.

—Obligación no es, es tu deseo concedido, no te preocupes por mí, mientras seas feliz yo lo seré. Le deseo la suerte y la fuerza para tu descendencia, de esa manera me harás feliz, de esa manera seré la mujer más feliz de todas.

Se volvió con violencia hacia su esposa, no entendía cómo podía despojarse de sus propios sentimientos así por así, nunca entendió la gran bondad que Deania guardaba —Yo te quiero, no lo haré, no me importa tener ese heredero, tan solo quiero pasar una vida junto a ti y la siguiente y la siguiente, hasta que nuestro círculo caiga y se rompa, hasta que nuestra vida se extinga.

Expresando su enojo, Deania se puso en pie, caminó hacia él y levantando una mano le propinó una dura bofetada, no retrocedió ante la dura mirada que su esposo le proporcionó, pero si notó la marca rojiza que se extendía sobre la mejilla en el agudo contraste de su piel pálida.

—Claro que sí, tú lo harás por nuestra raza, por nuestra gente, tú eres un elegido de Dios, tú eres su hijo y si él ordenó ello, se cumplirá pese a tu negativa. El clan de fuego debe tener a su heredero, necesita de un heredero.

Con lágrimas en los ojos, Sanel se arrodilló frente a ella abrazando sus piernas —¡No! —repetía una y otra vez —No me dejes hacerlo, te lo suplico amada, no me hagas llorar más, no hagas que mi alma se desprenda de ti, se pierda en el camino y dude de mi valía, dude de tu amor, así como he dudado de su grandeza esta noche.

Quitándole las manos de sus piernas con un fuerte manotazo, retrocedió y pudo notar que Deania había cambiado en tan pocos segundos, sus ojos no obtuvieron brillo, más bien se tornaron opacos y muertos —¡Lo harás! Lo harás por qué me amas, lo harás por mí, demuéstralo. Ve con ella —se alejó de él, mostrándole desprecio —Ve con ella y no regreses más.

Aspirando hondo, evitando verle a los ojos, ya que su expresión estaba cubierta de culpabilidad y no podía soportarlo, poniéndose de pie, su corazón oprimió su pecho con un dolor que atravesó sus entrañas, observó su reflejo en el espejo por última vez y supo que su vida no volvería a ser la misma —Si ese es el deseo que dicta tu corazón, no soy nadie para reprocharte nada —tomando su capa entre sus manos, abandonó el lecho nupcial sin una palabra más.

La soledad de la habitación la oprimió de tal manera que cayó de rodillas deshecha en lágrimas, había perdido lo único que deseó en la vida, un hijo fruto del intenso amor que sentía por su esposo, no podía verle partir, no podía despedirse bien de él, ya que las consecuencias serían no dejarle libre como el padre designó, el heredero sería hijo de Bera, mientras que su vientre creciera ella se sentiría cada vez más seca.

Sanel por un momento pensó en vagar por el pueblo, quizás hallar una manera de regresar al lado de su esposa, pero la idea de un hijo y su legado asegurado le hizo visitar a Bera, quien lo esperaba en su lecho.

La joven de rizos rojizos y ojos pardos logró distinguir la figura de Sanel entre las sombras de sus aposentos, con una sonrisa en los labios extendió la mano y lo invitó a entrar, si esa noche la visitaba era porque Dios había escuchado sus plegarias.

Compartieron la cama esa noche, sus corazones palpitaban desenfrenados ante esa unión desesperada, pero Sanel solo imaginó que esas caricias se las daba a su esposa, que esos besos eran para ella y aquellos susurros de amor eran para Deania, llegando no solo a imaginar que ese momento era solo para ella.

Los llantos de los niños habían cubierto el pueblo, dos niños fuego habían nacido nueve meses después, solo que uno de ellos sería el heredero al trono mientras que él otro crecería a la sombra de su hermano.

