Читать книгу No te olvides de los que nos quedamos - Nélida Wisneke - Страница 9

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Caminamos, caminamos, caminamos.

La preocupación de mi mamá se dejó notar cuando el día comenzó a clarear. Los pájaros cantaban alegremente, pero mis pies cansados comenzaron a dolerme. Ella, como en un susurro, me dijo:

Aguenta um pouquinho mais.12 O dia está amanhecendo. O cansaço está apertando Mas eles, atrás, estão vindo. Temos que continuar, Deve ser forte menina. Se o santo nos acompanha, Chegaremos à Argentina.

Me di cuenta de que los versos de la abuela estaban en la boca de mi madre. Ella venía en cada palabra que aparecía y se acomodaba en el lugar justo para que yo prestara atención y aprendiera de ellos. Estaba ahí, en ese ritmo repetitivo y cadencioso. En ellos, podía verla con los pies firmes en la tierra y una ternura inconmensurable en su rostro oscuro; con esas manos que hacían de todo para que lo poco que decían que podíamos tener, lo tuviéramos. En el susurro, en el viento, en la tierra que se desgranaba bajo nuestros pies, mi abuela se hacía leyenda.

Seguimos, más calmadas. La mano temblorosa de mamá tomó un trozo de rapadura que llegó a mitigar la preocupación de ambas. La poca dulzura de la vida que había probado a mi corta edad se derretía en nuestras bocas y nos hacía soñar con otros posibles y alcanzables cielos. Luego de un rato me detuve para sacarle el marlo a la vasija y la escuché:

Tranquila, não vai se afogar.13 De a pouco beba mocinha. É preciso continuar E cuidar das nossas coisas. Pronto vai o sol sair. O dia vai estar quente, Guarda um pouquinho de tudo Pra oferecer aos parentes14

Bebí moderadamente y mi pensamiento se fusionó con tanto verde, la enorme cantidad de insectos y el canto, hasta entonces, desconocido de una multiplicidad de pájaros. Árboles de desiguales alturas nos cobijaban. Hojas de todos los tamaños y un verde de diferentes matices nos rodeaban. A unos metros, más allá de donde nos encontrábamos, un caraguatá15 nos ofrecía sus frutos. Mi mamá estaba a punto de tomar su machete para cortar el cacho amarillo del jugoso obsequio silvestre cuando se detuvo para ajustarse la correa de las sandalias que la abuela le había entregado antes de emprender el viaje. Y, entonces, las dos escuchamos, al mismo tiempo, el golpeteo del filo de un machete en las ramas más finas de los árboles y arbustos. Dio un manotazo desesperado. Me tomó del brazo y me empujó a un tupido follaje. Resbalamos. Nos abrazamos y sentí los latidos de su corazón cerca de mi cara. Me agarró fuertemente del brazo e hizo que lentamente nos acurrucáramos cerca del montículo de hojas y ramas verdes. Esperamos en silencio. Recosté mis manos en la tibieza húmeda de la tierra cubierta de hojuelas amarillas. Cerré los ojos y apreté mis dientes fuertemente. De repente empecé a escuchar pasos y susurros.

Levanté mi cabeza y entre las ramas vi a un grupo de dos hombres, una mujer y dos niños que se movían sigilosamente. De vez en cuando se detenían, conversaban y se daban vuelta a mirar hacia atrás. Uno de los hombres, que llevaba una escopeta en sus manos, silbó como si fuera un surucuá16. Mi madre se movió velozmente, se arrodilló primero y me ayudó a levantarme. No nos habíamos puesto de pie, aún, cuando ellos nos vieron. Se detuvieron. Nuestras manos extendidas ofreciéndoles agua hicieron que la mujer y los niños corrieran hacia nosotras.

