Читать книгу Escribiendo por el mundo - Noelia Truffa - Страница 10
Crónica de un almuerzo en Selçuk
Оглавление“¡Maradona!”, dijo después de unos segundos el dueño de un pequeñísimo restaurante en Selçuk, luego de preguntarme mi nacionalidad. Una sola palabra había unido nuestros mundos tan distantes y no quedaban dudas de que estábamos hablando del mismo rincón del planeta. Mientras tanto, el té turco que me estaba por regalar se calentaba en el fuego sin apuro, como si el factor tiempo hubiera desaparecido de la ecuación.
Llevábamos dos semanas viajando por Turquía cuando creía entender, más o menos, cómo funcionaba el mundo del famoso té turco. Pero estaba a punto de descubrir que todavía tenía un largo camino por recorrer.
Durante esas dos primeras semanas había observado que muchos de los restaurantes, cafeterías y teterías que más me gustaban en Turquía tenían unas cuantas cosas en común:
eran lugares muy chiquitos e íntimos, con un par de mesas nada más;
eran los lugares más auténticos, los que frecuentaba la gente local, en los que el idioma turco se escuchaba en la tele, en la radio, en la música de fondo y en la charla de la mesa de al lado;
eran atendidos por sus dueños, que en general eran una familia o parte de ella;
estaban cargados de una decoración —un poco excesiva para mi gusto— en la que cada elemento contenía parte de la vida y la historia de la familia que los habitaba, empezando por una buena cantidad de fotos de los dueños en otros momentos de su vida;
generaban la sensación de que los dueños no estaban trabajando. Parecían estar tan relajados y pasándola tan bien como en su casa que me costaba relacionar esa imagen con el concepto que yo tenía de trabajar.
Viendo la cantidad de veces que esos patrones se repetían, me surgió la idea de documentar esos lugares, por ejemplo, preguntando a sus dueños la historia del lugar y sacándoles una foto. Para eso tenía que vencer varias barreras. La primera y más fácil de resolver era la del idioma. La solucioné casi de manera instantánea escribiendo un texto en el que contaba quién era yo y lo que quería hacer, traduciéndolo al turco y guardando la traducción en el bloc de notas del celular. En el texto también explicaba que ellos podían responder oralmente en inglés, o bien escribir en mi cuaderno en turco. La posterior traducción al español corría por mi cuenta. Resuelto el detalle del idioma, tenía por delante la barrera que me parecía más difícil de superar: mi vergüenza y timidez.
A medida que los días pasaban, el plan me gustaba cada vez más, pero seguía sin animarme a cruzar ese límite y hacer lo más difícil para mí: hablar con la gente. ¿Podía ser tan estúpida como para dejar pasar una idea interesante solo por vergüenza? ¿Cómo salir de mi propio círculo vicioso? El viaje me tenía preparada una buena lección: a veces, para encontrar, hay que dejar de buscar. El rumbo de mi idea iba a cambiar por completo en Selçuk, una ciudad de treinta mil habitantes y con alma de pueblo en la provincia de Izmir, la última parada de nuestro recorrido por el interior de Turquía.
La ciudad de Selçuk es famosa por estar al lado de Éfeso, unas de las ruinas griegas mejor conservadas del mundo, y eso la convierte en una parada obligada para los amantes de la arqueología, como Omar.
Después de visitar las ruinas —incluso cuando no soy particularmente fanática de la arqueología— entendí gran parte de esa fama. Eran muy impresionantes. Pero, como suele suceder en el viaje, lo mejor de Selçuk no lo encontré ahí, en aquel recorrido establecido, sino justo cuando di un paso al costado.
Al día siguiente de la visita, mi capacidad de ver piedras y mármoles griegos estaba cubierta para rato. A Omar todavía le quedaba bastante cupo, así que decidimos dividir momentáneamente nuestros rumbos y hacer cosas diferentes. Museo de arqueología para él, caminata de exploración por Selçuk para mí, con el objetivo subyacente de encontrar algo para comer. Eran las tres de la tarde y el éxito de mi misión pendía de un hilo. La hora de la siesta estaba en todo su esplendor, la ciudadpueblo parecía estar sumida en un letargo infinito, lugares para comer incluidos, y la esperanza de encontrar algo abierto disminuía con cada paso. Para ese momento, mi proyecto de entrevistar a dueños de minirrestaurantes estaba moribundo y casi olvidado por completo.
Después de unos minutos de caminata por las callecitas dormidas, lo logré. Tardé un parpadeo en saber que era el correcto. Era muy chiquito, apenas más grande que cualquier habitación promedio. Adentro había un hombre de unos cuarenta y cinco años y una mujer un poco más joven que tenía el pelo cubierto con un hiyab (velo que, opcionalmente, usan las mujeres musulmanas cuando están en presencia de varones adultos que no sean de su familia inmediata) floreado y muy colorido, y que a todas vistas era su esposa. El lugar estaba vacío a excepción de ellos dos, que cuando me vieron entrar y sentarme parecieron ponerse tan felices como yo de que nuestros caminos se hubieran cruzado en ese horario imposible.