Deania siendo tan débil, murió en el parto, tan solo logró acariciar el rostro de su hijo y depositar en su frente un primer y último beso, mientras que sus labios pronunciaban el nombre de su primogénito y la luz de cuerpo se extinguía —Hadeo —logró pronunciar mientras que sus ojos se cerraban y un brillo cubrió su cuerpo convirtiéndola en ceniza, en luz y siendo parte del recuerdo, por un momento Sanel observó a su hijo, el fruto de su amor, era un niño hermoso sus ojos oscuros y su mata de rizos negros a un leve contraste con su piel tan blanca como la nieve de ese crudo invierno, era lo único que le quedaba de su amada Deania y lo único que atesoraría, sin embargo había olvidado que Bera también había tenido a su hijo, ambos niños habían nacido el mismo día y a la misma hora, a diferencia de su pequeño Hadeo, la madre de su segundo hijo había sobrevivido al parto, por un momento se negó a abandonar la habitación de Deania, pero era necesario visitar a Bera y luego de ello visitar el templo de su padre.

La joven madre sostuvo a su hijo entre sus brazos, mientras que sus lágrimas de regocijo brillaban y surcaban sus mejillas sonrojadas, aquel niño era tan magnifico, sus cabellos rubios como él sol, sus ojos azules como el mismo cielo y sus labios tan rojos como la sangre misma —Uran, tu nombre será Uran —no se sintió ofendida ni mucho menos minimizada ante la ausencia de Sanel por ver a Deania y estar presente en el parto de su hijo, ella sabía a la perfección que ese niño sería el predilecto, mientras que el suyo solo crecería en la sombra, pero no importaba, era suyo y era único, nada importaba mientras tuviera un pedazo de ella misma, mientras tuviera entre sus brazos el fruto del intenso amor que tenía por Sanel.

Sanel sin consuelo, le entregó el niño a Milausky, aquella amiga y confidente de ojos lavanda —Cuídalo bien —le pidió mientras salía de la habitación.

—Adónde vas —preguntó ella, sosteniendo su brazo —Tienes a tu hijo, por que abandonarlo ahora más que te necesita.

—No lo abandono, solo necesito obtener respuestas.

—Las tienes, solo que te niegas a entender —exclamó.

—No las hay —respondió quitando con brusquedad la mano de Milasuky de su brazo y abandonando el hogar que una vez le perteneció, obtener las respuestas que necesitaba era algo importante para él, así que decidido y dolido ante la pérdida de su esposa, subió al templo una segunda vez, pero en esta ocasión no sería para aclarar sus dudas.

Empujando las puertas del templo con fuerza, se adentró a las profundidades de ese lugar sagrado, solo para ver que Dios le esperaba en esa ocasión, las nubes se arremolinaban en lo alto como la primera vez, la niebla espesa cubrió sus pies, pero se notaba que las nubes carecían de brillo y luz —Un heredero pedí, pero dos han nacido y el precio fue exacto el que dijiste, la vida de Deania a pago de dos hijos —le reclamó a su padre, esta vez no hizo la usual genuflexión, tan solo gritó con un odio y resentimiento.

—El destino ha hablado —su voz resonó con fuerza, obligando a Sanel a levantar la mirada al cielo —Y el precio ha sido pagado.

—¿A cual de esos dos niños deberé dejar mi legado? No podré elegir a uno sin que él otro crezca a la sombra del otro, cómo elegir un heredero y sucesor cuando uno podrá obtener las grandezas del reino que me entregaste mientras que él otro el vacío y el odio por el otro.

—Acércate a la mesa —le ordenó, quien por un momento dudó en acercarse a la mesa de piedra, dando pasos tentativos admiró que bajo la tela había un tesoro que Dios resguardaba —Lo que hay allí consérvalo, pero no le abras hasta que estés seguro de entregarlo al hijo correcto.

Quitando la seda, logró ver un cofre de madera labrado a la perfección, sus bordes eran dorados y con un sello extraño, un rombo perfectamente dibujado, con una x en su interior, dividida por el centro, por el lado de arriba la mitad de un redondo, un triángulo adentro, como una pirámide iluminada por la luna llena, en ambos extremos de la X se encontraban la luna a la izquierda y el sol a la derecha; debajo de la x, un rombo pegado a la base, unido con una base triangular de cabeza. Adornado con lanzas en cada punta del rombo, para los extremos curvas que daban una forma casi extraña, como una enredadera.

