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Córdoba, colección de novedades

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“¡Entonces nosotros tenemos que aparecer en el libro!”, dijo uno de los tres seminaristas latinoamericanos con los que viajábamos cuando le conté que quería escribir un libro sobre mis experiencias explorando el mundo. Sus dientes blancos brillaban como estrellas en un cielo de piel caribeña. Le respondí que sí, que sin duda iban a aparecer. Era la primera vez que viajábamos con Omar a dedo y lo iba a recordar para siempre.

Córdoba se ganó un lugar en nuestra ruta por pura casualidad. Desde que Suzanne nos había confirmado el housesitting nos habíamos dedicado a hacer todo tipo de planes para rellenar ese mes que se veía como una página en blanco entre Madrid y Granada. Durante varios días hubo —como ya venía siendo costumbre— un montón de opciones sobre la mesa. El lugar nos daba más o menos lo mismo, lo que más nos importaba era cómo hospedarnos. Las premisas eran no pagar alojamiento y no desviarnos demasiado de la ruta hasta Granada. Eran momentos de novedades, de cosas nuevas, y ya que en unas semanas íbamos a probar el housesitting, pensamos que ese tiempo de relleno era una buena oportunidad para probar otro pendiente: el trabajo voluntario.

Sabíamos que el trabajo voluntario era un sistema de intercambio de hospitalidad por el cual una parte aportaba horas de trabajo a cambio de alojamiento y, a veces, también de comida. Todas las condiciones (cantidad de horas, tipo de alojamiento, cantidad de comidas incluidas, etcétera) dependían de cada caso.

Nos suscribimos a la plataforma Workaway y aplicamos a unos cuantos avisos que estaban más o menos en el camino. Nos aceptaron en uno en el que el trato era quince horas de trabajo semanales a cambio de alojamiento en una habitación privada. Y así, por puro azar, apareció Córdoba en el viaje, del mismo modo que nosotros en ella. O al menos así se sintió estar en Madrid y aparecer en Córdoba sin haber tomado un bus, un tren o un avión.

Recorrimos los primeros cuarenta y ocho kilómetros con Javier, un colombiano que vivía en España hacía dieciocho años y había viajado muchísimo a dedo durante su juventud. Los siguientes trescientos treinta y siete, con los que llamamos “los tres ángeles del camino”, que aparecieron en forma de tres seminaristas de El Salvador, Nicaragua y Guatemala, viajando en un minibús con un montón de asientos vacíos.

En el camino que separa Madrid de Córdoba aprendí muchas cosas sobre los cuatro países de nuestros cuatro acompañantes, países que estaban más cerca de Argentina que de España y que, sin embargo, yo no conocía. Recordé que para eso quería viajar en general y a dedo en particular, para demostrar(me) que era posible, para escuchar historias, para ver el mundo desde muchas perspectivas diferentes.

Antes de llegar a Córdoba no sabíamos nada sobre la ciudad. Esto para mí era una particularidad: era la primera vez que iba a un lugar sin saber nada de él, más allá de que había una mezquita. Ni siquiera había visto un mapa de la ciudad. No sabía si era grande, chica, si nos iba a resultar interesante o aburrida desde el día uno. En ese contexto de desconocimiento total habíamos hecho planes para estar en Córdoba dos semanas, después de todo, ya lo decía Gustavo Cerati en la letra de “Magia”: “Nada me importa más que hacer el recorrido, más que saber adónde voy”.

Los primeros tres días los pasamos en un Airbnb para aclimatarnos al lugar y conectarnos con la ciudad antes de empezar el trabajo voluntario. No solo nos aclimatamos sino que nos enamoramos y la cita a ciegas se convirtió en amor a primera vista. Sentía que la ciudad y yo éramos una misma cosa y me había estado esperando desde hacía tiempo. Los callejones blancos y ocre que iban y venían, subían y bajaban, las fuentes de agua, los naranjos adornando y perfumando cada rincón de la trama, el legado de los siglos de ocupación musulmana, el flamenco por todos lados, la primavera que ya empezaba a adivinarse, los patios de las casas explotando de color, el arte islámico, los azulejos, las macetas repletas de flores, todo me parecía soñado.