Al instante me trajeron la carta, pero no la necesité. Después de dos semanas en Turquía, ya tenía mi plato turco favorito: adana dürüm, una especie de roll, originario de la región turca de Adana, en el que un pan plano circular muy delgado se rellena con carne picada de ternera o cordero cocida al carbón en una brocheta, pedacitos de tomate, perejil picado, cebolla cruda y pimientos asados. Hice el pedido y pusieron todo en marcha como si yo hubiera sido la única clienta en una eternidad, tanto que hasta me sentía culpable por hacerles prender los fuegos y poner la maquinaria a punto por un solo adana dürüm, que costaba diez liras turcas (poco menos de dos euros).
Como tenían que hacer todo desde cero, la comida tardó bastante en llegar, pero lejos de molestarme disfruté cada minuto que pasaba como si fuera oro. Una parte de mí quería que el tiempo se detuviera y me quedara ahí, en ese rincón tan turco, rodeada de almohadones y alfombras, leyendo el libro que me estaba acompañando por esos días, La bastarda de Estambul.
Me moría de ganas de sacar fotos del lugar, de ese pedacito de paraíso que había encontrado, pero como era tan pequeño, íntimo y los dueños podían ver cada uno de mis movimientos, la idea de sacar fotos me pareció demasiado invasiva. Decidí ir por la opción del recuerdo y, observando cada detalle del lugar, me propuse sacar la mayor cantidad posible de fotos mentales que pudiera.
No puedo precisar si pasaron cinco, diez o treinta minutos, pero en algún momento llegó la comida y mi adana dürüm no podía ser más rico. Terminé de comer, pedí la cuenta, pagué y, aunque estaba disfrutando muchísimo de ese momento tan simple, empecé a prepararme para irme. El operativo almuerzo estaba cumplido con creces y ya no tenía nada más que hacer ahí. O eso era lo que la lógica me decía.
El hombre hablaba un inglés muy rudimentario, pero algunas palabras en aquel idioma que teníamos en común fueron suficientes para combinarlas con gestos y ofrecerme una taza del turkish tea que estaba preparando.
En turco, la palabra té se escribe çay, se pronuncia chai, y esa denominación tiene que ver con la historia de cómo la bebida milenaria llegó hasta aquellos lares. La idea de infusionar hojas de la planta del té en agua caliente para darle mejor sabor se originó en China alrededor del año 250 a. C., y a partir de ese momento se empezó a expandir hacia todo el globo. Pero el caracter chino que se usa para describir la palabra té tiene pronunciaciones diferentes según la lengua que se habla en las distintas regiones del país. En chino mandarín (hablado mayormente en el norte, centro y suroeste de China) se pronuncia chá, y en chino min (hablado mayormente en la costa del centro y sudeste) se pronuncia té. Estas dos pronunciaciones tan diferentes de un mismo caracter fueron las que derivaron en la forma de nombrar la bebida alrededor de todo el mundo, y sirven para saber desde qué parte de China cada país adquirió la costumbre del té. Derivados de la pronunciación té se encuentran en idiomas como el latín (thea), el malayo (teh), el inglés (tea), el afrikaans (tee), el francés (thé), el esperanto (teo), el irlandés (tae), el sueco (te) y el español (té). En cambio, derivados de la pronunciación chá están presentes en el esloveno (čaj), el checo (čaj), el kazajo (shai), el árabe (shāy), el búlgaro (chai), el griego (tsái), el uzbeco (choy) y el turco (çay).
Para terminar de convencerme, algo que le fue muy fácil, el hombre agregó que el té que me estaba ofreciendo era gratis, un regalo. Eso que para él era lo más normal del mundo, ofrecer un té, a mí me parecía un acto increíblemente generoso e inexplicable, e hizo que la sonrisa por ese regalo inesperado y más rico que cualquier delicia que pudiera imaginar fuera tan grande que no me entrara en la cara.
El té en Turquía es muchísimo más que una bebida, es una parte vital de su cultura. Se toma durante todo el día: antes, durante y después de las comidas, o simplemente como una excusa para reunirse. La religión de la mayoría de los turcos es el Islam y, como el consumo de alcohol está prohibido según el Corán, en Turquía (como en muchos otros países donde la mayoría de la población es musulmana) en lugar de juntarse en un bar a tomar una cerveza, la gente se reúne en una tetería y comparte un té como bebida social. Tanto en el hogar como en un restaurante, convidar a alguien una taza de té es un símbolo de amistad y hospitalidad.
Mientras el té se calentaba en el fuego y la mujer estaba en su mundo sin participar mucho de la escena, el dueño y yo tuvimos tiempo para seguir conociéndonos y entrar en confianza. Me preguntó si era estudiante. Me reí para mis adentros y pensé en qué bueno sería estar recorriendo el mundo mientras se es estudiante, con veinte y pocos años; al mismo tiempo me sorprendí porque aquella ocupación haya sido la primera que se le vino a la cabeza. Respondí que no, que hacía rato no era estudiante y que si bien oficialmente era arquitecta, ahora quería ser escritora. Cuando esas palabras salieron de mi boca, reapareció como un destello aquella idea que tanto me gustaba y tan imposible me había parecido: hablar y retratar a dueños de restaurantes turcos, algo que ahora estaba pasando tan naturalmente que ni siquiera me había dado cuenta. Cuando finalmente el té estuvo listo —y muy caliente— el hombre lo trajo a mi mesa.
