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M y M (macrodecisiones y Madrid)

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—¿Y ahora qué van a hacer? ¿Cuánto tiempo se van a quedar en Madrid? —nos preguntó el primo de Omar que nos iba a hospedar en su casa de la capital española por tiempo indefinido, cinco minutos después de que habíamos llegado.

—Todavía no sabemos, vamos a ver… —respondimos de la manera más elegante que pudimos, dejando la puerta abierta a las muchas repreguntas que vendrían después. La realidad era que estábamos a un millón de años luz de conocer la respuesta a esa y a tantas otras preguntas.

Cuando llegamos a Madrid, el tono que había tenido el viaje hasta ese momento cambió por completo. Los días en Turquía habían sido en realidad una escala larga —larguísima—, que no habíamos planificado, pura cortesía de Turkish Airlines. Habíamos comprado los pasajes para el tramo Buenos Aires – Madrid con escala en Estambul a la vieja usanza, en la oficina de la aerolínea, y al momento de comprarlos nos encontramos con una sorpresa: podíamos elegir la duración de la escala y, por responder algo a aquella novedad que nos agarró totalmente desprevenidos, elegimos que fuera de tres semanas.

Madrid, en cambio, era formalmente el primer destino del viaje. A partir de ese momento no teníamos más pasajes de avión comprados, éramos ciento por ciento libres de elegir los próximos pasos y… no teníamos ni la más puta idea de cómo o hacia dónde seguir.

Terminados los días de gracia en Turquía, Madrid era nuestro kilómetro cero y ya desde antes de llegar tenía un plan perfectamente diseñado en mi cabeza que, creía, no podía fallar. Al entrar a España con pasaporte argentino me darían noventa días de visado turístico. Los primeros treinta los pasaríamos felizmente en Madrid, un lugar que ambos amábamos, o bien viajando por distintas partes de España, si surgía esa posibilidad. En algún momento dentro de esos primeros treinta días me avisarían que mi ciudadanía italiana estaba lista. En ese momento emprenderíamos el camino a Italia y usaríamos los sesenta días restantes para tramitar mi documento y pasaporte. Habiendo terminado el papelerío, seríamos muchísimo más libres —ahora sí— para decidir qué camino tomar.

Así, con un plan mental armado como un rompecabezas de madera hinchado en el que las piezas encajan a presión, llegamos a Madrid. No había ninguna certeza grabada en piedra de que el plan iba a funcionar, pero tampoco había muchas más opciones y no me quedó más que autoconvencerme de que así sería. Lo único que tenía como garantía era una promesa vaga que la funcionaria de turno del consulado italiano en Buenos Aires me había hecho exactamente dos años atrás, cuando presenté mi trámite y pregunté cuánto iba a tardar el proceso.

—Entre doce y dieciocho meses —respondió sin inmutarse lo más mínimo, sin una pizca de lamento, como si esa cantidad de tiempo fuera un abrir y cerrar de ojos.

Habían pasado más de veinticuatro meses desde aquel día y mi mundo había cambiado por completo: ya no estaba en Buenos Aires haciendo mi vida mientras la ciudadanía llegaba a paso de caracol, sino recién llegada a Madrid, con un visado de noventa días de estadía permitida, y una promesa burocrática que hacía tiempo había caducado.

Cada día sin novedades hacía que mi plan ideal se alejara cada vez más, como si tuviera la solidez de un castillo de arena que podía derrumbarse con el primer imprevisto. Había diseñado un plan que cuadraba por todos lados y, al mismo tiempo, no tenía el más mínimo margen de maniobra.

Paralelamente al tema de mi ciudadanía que no salía y del visado Schengen que seguía corriendo, Madrid estaba ahí, como si nada, esperando que tuviéramos un poquito de espacio mental para disfrutarla. Era mi tercera vez en Madrid y la número mil millones para Omar, así que, aunque cada uno a su modo, la sentíamos como una segunda casa.