La mujer tomó la vasija y como la prisa no le permitía abrir la cantimplora, me acerqué. Tiré del porongo17 el trozo de marlo18. Se lo pasé. Dio de beber a los niños, tomó un sorbo y rápidamente acercó la cantimplora a los hombres. Bebieron sin decir una sola palabra, solo miraban hacia los costados y para arriba como queriendo leer el mensaje que escribían el follaje de los árboles y el calor húmedo que comenzaba a sentirse.

Mi mamá tomó de su maleta un trozo de carne seca y se la dio a la mujer. Esta cortó un pedazo para sus hijos y para ella. Lo que quedó se lo alcanzó a uno de los hombres. Miré a mi madre, vi en su semblante cansancio, sueño y preocupación.

La marcha que continuaba con dos machetes más, pero con siete personas que necesitarían alimentarse, retomaba el rumbo. Uno de los hombres que llevaba un sombrero de cuero miró hacia la misma dirección que yo y de un solo machetazo cortó el cacho de caraguatá19, lo llevó colgando en su mano izquierda.

Yo no podía seguir. Tenía calor, se me cerraban los ojos y mis piernas parecían estar a punto de languidecer. Pensé en el patio de tierra, el corredor y la mesa de madera con una bandeja de batatas recién hervidas, tibiecitas. Sentí cómo una se despedazaba en mis manos y mi boca comenzaba a sentir el sabor seco y dulzón del tubérculo.

Recordé que la abuela, esa tarde en el patio, estremecida, me dijo:

Não vai ser fácil filhinha20 Mas vai ter que aguentar. A viagem vai ser longa, Vai ter que se acostumar. Não se afaste de sua mãe. Cuida dela para mim. Escuta o que lhe diz. Não embraveça jamais. Que mesmo sem dizer-lhe nada. Ela não quer é seu mal.

Intentaba reconstruir los versos que había escuchado de la boca de la anciana más querida de mi corta vida, cuando oí a mi mamá. Hasta su voz sonaba como la de la abuela. La miré y su sonrisa era igual…

Apure o passo menina21 Não queira me abandonar, Já caminhamos um trecho Só falta um pouquinho mais.

Y en mi mano dejó caer, como si fuera la tierra que íbamos a buscar, un puñado de” farofa” 22. La fui comiendo de a poco, para que no se acabara muy pronto y no me diera tanta sed.

Recuperé mis fuerzas. Me acerqué a los niños, pero enseguida nos separaron porque decían que no debíamos hablar.

Al lado de mamá, iba descubriendo unas minúsculas flores de variados colores y el reflejo de los rayos del sol que se filtraba entre las hojas de los árboles me dejó ver el celeste cielo que nos acompañaba.

Los hombres que iban adelante se quedaron inmóviles. El de la escopeta levantó la mano en señal de alerta. La mujer abrazó a sus niños y yo me prendí a la pollera de mamá. Sigilosamente corrimos hacia unos arbustos y nos mantuvimos sentados en cuclillas. De lejos los vimos. Un venado hembra con su cría avanzaba hacia nosotros, olía las hojas que se encontraban en el suelo. Mi corazón que se había disparado comenzó a tranquilizarse nuevamente.

El hombre del sombrero de cuero se detuvo, tomó su cuchillo y comenzó a desgranar los frutos del caraguatá. Contó hasta 5 y nos hizo una señal para que nos acercáramos. Yo llegué primero, pero él no comenzó a repartir las frutas hasta que no estuvimos los tres23. Mi boca se llenó de saliva cuando vi los frutos en mis manos. Las dos, llenas de jugosos y dulces frutos amarillos. El reflejo del sol los alumbró, justo cuando los miraba encantada. Parecían un puñado de bolas de oro. Mi mamá se acercó, tomó dos y los guardó en la maleta junto con las bananas. Agarré rápidamente los tres que quedaron y los devoré con muchas ansias, aunque el último me produjo un poco de picazón en la boca.

Tenía ganas de cantar, pero no podíamos emitir sonido.

No te olvides de los que nos quedamos

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