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Housesitting, crónica de novatos
Оглавление“¿Ustedes se marean en rutas de montaña?”, nos preguntó Suzanne apenas abandonamos el confort de la autopista para meternos tierra adentro y arriba. Los primeros quince minutos de viaje se habían sentido como estar volando en una alfombra de seda que iba serpenteando con cada recodo del Mediterráneo. Pero eso había terminado. Por suerte para nosotros, respondimos que no, que no nos mareábamos. Curva, montaña, curva, subida, distintos tonos de verde, curva, subida, almendros, curva, pueblos blancos, subida, curva. Estábamos llegando a La Alpujarra Granadina y todavía no lo sabíamos.
Cuando empezamos a soñar con vivir viajando sin límite de tiempo, no sabíamos muchas —muchísimas— cosas, pero algo estaba claro: había que hacer lo posible por reducir gastos. Investigando cómo llevar eso del plano de los sueños a la realidad, notamos que algunas palabras empezaban a repetirse entre viajeros que habían hecho o que estaban haciendo algo similar, y muchas se fueron grabando en nuestra recién nacida memoria viajera. Una de ellas era housesitting.
El housesitting es uno de los tantos ejemplos que existen de una tendencia en aumento: la economía colaborativa, otro término nuevo que en el viaje se iba a hacer cada vez más frecuente. La economía colaborativa es un intercambio de bienes o servicios basado en la solidaridad, el ahorro y el beneficio mutuo, sin dinero de por medio. Es muy importante destacar el concepto de beneficio mutuo, pilar que se ve claramente reflejado en el housesitting, en el que una de las partes tiene una casa, departamento o algún tipo de propiedad que la otra se ofrece a cuidar mientras la primera se va de viaje. Esta necesidad puede surgir por varios motivos: mascotas que necesitan atención, un jardín que requiere mantenimiento, o, simplemente, dueños que no quieren dejar su propiedad vacía mientras no están. Y ahí entramos nosotros, la segunda parte de esta relación, los que soñamos con viajar por el mundo y que nuestra economía no muera en el intento.
Todo esto sucede a través de distintas plataformas online y con una enorme cuota de confianza que ambas partes depositan en la otra. Es una situación win-win por donde se la mire: los dueños pueden irse tranquilos sabiendo que su casa queda en buenas manos y nosotros tenemos un hogar provisorio en alguna parte del mundo.
Antes de empezar a hacer housesitting, toda esa teoría nos sonaba demasiado buena para ser verdad. Frases como “sin dinero de por medio” o “beneficio mutuo” eran música para unos oídos que no podían creer lo que estaban escuchando. Sabíamos que el alojamiento sería uno de los mayores gastos a cubrir y si esto del housesitting era realmente tan bueno como parecía, íbamos a poder ahorrar nuestro recurso más escaso del viaje (plata) y cambiarlo por nuestro recurso más abundante (tiempo).
Habíamos leído por ahí que el primer housesitting era el más difícil de conseguir, y así fue. Pero no porque fuéramos nuevos en el tema, ni porque tuviéramos un perfil recién creado y sin referencias. No. De hecho, la parte técnica de conseguirlo fue lo más fácil. Lo que nos resultó difícil fue compaginar las mil millones de opciones que había sobre la mesa, elegir un plan de viaje que cuadrara con los visados que teníamos (y que no teníamos), creer en él y seguirlo. Nuestro primer housesitting cumplió ese papel que tanto necesitábamos, el de ser un faro organizador, la luz que guio nuestro camino y nos permitió escribir los capítulos que vendrían.
Nos encontramos con Suzanne, la dueña de casa, en Motril, una ciudad de la costa granadina perteneciente a la región de Andalucía, en el sur de España. Suzanne tenía unos cincuenta años y el pelo rubio platinado increíblemente cool, muy corto y peinado hacia arriba como si estuviera recién salida de un video ochentoso de Depeche Mode. Además, tenía uñas de manicura demasiado perfectas que no encajaban con la descripción de alguien que vive en el campo. Nos caímos bien al instante y emprendimos el viaje de una hora en auto que teníamos por delante.
A mitad de camino, para empezar a mimetizarnos con el entorno que nos rodeaba y hacer honor a las costumbres locales, paramos en un bar perdido entre las montañas a tomar una copa de vino que venía con albóndigas para picar. Fue el momento perfecto para empezar a enterarnos de más cosas sobre nuestra anfitriona, de la que sabíamos poco y nada.