Yo la había conocido siete años antes, en mi primera visita a Europa, uno de esos viajes maratónicos en el que a Madrid le habían tocado —con muchísima suerte— cuatro días dentro de los treinta que tenía disponibles para tildar la mayor cantidad de lugares posibles en el mapa de un continente al que no sabía cuándo iba a poder volver.

Mi segunda vez allí fue cinco años después, y Madrid fue la última parada de un viaje por España y Finlandia para conocer a las familias paterna y materna de Omar, respectivamente. Esa vez, Madrid no había tenido tanta suerte como la anterior y le habían tocado apenas dos días.

La primera vez me fui llorando, sin querer irme y pensando cómo podía convertir ese deseo tan fuerte de quedarme de aquel lado del mundo en realidad. La segunda me fui igual y jurando que era la última vez que pisaba Europa con un pasaje de vuelta a Argentina. Esta era mi tercera vez y la promesa que había hecho un año y medio atrás en Madrid se había cumplido: no había ningún pasaje de vuelta.

La idea de pasar un tiempo largo en Madrid (más largo que los seis días que había pasado sumando las dos visitas anteriores) me parecía exquisita, aunque la incertidumbre que reinaba en el aire hacía que todo fuera un poco más gris de lo que hubiera querido. Aun así, Madrid no se daba por vencida. Cada vez que me tomaba un ratito para recorrerla, su encanto funcionaba como un filtro que me hacía ver todo de otro color. Cuatro días después de haber llegado, publiqué este texto:


Caminar por Madrid es que te duela el cuello por ir con la cabeza todo el tiempo hacia arriba, mirando esos balcones que parecen continuar hasta el infinito.

Es también un asegurado dolor de piernas, por subir y bajar esas cuestas suaves pero continuas, una y otra vez, sin descanso.

Es una invitación segura a perderse por esas callecitas con nombres poéticos que vienen y van, que terminan inesperadamente o que siguen por sorpresa.

Caminar por Madrid es todo. Es la ciudad que se siente como casa desde el primer día y desde la primera vez. Es ese lugar que ya conocía y amaba antes de llegar, que ya había visto tantas veces en películas e imaginado tantas veces escuchando canciones. Es la ciudad que me encanta escuchar y disfruto tanto con cada palabra de su gente. Y a pesar de sus cuestas y su todo, es la ciudad en la que más amo caminar. Qué lindo es estar en Madrid, ¡siempre!


Una semana después de haber llegado a Madrid, y como seguía sin noticias de mis cuestiones burocráticas, empezamos a considerar la idea de que mi plan podía fallar y empezamos a pensar en las más variadas y diferentes opciones sobre cómo avanzar. Por las dudas que sirviera para algo, nos suscribimos a Nomador, una plataforma para hacer housesitting sobre la que habíamos leído al pasar.

Sabíamos que el housesitting era un sistema para cuidar casas en todo el mundo pero, aunque conociéramos un poquito de la teoría, éramos nuevos y todo estaba por aprender. Dos días después de estrenada la suscripción, encontramos un housesitting en Granada, España, que nos pareció muy interesante y nos postulamos. El único contratiempo era que, en caso de suceder, el housesitting iba a ocupar el último tercio de mis noventa días de visado. Si optábamos por esta opción, apenas terminaran esos noventa días tendríamos que salir del Espacio Schengen durante otros noventa y recién después de ese tiempo podríamos volver a entrar. Eso era lo que permitía mi pasaporte argentino, que para ese entonces seguía siendo el único que tenía.

La nueva opción tenía sus pros y sus contras. Empezar a hacer housesitting nos sonaba bien, era algo que estaba muy arriba en nuestra agenda viajera y lo queríamos probar lo antes posible. Por otro lado, tener que pasar noventa días haciendo tiempo en algún lugar satélite alrededor del Espacio Schengen no parecía tan atractivo. Apenas un mes de viaje entre Turquía y España me había hecho pensar que eso de viajar por el mundo era increíblemente más complicado de lo que había imaginado y se parecía a estar haciendo malabares con clavas de cristal.

