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Mi visita a Pedro

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Cerré el cuaderno en el que estuve escribiendo mis notas. Casi se me había hecho tarde; aboné la consumición y fui presurosa al despacho de Pedro.

Subí hasta al primer piso por unas suntuosas escaleras de mármol. Solo hay una puerta: la oficina ocupa toda la planta. La empujé y entré en un gran hall; tras una mesa alta estaba la recepcionista; me preguntó qué deseaba y le contesté que Pedro Amilibia Ionesco me esperaba. Ella avisó a mi primo; él —siempre tan cortés— vino a recibirme muy cariñoso; con su madre, soy su única pariente. Me cogió con delicadeza del brazo y me guio a su despacho a través de un corto tramo de un largo pasillo que no es el principal. Yo ya conocía algo este espacio; el vecino del de Pedro es el que ocupó Claudia y ambos son simétricos. Entramos y cerró una puerta acristalada. En su despacho destacaba una gran mesa de dos metros de larga, me dijo, un armario-biblioteca, y varios cuadros; el más notable es uno de Vayreda de la escuela olotina. Pequeñas baldas le han servido para colocar más libros. Al lado de la ventana, que da a un patio interior, se encontraban dos grandes archivadores, un confortable sillón de piel para él, dos sillones más pequeños frente a la mesa, pero también de piel, y una silla. Me pidió que me sentase y él, siempre educado, lo hizo a mi lado.

Él sabía algo de lo que le iba a plantear; se lo había anunciado por teléfono. Por eso su primera pregunta fue:

—¿Has encontrado a alguien de confianza en tu país que nos sirva de intermediario? —Me quedé callada y le miré a los ojos casi en súplica.

—No, Pedro; no encuentro a nadie de quien fiarme. Ya estamos en el siglo XXI y no hay más que mejoras en Rumanía; siguen un buen camino de reconciliación. Están ya en la Unión Europea, como sabes. Pero todo el mundo está a la que salta para hacerse con las propiedades que se devuelven, ya sean de forma onerosa o lucrativa. Los bajos precios permiten a quienes tienen capital hacerse con vastas extensiones y viviendas... —y seguí desgranándole lo que conocía además de aportarle toda mi documentación.

Pedro me escuchó atentamente. Sabía que a mí no me hacía falta nada para vivir tal cual estoy acostumbrada; también es consciente de que siento la morriña de una heredera de una gran familia que se ha desvanecido. Pedro se quedó pensativo; por fin me cogió la mano con la que le extendía mi documentación y me comentó:

—Permíteme que te la acaricie, querida Marina, pienso que te hacen falta más cariños que recuperar lo que fue vuestro patrimonio. Mi madre renunció de inmediato, bien es verdad que lo de tu abuelo es muy superior. Pero ahora tienes un batiburrillo tremendo y ha aparecido un supuesto primo bastardo tuyo; también quiere reivindicar sus derechos por su ascendencia familiar.

—Pedro, confío en ti. —Le apreté la mano mientras muy seria le dije—: Si tú no me ayudas, ya encontraré a otro abogado, pero no me sentiré protegida como lo estaré contigo. Y no se te ocurra pensar que voy a renunciar. Seguro que me lo harán pasar muy mal, pero... me hierve la sangre en cuanto pienso en los avatares de nuestras familias. —Pedro me miró con mucho interés; no ha podido conocerme mucho, pero sí debió ver en mis ojos una gran determinación, según comentó.

—Marina, es un círculo endemoniado; parece un concurso entre ladrones a ver quién roba más a sus compinches de oficio. Personalmente lo he meditado e incluso he encontrado un buen contacto; un abogado rumano-español que terminó sus estudios a finales del siglo pasado. Domina el derecho rumano en lo que se puede, pues ha habido tantos cambios que casi es imposible que alguien conozca cuál es la legislación vigente a aplicar. Como ya tenemos Embajada, he pensado que sería bueno que dedicáramos unos días a recorrer lo que fue vuestro; me he puesto en contacto con la Embajada en Bucarest y me han prometido que nos acompañará el consejero comercial con un buen traductor.

—Te lo agradezco mucho, ha sido más de lo que esperaba de ti, pero —me callé y vacilé... ¿cómo seguir?— quiero ser sincera contigo... —Y ahora fui yo quien le cogió una mano y se la acaricié—. He venido a verte porque sé que eres un cartucho que no se malgastará; pero otro plano distinto y más importante para mí es tu situación en tu empresa. Me han llegado rumores inquietantes, pero, perdóname Pedro, sigo sin ser sincera, lo que de verdad me preocupa más es Claudia. Sé que hizo méritos para que tú te hartases de ella, pero... —Me quedé en silencio y observé que me miraba cariñosamente—. ¡Ay!, Pedro, mi

querido Pedro, ella sigue sufriendo mucho; seguro que en ella no te lo creerás; pero... por favor... cree en mí. Soy su mejor amiga y su principal soporte, desaparecido tú tras vuestro divorcio; desgraciadamente ha recuperado su animadversión a ser tocada, la hafefobia que dice nuestro amigo el psiquiatra Miguel, se ha vuelto a reproducir; apenas me soporta a mí. Sé que la quieres y no podrás negármelo. De hecho, yo padezco lo mismo que tú en un plano muy diferente; soy deseada pero no querida, o al menos no tanto como yo quisiera, al revés que tú, que eres muy querido sin un gran deseo. No sé cómo convencer a mi marido, Javier, para que me evite esa sensación de apatía. Puede ser perniciosa. Nuestra diferencia es que tú la quieres y... no me lo niegues. Y ella te adora y, sin ti, se ha convertido en una nulidad.