Suzanne era alemana y, aunque todavía era muy joven, ya se había jubilado y había elegido el sur de España como lugar para su retiro, donde el clima era mucho más benévolo que en Alemania y podía tomarse una copa de vino con una tapa por dos euros. Estaba feliz en su nueva casa y no le gustaba nada la idea de tener que irse. Solo lo hacía porque estaba por nacer un nieto en Alemania. También nos enteramos de que Ben, su marido, trabajaba en la embajada de Alemania en Afganistán, así que solo venía a España unas cuatro o cinco veces al año y la mayoría del tiempo vivían separados. Suzanne decía (un poco en chiste y bastante en serio) que ni loca se mudaba a Afganistán para vivir con Ben, lugar al que definía como ugly country. Y aunque lamentaba que estuvieran separados la mayor parte del tiempo, decía que alguien tenía que trabajar para pagar su estilo de vida, lo que incluía ser una jubilada prematura en el sur de España, y ese alguien era Ben. Terminados el vino y las albóndigas, seguimos camino.
De la casa sabíamos solo la ubicación aproximada, y cuándo iba a terminar el viaje era todo un misterio. Un rato y muchísimas curvas después, alcanzamos los mil doscientos metros sobre el nivel del mar, entramos en la zona de La Alpujarra Granadina y llegamos al que sería nuestro hogar por las próximas cinco semanas.
En el año 711 d. C. los musulmanes, que venían ganando territorios a lo largo de todo el norte de África, entraron en la Península Ibérica por el Estrecho de Gibraltar. En apenas siete años lograron conquistar casi toda la península, a excepción de unas pocas zonas montañosas del norte. El territorio conquistado fue bautizado como AlÁndalus. A partir del año 722 d. C. empezó el período que se conoce como Reconquista, durante el cual los reinos cristianos fueron avanzando desde las montañas del norte de la península hacia el sur, reconquistando todo a su paso. Así, la frontera de AlÁndalus fue trasladándose cada vez más hacia el sur y su territorio fue reduciéndose cada vez más.
En 1492 cayó Granada, la última ciudad en poder de los musulmanes, y esto puso fin a la Reconquista, que había durado setecientos setenta años. A partir de ese momento, toda la península pasó a ser gobernada por reyes cristianos. Finalizada la Reconquista, a los moriscos (como se conoce a los musulmanes de AlÁndalus) que habitaban la península se les dio la opción de convertirse al cristianismo. Algunos lo hicieron, pero aquellos que tenían creencias mucho más arraigadas prefirieron refugiarse en las montañas al sur de la ciudad de Granada, la zona de La Alpujarra Granadina, donde habitaron hasta que fueron definitivamente expulsados de la Península Ibérica, entre los años 1609 y 1613. Así, La Alpujarra Granadina fue la última zona de la península con presencia musulmana y su influencia se puede observar hasta el día de hoy, especialmente en su arquitectura y planificación urbana, que se caracteriza por ser increíblemente orgánica. Los pueblos en forma de laberintos blancos se adaptan a la geografía montañosa del entorno como si hubieran sido hechos el uno para el otro, algo muy presente también en la arquitectura de algunas zonas de Marruecos, que tuvieron la misma influencia.
Recién cuando el auto paró supimos que estábamos ahí. Y para una fanática de la historia de ese período, una estancia de cinco semanas en el corazón de La Alpujarra Granadina era lo mejor que podía pasar.
Apenas entramos, Suzanne fue a buscar a las perras, que estaban en el piso de abajo, y nosotros nos quedamos solos unos minutos. Nos miramos y, sin que hicieran falta palabras, empezamos a saltar de alegría. No podíamos creer lo que estábamos viendo, dónde estábamos y que nosotros éramos los protagonistas de esa historia que acababa de empezar. El aviso al que nos habíamos postulado no tenía fotos del interior de la casa y las del exterior dejaban mucho a la imaginación, así que todo era una sorpresa, y una muchísimo mejor de lo que habíamos podido imaginar.
Era un cortijo (nombre que se les da a las casas de campo en España) y estaba literalmente en medio de la nada. Ese había sido uno de los grandes atractivos para que Suzanne y Ben decidieran comprarla, que no hubiera vecinos. Todavía se podía leer el nombre mal escrito en español que la casa había heredado de sus antiguos dueños ingleses y que nos recibió en la puerta: Cortijo del Cabra.
El espacio donde estábamos, que hacía las veces de cocina, estar y comedor, era de una estética simple, muy amplio, con buen gusto puesto en cada detalle y, de yapa, algunas alfombras afganas que le daban el toque justo de exotismo. El espacio era rectangular y tenía ventanas a ambos lados, desde las cuales se veían dos paisajes totalmente diferentes.
En la cara norte algunos pueblos blancos salpicados en las laderas de las montañas y el pico nevado de Mulhacén, dentro del Parque Nacional de Sierra Nevada, que con casi tres mil quinientos metros de altura es el más alto de la Península Ibérica y el segundo más alto de España. En la cara sur, más y más colinas, plantaciones de almendros, viñedos y verde hasta donde llegaba la vista. Todas las dudas que alguna vez habíamos tenido sobre los planes habían desaparecido por completo y parecía que hacer ese housesitting había sido definitivamente una buena decisión.
