Читать книгу Marina escribe un libro - Ángel Morancho Saumench - Страница 10

CAPÍTULO I
Recoletos

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Mediados de septiembre en un año muy seco en un país preocupado. Hoy he vuelto a Madrid. Aunque se acerca el otoño hace calor, ese calor que casi ha sido asfixiante durante el verano; la tierra parecía implorar a las nubes que le descargaran un poco de agua para no cuartearse. A pesar de la sequedad observo agradecida cómo este Paseo de Recoletos se mantiene floreciente gracias a una buena jardinería. Me gusta pasear por él casi siempre que vengo a Madrid, desde mi casa en Somosaguas, busco integrarme en su paisaje, muy céntrico. Su alameda, con sus árboles y jardines, le dan un agradecido ambiente de calma pese al tráfago de vehículos entre Cibeles y Colón. Además, me permite visitar a mis amigos en el sector, sin olvidar el indudable atractivo de la proximidad de la excelente zona comercial en las inmediaciones de Serrano. Ahí, ya en Colón, mi marido tiene una de sus dos galerías de antigüedades e imaginería con una sala para subastas de arte. Yo, cuando puedo, suelo hacerme cargo de la segunda, que está en la calle Alcalá, muy cerca de Cibeles. Mis estudios de Bellas Artes me han permitido ser una buena colaboradora de mi marido Javier Bores.

Seguí paseando con lento caminar. Aunque ensimismada en mis pensamientos, percibía como muchos peatones me observaban. No me importaba, estoy acostumbrada. No soy una gran belleza, pero mi elegancia natural me permite vestir con comodidad sin ser adicta a las grandes firmas de ropa. Ya en la Universidad leí una máxima del Beau Brummell —el considerado árbitro e icono de la elegancia—: “Si la gente se vuelve a mirarte cuando vas por la calle, o es que no vas bien vestido, o demasiado rígido, o demasiado ajustado o demasiado a la moda”. No estaba de acuerdo; tal frase me parecía injusta —quizá lo fuera solo para varones— hasta que Óscar Wilde me avaló con su irónica frase: “La moda es una forma de fealdad tan intolerable que tenemos que cambiar cada seis meses”. Desde entonces mi moda soy yo; y aprecio que es bien considerada.

Llegué a la terraza del pabellón del restaurante El Espejo. Este pabellón casi me traslada siempre a finales del siglo XIX. Está construido al estilo que Eiffel, con gran acierto, introdujo en sus construcciones: hierro y aceros vistos. Me encantan las curvas y asimetrías del Art Nouveau y su posterior, el Modernista, tanto que cuando voy a París no dejo de visitar, si puedo, el preciosismo de Las Galerías Lafayette, cerca de la Ópera de Garnier, en pleno centro de la ciudad. Muchos arquitectos, entonces, basaron sus diseños en esos metales vistos engarzando grandes cristaleras e introdujeron diseños modernistas hasta en el mobiliario. El quiosco en el que se sitúa el pabellón de El Espejo es una miniatura de esos grandes edificios; es muy sugestivo y se integra magníficamente en el entorno de la alameda del paseo. Me sigue fascinando; por eso con frecuencia me siento allí, en su terraza si el tiempo es bueno, o en su interior.

Ya en la terraza me senté en una mesa también de hierro. En seguida vino el encargado quien me saludó con afecto.

—Hola, señora Ionesco, con su veraneo he echado en falta su presencia que tanto embellece nuestro entorno.

—Gracias señor Marsal, es usted muy gentil para lo que ahora se estila. Han sido unas vacaciones muy movidas; casi echaba de menos Madrid. —De reojo percibí que a pocas mesas de distancia, sin recato alguno, un atractivo joven muy bien trajeado, como si fuera un alto ejecutivo, me estaba mirando.

—¿Qué le sirvo? —me preguntó Marsal.

—Pues hoy algo fuerte, un chupito de vodka. —Tras decirlo reflexioné, era una hora temprana para bebidas fuertes, pero no renuncié a mi pedido. Quería animarme y, riéndome, le dije—: Y un botellín de agua de Vichy para que no me confundan con una alcohólica.

—Qué amable y divertida es usted, señora Ionesco.

Apenas se retiró Marsal, el joven que había entrevisto antes se levantó y se acercó a mi mesa.

—Buenas tardes, Marina. Igual no me reconoces; soy Enrique Dimó. Nos presentó un amigo común, Carlos Saltierra, el pintor.

—Lo siento, pero no le recuerdo; Carlos es un viejo amigo de mi marido, no mío.

—¿Te importa que me siente contigo?

Me sentí molesta, me parecía maleducado que este desconocido me tutease.

—Pues sí, me importa. No estoy en disposición de mantener una conversación con un desconocido.

Vi que se quedó de pie algo cortado, pero insistió.

—Las conversaciones con extraños pueden ser muy interesantes; de ellos lo desconocemos todo. Marina, perdona que insista; cuando Carlos nos presentó yo sentí una gran turbación y desde entonces he tenido un gran interés en contactar contigo.