Sin embargo, el objeto que llamó más su atención, fue la daga que yacía en un cojín rojo, una daga de 25 cm de largo, con un mango de oro y bordes de titanio, incrustada por los bordes con piedras de colores rojo, azul, blanco y café, mientras que su cuerpo era una hoja de titanio reluciente y una inscripción con el nombre “Bendora”.

Su mano fue directamente hacia la daga, antes de que pudiera acariciarla por completo, su cuerpo experimentó cierto temor, soledad, un frío, un aroma nauseabundo, entre ellos a flores muertas, un suelo infértil, animales muertos; opacando su vista percibió en ella oscuridad, llanto y sufrimiento, sucumbiendo ante el miedo, no pudo aguantar las ganas de preguntar —¿Y está daga?

—No vuelvas a tocarla, en ella habita la muerte de mis hijos más fieles, en ella guarda la sangre de aquellos con noble corazón, un antiguo tesoro, es el inicio del mal convertido en sólido y guarda un poder incalculable, con ella podrás dar muerte al enemigo, dar muerte a todo aquel que intente dañarte. Solo un corazón puro podrá darle un buen uso, un corazón desinteresado podrá liberar su verdadero poder. Mis hijos, tus hermanos los humanos, probaron el poder de esa daga, sucumbiendo a los deseos más oscuros, destruyendo sueños, toda fuerza, bondad y compasión, necesitando de almas frescas para poder vivir, además de ser la única arma que podrá destruirte Sanel, destruir a los tuyos y tu generación, les quitara no solo la vida, sino también el alma, quedaran atrapados en la oscuridad. Es la única arma que podrá derrocarme de mi trono, su nombre es Bendora. En ella se encuentra la última gota de mi poder, en ella está mi esencia, tratando de neutralizar el mal que hay, si cae en manos equivocadas, traería al mundo la maldad, traería el juicio final, por eso te elegí a ti Sanel, tú eres el único que podrá ayudarme en este viaje al futuro, has sido elegido por el pueblo, elegido por mí —hizo una pausa intentando continuar —Pero no es lo único que te pediré resguardar, el mal se acerca y con ello mi derrota, pero para asegurar que mi creación quede intacta te haré entrega de mi poder, poder que conservaras hasta el fin de tus días y entregaras al hijo que sea digno de resguardar mi vida.

—¿Tu poder? —negó con la cabeza ante la idea, él no deseaba tener poder, solo ser feliz, pero fue demasiado tarde, un rayo cayó a los pies de Sanel, surgiendo de la tierra misma una enredadera de luz dorada que fue subiendo lentamente por las piernas del joven padre, sentía como las espinas de esas rosas se calvaban y adentraban con fuerza a su piel, gritó ante el dolor que rasgaba y cercenaba su cuerpo, apretó la mandíbula y cerró los puños con fuerza mientras que una luz intensa rodeo todo su cuerpo y de la nada todo cesó, cayendo rendido al suelo, trató de levantarse pero fue inútil, algo en su interior le daba un peso que ni el mismo podía cargar.

—Estoy débil hijo mío, el dolor que me causan mis primeros hijos está agotándome, no confió en nadie más, pásalo de generación en generación, asegúrate que el hijo que elijas para esa misión sea puro de corazón, ya que si elijes erróneamente las consecuencias de tu decisión será la destrucción de tu raza, de tu pueblo, de mi creación.

—No puedes hacerme elegir, tengo dos hijos —hundió su rosto entre sus manos.

—Pásalo de generación en generación, sé que hallarás la forma. Encontrará los secretos más profundos del poder, la mezcla de ciencia y creencia, dando un poder inimaginable, podrás tener el control de todo lo que se le antoje, yo estoy débil Sanel, los humanos han debilitado mi vida lentamente, con tantas guerras, con tanta maldad, por eso te digo, cuida el cofre, resguarda esa daga y resguarda mi poder y será como si cuidaras de mí.

—Padre, no me des esa carga tan pesada —suplicó el patriarca.

—Tu corazón es el que dictará la respuesta —se dio un silencio estremecedor entre los dos.

—Deberás decirme por quien elegir, darme una pista para no equivocarme —pidió una señal.

—Te la daré a su tiempo —sin más explicación el lugar se tornó oscuro ante los ojos de ese ángel desesperado, quien cayó rendido y sumido en un profundo sueño.

La venganza del caído

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