En el tiempo que llevábamos viajando habíamos pasado por ciudades enormes, como Estambul y Madrid, a las que amé conocer y reencontrar, respectivamente. Después siguieron ciudades más chicas, como Córdoba, con un casco histórico que casi parecía un pueblo. La siguiente parada fue en un pueblo de verdad, Frigiliana, el lugar más pequeño en el que había estado en mi vida, con apenas tres mil habitantes. Un poco por casualidad (¿o no?) el recorrido se había dado en esa dirección y habíamos ido de lo más grande a lo más pequeño. Pero la escala no terminaba ahí y ahora teníamos por delante cinco semanas en un cortijo en medio de la nada. Nunca había estado en un lugar tan remoto, y menos durante tanto tiempo. No podía imaginar cómo sería eso. No sabía si iba a ser aburrido, desolador, si íbamos a extrañar los ruidos de la ciudad. Había que esperar para ver.
Minutos después de llegar conocimos a Ella, Alma, Anne, Patty y Scarlett, las cinco perras que íbamos a cuidar y motivo principal del housesitting. Amor perruno a primera vista. Un rato después conocimos a Ben, que justo por esa fecha estaba en una de sus visitas a España.
Todavía seguíamos sin saber un montón de cosas, por ejemplo, cuándo se iban Suzanne y Ben. Nos enteramos de que lo normal es que los dueños pasen algunos días junto con los housesitters para explicarles todo sobre el funcionamiento de la casa, hacer la adaptación con las mascotas, presentar a los vecinos de confianza, conocer lugares importantes como el supermercado o el veterinario.
La adaptación duró un día y medio y durante ese tiempo tomamos nota de todo lo que teníamos que hacer, que no era poco. Había un montón de información en el aire y cada detalle era una extrañeza. Además de todas las rutinas relacionadas con las perras, como cantidad y horario de las comidas y paseos, la casa tenía un montón de tecnologías que nunca habíamos usado: electricidad y agua caliente a través de paneles solares, estufa de pellets (pequeños pedacitos de madera que funcionan como combustible) a control remoto, aspiradora que en lugar de bolsa tenía un pequeño depósito de agua. Tecnología alemana en medio de La Alpujarra Granadina.
Los primeros días después de la partida de Suzanne y Ben los pasamos mirando los apuntes todo el tiempo. Para el final de la semana esas rutinas que habían sido tan novedosas al principio se convirtieron en algo tan natural como si las hubiéramos hecho toda la vida y los apuntes quedaron relegados a un rincón.
El tiempo en el campo pasaba diferente, era naturalmente más tranquilo y relajado. Nos despertábamos a la misma hora que en Buenos Aires, siete y media de la mañana, pero con el canto de los pajaritos y algún que otro ladrido como despertador. Lo primero era desayunar y dar de comer a las perras. Después, en medio de alguna que otra tarea básica del mantenimiento del cortijo y un poco de escritura, dibujo o edición de fotos, hacíamos entre dos y tres paseos por la montaña con las perras, rodeados de una belleza descomunal, paseos que todos disfrutamos al máximo, ellas y nosotros.
El ritmo de todas esas actividades estaba ciento por ciento marcado por la naturaleza, el sol, la lluvia, el viento. El propio funcionamiento de la casa estaba regido por la naturaleza. Había que adaptarse a las horas de sol y gastar la mayor cantidad de electricidad que necesitáramos mientras hubiera luz y no durante la noche, cuando teníamos que hacer lo contrario y ahorrarla. Usar el lavarropas o pasar la aspiradora pasaron a ser tareas obligatoriamente diurnas. De alguna manera, al estar en un entorno en el que lo único que veíamos era naturaleza, unas rutinas tan conectadas con lo que nos rodeaba tenían todo el sentido del mundo. Una vez que el sol se ponía era el momento para otras cosas, como mirar una película en el sillón, acurrucados con las cinco perras encima y con la estufa de fondo.
El supermercado más cercano estaba a seis kilómetros de montaña, así que no era un viaje para hacer todos los días. Aprendimos como nunca a hacer compras eficientes y a muy largo plazo. Lo que sí teníamos a mano era una provisión gratuita de almendras que sacábamos de los cientos de árboles que había en el barrio. Eso me hacía pensar que para la gente de la ciudad, como yo, es más o menos normal no tener idea del origen de los alimentos que consumimos. O por lo menos era normal para mí, que nunca había visto cómo era un almendro (ni en vivo ni en fotos). Tampoco había comido almendras tan frescas, recién sacadas del árbol. La diferencia con respecto a las almendras de toda la vida es como un giro de ciento ochenta grados. Una textura, una suavidad, un sabor tan delicioso y diferente que parecía mentira que fuera el mismo fruto. Tenía mucho por aprender y, una vez más, el viaje me resultaba la mejor escuela posible.
En este housesitting también fue la primera vez que tuvimos auto incluido en el trato. Aquel little car del que nos había hablado Suzanne era un Mini Cooper descapotable.