El té turco se prepara en unas teteras dobles, de dos pisos, y su preparación es todo un ritual. En la tetera de abajo se pone agua, en la de arriba té negro en hebras. Se lleva al fuego y, cuando el agua hierve, se separan las dos teteras y la tetera que tiene las hebras se llena con agua hirviendo. Después la tetera inferior se rellena con más agua, encima de esta se coloca la tetera que contiene el té, y se vuelve a llevar al fuego, hasta que el agua vuelva a hervir.
Servirlo también tiene toda una técnica y hasta incluye unas tazas especiales. Las tazas de té en Turquía son muy chiquitas, de vidrio transparente, forma curvada y sin asa. La taza viene siempre apoyada sobre un platito que hace juego y, para no quemarse vivo, se agarra con el pulgar el borde superior de la taza y con el dedo mayor la parte inferior del plato, que hace las veces de barrera anticalor. La lógica de usar este tipo de tazas, que a simple vista parecen tan hermosas como poco prácticas, está en que al tener tan poca capacidad, la bebida siempre va a estar caliente, como debe ser, y la forma curva colabora con ese objetivo. El material, vidrio transparente, tiene como función dejar ver la intensidad del té, algo muy importante y que se puede regular sirviendo más o menos contenido de té concentrado (de la tetera superior) y completándolo a gusto con agua hirviendo (de la tetera inferior).
Cuando mi taza de té —y todo el ritual que involucraba— llegó a la mesa, la agarré con platito y todo y le saqué una foto, usando como fondo una de las alfombras que formaban parte de la decoración de esta y de otras millones de teterías turcas que comparten esa estética oriental que me encanta.
No lo expresaron con palabras, pero sentí que se pusieron felices al verme tan ilusionada con el té de regalo, con la alfombra y con toda la situación. Después de la sesión de fotos, cuando ya había más confianza, el hombre se acercó para ver la tapa de mi libro. No entendió el título porque estaba en español, pero reconoció la palabra Estambul y el arte de tapa en el que aparecía una mezquita y una granada clavada en el minarete (torre anexa a una mezquita desde donde se convoca a los musulmanes a la oración). Señaló el libro con una mezcla de orgullo, felicidad y una sonrisa que me dejaba verle todos los dientes. Ese era su país y yo estaba leyendo sobre él.
Sin decir nada se fue hacia el fondo del local y desapareció de mi campo visual. Volvió unos segundos después con una granada en la mano, idéntica a la que estaba en la tapa de mi libro. La puso al lado y, con cero palabras y muchos gestos, me dio a entender que estábamos en la misma sintonía, que esa era la misma fruta. Yo nunca había comido una granada, ni siquiera había tenido una en la mano, así que verla en la tapa del libro había sido mi relación más cercana con una granada hasta ese momento. Le correspondí con la misma ilusión y alegría y saqué una segunda foto, ahora de mi libro, del té y de la granada recién llegada.
La escena siguiente sucedió como por arte de magia, como si mi mente se hubiera apagado por un momento. “¿Foto?”, pregunté con un tono que no necesitaba respuesta, al mismo tiempo que los señalé a ambos. Aceptaron sin dudarlo y se pararon separados a un metro uno del otro. Les hice un gesto para que se juntaran. El hombre se puso adelante, la mujer detrás de él, sin tocarlo. Clic.
Mi proyecto se había concretado (casi) sin que me diera cuenta. Tenía una foto de una pareja de turcos, dueños de un restaurante, que parecían tan encantados de conocerme como yo a ellos. Después de eso ya habíamos cruzado todas las barreras y el hombre me pidió que nos sacáramos una foto los tres. La mujer, que no hablaba inglés en absoluto pero también había entrado en confianza, me hizo gestos para que le mostrara las fotos en el celular y ambos sonrieron felices mientras el carrete digital avanzaba.
Estaba en una especie de éxtasis multicultural, y con esa sensación y una sonrisa que no me cabía en el cuerpo estaba lista —ahora sí— para irme. Me levanté de la mesa y empecé a abrigarme para volver a la calle como había entrado, con el libro en la mano. Pero el hombre quería que me llevara algo más, como si el recuerdo de todo lo anterior no fuera suficiente. “¡Para vos!”, dijo agarrando la granada que, según yo había interpretado, era solo de utilería. Agradecí tantas veces como pude, en turco, en inglés, con la mirada, con la sonrisa, con toda mi persona.
Caminé el kilómetro que me separaba de nuestro alojamiento abrazando muy fuerte mi tesoro contra el pecho y pensando cómo un gesto tan pequeño podía significar tanto y unir dos mundos tan diferentes.
En ese momento, dos semanas después de haber empezado el viaje, confirmé lo que sospechaba: que el mundo era un lugar hermoso y que quería recorrerlo para conocer gente como esa pareja de turcos que tenían un restaurante muy chiquito en Selçuk y me regalaron una granada.