—Señor, usted dice contactar; parece lenguaje comercial. Y contactar ¿para qué?

—Pues para conocerte mejor; ya sé que eres hija de padres rumanos que fueron monárquicos y que tuvieron que huir cuando derrocaron a Miguel I. Ellos tenían lazos de consanguinidad con los monarcas en otros tiempos. Tu padre quiso que nacieras en Rumanía, aunque tengas la nacionalidad española. Te encanta el arte y por eso estudiaste Bellas Artes en la Complutense, y� por favor, tutéame. Solo deseo ser un amigo especial para ti.

—Y, ¿de dónde viene y adónde le lleva tanto interés?

—Ya te he comentado la gran impresión que me causaste cuando te conocí; a Carlos Saltierra le aburrí preguntándole sobre ti. Y también me atreví a hacerlo hasta con tu marido; le alabé tu personalidad y tus conocimientos de arte. Él se sintió halagado y me dijo que eras un gran apoyo profesional para él. De este modo creció mi deseo de convertirme en un amigo especial para ti, como ya te he dicho.

—¿Amigo especial? —Le miré a los ojos con severidad y respiré hondo para no perder la calma, ya debería haberle echado, pero todavía me intrigaba su desfachatez—. Se puede entender con muchas acepciones; dígame ¿por cuál me decido?

—Marina, estamos en el tercer milenio... un amigo especial es uno que además es profundo, intenso, íntimo... —Se calló mientras me miraba hipócritamente implorante; se produjo un molesto silencio que rompí yo.

—O sea, como vulgarmente se dice, con derecho a roce.

—Vulgar, pero correcto —dijo sin empacho.

—Entiendo que usted lo que quiere es tener una aventura cortoplacista conmigo. ¿Se ha dado cuenta de que llevo anillo de casada?

—Sí; ya te he dicho que hasta he hablado con tu marido sobre ti. Pero hoy en día sabes que una aventura apenas significa nada; hay quien dice que hasta puede mejorar la relación matrimonial. —Lo miré desdeñosa.

—Sí; y hay psicólogos que hasta las recomiendan —aclaré—. Hoy en día te dan hasta facilidades; no hace falta hacerle caso a un conquistador como usted, vale con esa compañía noruega que te busca un compañero adúltero por Internet con secreto garantizado. Presumen que tienen millón y medio de suscripciones; casi tantas mujeres como hombres. Haga uso de ella, señor Dimó, y búsqueme a ver si me encuentra; si lo consigue, entonces seré toda suya. —Y me reí despectivamente, pensando que ya se despediría cansado de mis respuestas.

—Una aventura es una traición venial. ¡Hasta se encuentra en Internet! Como has dicho.

—Es más fácil saber qué no se encuentra en Internet. Dice usted: es una traición venial; no creo que al sustantivo traición se le puedan poner los adjetivos venial o mortal. Sí que tiene muchas variantes según como se cometa. En lo que usted refiere, es una traición a un voto que es promesa: serte fiel, dada antes del sí quiero en una ceremonia civil o religiosa de matrimonio o similar.

—Pero eso son valores convenidos que luego no se cumplen con muchísima frecuencia. Seguro que, tras esta experiencia, tanto tu marido como tú disfrutaréis más haciendo el amor.

—Hace un par de milenios los romanos decían “Roma no paga a traidores”; ¿cree usted que si traiciono a mi marido él no me pagará?, mejor. —Me detuve y pensé que debía responder a tanto cinismo, mientras observaba sus maliciosos ojos—. ¿No me pegará? —Pronuncié la primera sílaba con fuerte entonación—. Seguro que no pensaría lo mismo que usted, pero también seguro que me lo haría pagar. En este nuevo orden mundial que se nos está imponiendo todo es relativo; no hay valores, pues cualquier acto se justifica, ya que todo está escrito. Claramente, relativismo más determinismo. Una sociedad así invita a no tener compromisos; aquí y ahora, muchas parejas ni siquiera hacen lo más fácil: darse de alta en el Ayuntamiento como pareja de hecho con escasas responsabilidades. La consecuencia es ¡para qué tener hijos ya que la paternidad sí que compromete! Y ahora nuestros jóvenes varones, con frecuencia, desconfían de su paternidad si no es deseada, e incluso siéndolo. Acabaremos en un mundo sin compromisos, sin hijos apenas, pero eso sí: con mucho sexo. Tendremos que recordar al burlón Woody Allen: “sexo sin amor es una experiencia vacía, pero como tal experiencia vacía, es de las mejores”. Resumen: vacío, vacío y más vacío.

—Pero, Marina; no es nada descabellado lo que te propongo. Muchas mujeres ya me hubiesen dicho que sí.

Se acercó Marsal con mi consumición y aproveché para cortar.