Tres días después de la postulación recibimos el primer mensaje de Suzanne, la dueña de casa. Nos contaba algunos detalles más sobre el housesitting, como de qué raza era cada perro y cosas así. Respondimos que todo sonaba genial y le preguntamos cómo era manejarse en la zona sin auto, porque la casa estaba en la montaña y aislada de todo. Nos respondió diciendo que no nos preocupáramos por eso porque íbamos a tener un little car a disposición para lo que necesitáramos. Le dijimos que por nuestra parte estaba todo claro y no veíamos la hora de que empezara el housesitting. Después de mandar ese mensaje, todo lo que siguió fue un día de bloqueo, incertidumbre, indecisión. ¿Cómo seguir? ¿Estamos eligiendo la opción correcta? ¿Cómo es esto de vivir viajando? ¿Cómo es esto de recorrer el mundo? ¿Lo vamos a poder hacer? Preguntas por el estilo me daban vueltas en la cabeza desde que habíamos llegado a Madrid, y ese día sonaron más fuerte que nunca.

Mientras tanto, Madrid, una de mis ciudades favoritas del mundo, seguía ahí y yo la amaba cada día un poquito más, aunque tenía muy poco espacio mental para dedicarle. Amaba el mundo del flamenco, que en Madrid florecía en su máxima expresión, el vermú de cada día acompañado de sus respectivas tapas, las librerías, las cafeterías de especialidad, las papelerías en las que me hubiera comprado todo, los bares de toda la vida, el mercado de El Rastro. Amaba a los senegaleses que tocaban en la calle una música capaz de hacer mover hasta un poste de luz y estaban vestidos con sus ropas de domingo, más coloridas que cualquier textil que hubiera visto antes. Amaba los miles de plazas por todos lados en las que me senté a leer, a escribir, a comer un bocadillo, a disfrutar de la tibieza del sol de un invierno con cara de primavera, a ver algunas personas que usaban zapatos muy cool y otras sin zapatos, a escuchar a alguien tocar el saxo, a tener mucha gente alrededor que hablaba muchos idiomas distintos. Amaba el chocolate con churros, un clásico de España que vale la pena probar una vez en la vida —no más, porque es demasiado empalagoso—, los sándwiches tostados gigantes de lacón y las croquetas de Melos, un bar de gallegos repleto a todas horas del día y especialmente lleno de gente de joven y estudiantes atraídos por los precios amigos. Amaba Lavapiés, el barrio multicultural de Madrid por excelencia y mi favorito, donde me cruzaba con mujeres usando hiyab, con restaurantes de comida india y senegalesa, con tiendas que vendían productos rarísimos de Asia, África y América, con carnicerías que tenían el cartel de halal (conjunto de prácticas permitidas por la religión islámica), con verdulerías que se llamaban Abdul y vendían frutas y verduras que nunca había visto, con locales de ropa, telas y productos africanos que no escatimaban ni un poco en estampados chillones.

Pasaron tres días antes de la siguiente respuesta de Suzanne, como si el universo hubiera adivinado que necesitábamos un tiempo para que las ideas decantaran. Nos preguntaba cuánta plata esperábamos a cambio del housesitting y eso nos desconcertó por completo. Teníamos entendido que en el housesitting no había dinero de por medio. ¿Por qué entonces nos estaba preguntando eso? ¿O habíamos entendido todo mal?

Le respondimos que no esperábamos ninguna retribución económica, intuimos que estábamos cerca de cerrar el trato y tomamos internamente la decisión de ir por esta opción que, aunque tenía sus riesgos, nos parecía la mejor.

El día siguiente nos despertamos con la sorpresa de que Suzanne, que casi siempre se tomaba su buen tiempo para responder, lo había hecho más rápido que nunca y nos había confirmado el housesitting. No lo podíamos creer. Teníamos nuestro primer housesitting y empezaba dentro de un mes. Ahora tocaba decidir qué hacer en el medio.

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