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Córdoba y la lluvia

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En el poco tiempo que llevábamos de viaje ya había aprendido muchas lecciones, una de ella era desnaturalizar. Había entendido que aquello que es “normal” en un lugar, eso que toda la vida fue de la misma forma y ya nadie se cuestiona, a lo que no prestamos atención, puede ser lo más extraño del mundo en otro lado. Había aprendido a apreciar con detenimiento esas diferencias, que podían ser pequeñas o enormes, y eso me resultaba increíblemente enriquecedor.

Cuando llevábamos cuarenta y cuatro días en España, repartidos entre Madrid y Córdoba, llovió por primera vez. Fue una lluvia muy tímida y suave, nada comparada con una lluvia torrencial como podría suceder en el trópico. Un ratito a la mañana y un ratito a la tarde. Fin. Para mí, que había vivido toda mi vida en Buenos Aires (uno de los lugares más húmedos que conozco), la lluvia y la humedad constante en el aire nunca habían sido elementos destacables, simplemente estaban ahí, a veces más, a veces menos, y el agua, de una forma u otra, era parte de la vida cotidiana. En cambio, en Córdoba (y en general en toda la región de Andalucía), la escasez de agua es un problema grave y cada gota que cae del cielo tiene valor. Las plantas, la gente, las calles, todos están agradecidos cuando llueve. Y a mí, que ahora estaba en ese lado del mundo y entrenando toda una gama de nuevas sensaciones, me pasaron dos cosas en ese día lluvioso: me sorprendí lo suficiente como para documentarlo —con fotos y tinta— y me acordé un poquito de Buenos Aires.

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