—Bien, señor lo que sea; no sé si usted ha venido a mí para ganar una apuesta, si lo que hace es colección de mujeres infieles, o si además más tarde las estruja con chantajes, o se encuentra muy aburrido, pero lo cierto es que no ha venido para nada sano... Y no dudo de que muchas mujeres ya le hubiesen dado su plácet; en locales que usted conocerá muy bien no tendrá ni que hablar. Para usted, con su planta, le vale con una señal con el dedo significante de ven aquí. —Sin perder la calma, me dirigí a Marsal—. Haga el favor de decirle a este figurín que se aleje y que me deje tranquila; me siento acosada.

Enrique Dimó se dio por vencido y se alejó de la mesa.

Viéndole ya en la lejanía pensé que probablemente había acertado. Él se comparece como un buscavidas que se entiende muy bien con mujeres casadas o emparejadas que empiezan a sentir el hastío de una convivencia casi tediosa; luego les pide favores, inversiones imposibles y� si no entran en el juego, les amenaza con hacer público su affaire. Es algo más que un gigoló. Me recuerda a lo sucedido a una conocida mía, y... ¡caray!, los siete millones de euros que estafaron a una de las dueñas de BMW, casi la mayor fortuna de Alemania. Recuerdo que tuvo la valentía de enfrentarse al chantaje; le pedían cuarenta y nueve millones de euros por no publicar unos comprometedores DVD que contenían todas las grabaciones de las íntimas relaciones entre ella y su chantajista.

Cuando ya ni podía ver al galán, sonreí. Hasta llegué a pensar que fui una afortunada por ese procaz galanteo de un hombre tan sugestivo y seductor. Me he sentido halagada, es correcto en las formas y, al menos, me ha divertido, pese a la tensión de una propuesta tan directa. Si no fuera porque quiero a mi marido, igual le hubiese correspondido; una conquista más en su colección, y yo seguro que me lo hubiese pasado fenomenal. Parece una constante; las mujeres ignoramos con frecuencia a varones normales para dejarnos arrastrar por los canallas; o machos alfa que últimamente se han puesto de moda. Pero ¿qué pienso? ¿Y después? Me reí por no llorar; según mi religión ortodoxa habría pecado por interesarme la tentación, me carcajeé. Mi amiga Claudia lo habría destrozado, pero yo no tengo sus problemas.

Y yo, ¿qué estaba haciendo con esos chabacanos pensamientos? Tenía que ponerme seria. Debía volver a mis inquietudes. Hoy había quedado con Pedro, mi primo segundo de ascendencia rumana, como yo. Nuestros antepasados fueron propietarios de grandes haciendas. En 1947, cuando se produjo el golpe de Estado contra Miguel I, —el último monarca—, nuestras familias o fueron eliminadas por el radical principio de ser traidores a los nuevos dirigentes o lograron escapar. Pero fueron pocos los que consiguieron huir de Rumanía a tiempo, de todos ellos solo quedan vivos, que yo sepa, conmigo (muertos mis padres, me consideraba ser la única), mi tía segunda Andra, mujer de gran carácter y por ello conductora de los Ionesco que huyeron y que ya han ido desapareciendo con el tiempo, y su hijo Pedro. Salvo milagros, mi familia se reduce a Andra y a su hijo. Es con él con quien necesito hablar abiertamente.

Miré el reloj. Eran las cinco y media de la tarde. Tenía más de una hora y media para preparar mi entrevista con él. Su oficina en Libertas&Cía está muy próxima, al lado del café Gijón.

En el consulado rumano me informaron de que era intención del nuevo gobierno restituir los bienes confiscados desde el golpe de Estado de 1947. No me dieron muchas esperanzas. Esa restitución tiene muchos opositores y, políticamente, se piensa que puede irritar al pueblo. Muchos de sus ciudadanos no se han acostumbrado a una vida sin permanentes intimidaciones.

Saqué del bolso la lista de propiedades y las volví a revisar. Había conseguido incluso las de Andra, mi tía. Ella no quiso saber nada de su país y renunció a cualquier devolución o compensación. Es un ciclo cerrado de su vida que no quiere revivir. No pude convencerla y, claro, su hijo Pedro ¿cómo me va a defender a mí si su madre no quiere malos recuerdos?

No me resultará nada fácil, pero más difícil será que me permita que haga de mediadora entre él y mi íntima amiga Claudia; tanto lo somos que ambas nos llamamos hermanas. En cierta medida sé que estoy engañando a Pedro. El tema de Rumanía es la excusa para estar a solas con él porque quien me importa es ella, Claudia. A ella ya le comenté que quiero escribir un relato sobre lo que ha sido su relación con su exesposo, mi primo Pedro. Pienso que si leen una descripción de su relación podrían llegar a disculparse entrambos y recomponer sus vidas. Algo que yo deseo con fervor.

Tendré que repasar cómo les percibía antes de conocerse, y cómo se les apreciaba. Mi problema es que les quiero a ambos; son mis mejores amigos e incondicionales hermanos. Me costará ser objetiva; además, en ocasiones me han entrado grandes deseos de darles de bofetadas por cegatos. Se quieren, ¡claro que se quieren! Pero lo ocultaban en una cámara oscura.

Marina escribe un libro

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