Pedro se quedó en silencio sonriéndome y me apostilló:

—Por lo que sé y me han contado, tú incluida, has tenido numerosas parejas que eran auténticos modelos; pero producían tristeza o aburrimiento en cuanto abrían la boca o alternabas con ellos. Tienes que rebajar tus expectativas con tu marido y debes estimularle; él te quiere mucho; destacáis entre los matrimonios de nuestro entorno. Cítale a ciegas y recorred los jardines de vuestra casa escondiéndoos de miradas indiscretas, contemplad el cielo, dejad que os arrobe, recitad una poesía y entonces amaos allí. Te gustan mucho los niños y no me negarás que quieres ser madre; ¡intentadlo sin prevenciones, sin prisas, sin que sea solo por cumplir!

—¡Ay!, por favor, no me adoctrines; soy yo quien debe hacerlo contigo y Claudia. Sois tan inteligentes los dos que os pasáis de estación y veis nubes donde no las hay. Es el arte de la figuración de la que fue tu esposa. Pedro, la quiero más que a una hermana y por eso no voy a mentirte. He hecho muchos apuntes sobre vosotros; lo que me habéis contado y lo que he vivido, y quiero redactar vuestra historia. Sois un ejemplo de lo que no debe ser y, perdona, Pedro, Claudia es la culpable, pero tú, a pesar de tus creencias, ni has sido confesor ni has perdonado. —Me acerqué a mi primo y le di un gran pescozón. Pedro se llevó una mano a la cabeza herida y exclamó “¡caramba con tus dulces manos!”—. No te voy a pedir perdón, mereces tantas como las collejas que daban los maestros para que sus alumnos aprendieran; método muy eficaz hoy sancionado. Son tantas que no cabrían en tu cabeza, te sonrío, pero no me reiré. Ninguno de los dos os comportasteis pensando en vuestras promesas cuando os casasteis. Tú me sorprendiste, querido Pedro. Si fuiste capaz de superar el dislate de vuestra boda ¿cómo no te comportaste generosamente cuando a ella le hizo más falta? Le era necesario tu hombro para apoyarse en él, para pedir perdón y superar su mala imagen de aquel día. Pero tú diste el portazo.

—Bien, prima, te has salido de lo que teníamos concertado, no puedo agradecerte todo lo que me has dicho. Has hecho méritos para que yo también te dé un pescozón. —Hizo un amago, pero no me asusté y me eché a reír de nuevo—. Solo colaboras a que mis cargos de conciencia sean mayores tras un trauma que deberíamos haber superado ambos. Ella no es católica; rectifico, bautizada pero despegada; la nulidad del matrimonio ni la considera. En el altar solo se sentía protagonista como una novia bellísima y envidiada, que deslumbró a los invitados tanto a pie del coche que la trajo, como en el pasillo de la iglesia camino del altar. Ni siquiera comulgó, lo cual sabía que me iba a molestar, y me tuvo a su lado con un papel de comparsa. Entonces entendí que ella había empezado a marcar su territorio, y lo ha defendido como no lo hicieron nuestros antepasados� Perdona, Marina, no quise ponerles de por medio.

Me levanté, él también y le di un abrazo. Me acompañó hasta la puerta, que abrió él mismo. Entonces, y ante todos, ahora fue él quien me abrazó y me besó una mejilla mientras me decía:

—A pesar de todo, te quiero. Adiós celestina, y cuídate.

—Adiós Pedro, ya me dirás algo sobre lo que menos me importa: Rumanía y, si me solucionas al menos lo de Claudia, hasta me olvidaré de mi país de origen como regalo de reconciliación, —él se rio—. Claudia me importa mucho más y estoy convencida de que te pierdes una gran felicidad con una mujer asombrosa... ¿por qué no la llamas para ver a vuestro hijo? Termino. No quiero ser impertinente, gracias por todo, mi querido primo.

Me alejé de la puerta, recordé algo y retrocedí:

—Vuelvo, como pesada que soy —le dije antes de que cerrase la puerta del despacho—. A Claudia le ha parecido bien que haga un relato sobre vuestra relación. Te agradecería que tú también me lo permitieses; ya te lo comenté antes. Así, con vuestras aportaciones seré más ecléctica y...

—Sé que te gusta escribir; con nosotros tienes un relato sustancioso. Pregúntame siempre que quieras y —riéndose— responderé no lo que tú quieras, sí lo que sea mi verdad.

Marina escribe un libro

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