El cuarto día nos mudamos a la casa donde haríamos el trabajo voluntario. Nos recibió Carola, dueña y futura jefa. Carola había nacido en la República Democrática Alemana (Alemania Oriental), por aquella época en la que Alemania estaba dividida en dos. Cuando ella tenía un año y su hermana tres, sus padres decidieron dejar toda una vida atrás y cruzar con ellas en brazos hacia la República Federal Alemana (Alemania Occidental) de la única forma que era posible, ilegalmente. Cuando conocimos a Carola, habían pasado más de cincuenta años desde aquella noche y treinta desde que vivía en España, donde habían nacido sus dos hijos.

La casa no solo tenía una ubicación privilegiada en el corazón del casco antiguo, sino que era una típica casa cordobesa, una casa­patio. La forma de vivienda conocida como casa­patio surgió en distintos lugares del mundo después de la Revolución Industrial, como respuesta económica a la necesidad habitacional de las grandes masas de gente que migraban del campo a las ciudades. Y aunque en cada lugar se les dio un nombre diferente (en Buenos Aires, lo más parecido sería el conventillo), el espíritu era el mismo. Se trataba de una solución económica en la que muchas viviendas pequeñas se organizaban alrededor de un patio. En cada vivienda se alojaba una familia y se compartían los espacios de cocina, baño y lavado de ropa, los cuales, en general, se ubicaban en sectores exteriores o semicubiertos. El corazón de la casa, también compartido y donde sucedía la mayor parte de la vida social, era el patio. De ahí que este espacio aparezca en el nombre que este tipo de viviendas recibió en España. Los únicos espacios privados eran las habitaciones. Esta disposición generaba un sentido muy fuerte de comunidad y unión entre las distintas familias que vivían en la misma casa­patio. Eran mucho más que vecinos, eran una familia extendida y, por ejemplo, festejaban juntos cumpleaños, navidades y otras fiestas importantes.

Con el paso de los años, y a medida que la situación económica de los nuevos habitantes de la ciudad fue mejorando, las casas­patio empezaron un proceso de “privatización”. Cada familia comenzó a generar, poco a poco, sus versiones de los espacios que antes eran públicos, construyendo cocinas y baños en espacios cerrados y propios.

Para cuando llegamos a Córdoba, la historia de las casas­patio había cambiado por completo. Ya no era una alternativa de vivienda económica sino todo lo contrario. Vivir en una casa­patio en el casco antiguo de la ciudad se había convertido en un privilegio y una opción reservada para la minoría, de la cual, gracias a un crédito a pagar en veinte años, formaba parte Carola.

Carola nos contó que su plan era alquilar los pequeños departamentos de la casa a turistas hasta que hubiera terminado de pagar el crédito. Una vez que no tuviera deudas, usaría la casa con fines solidarios, por ejemplo, para hospedar refugiados de forma gratuita hasta que pudieran regularizar su situación en España.

La casa de Carola había sido construida en el siglo XIII y, como tenía sus años, necesitaba mantenimiento constante. Carola se lo daba, pero aun así parecía que nunca era suficiente. Siempre se podía mejorar, siempre había algo más por hacer. Aquello era una lucha interminable contra el paso del tiempo, una lucha que solo se podía ganar invirtiendo una suma gigantesca en reformas. Carola no tenía a su alcance la posibilidad de dejar la casa como nueva de un tirón y hacía lo que podía, mantenimiento básico pero constante. Y para eso estábamos nosotros. Nuestro trabajo era pintar el interior de algunos de los departamentos, darles una lavada de cara para que se vieran lo mejor posible.

Como los departamentos se usaban con fines turísticos, se habían adaptado a la versión de casa­patio privatizada: aunque eran mínimos, todos tenían baño y cocina. Para nosotros, los voluntarios, la cosa era diferente. Nosotros sí vivíamos la casapatio en la más tradicional de sus formas: habitación privada, baño al otro lado del patio y cocina exterior. En la práctica, eso significaba que para ir de la habitación al baño había que pasar de un espacio interior y privado a uno exterior y público; que la cocina tenía un techo pero no paredes; que el lugar donde sucedía la mayor parte de la vida social y de nuestro día, donde comíamos y trabajábamos, el lugar que normalmente ocuparía un estar, era un espacio exterior y público, el patio. Si quería coleccionar experiencias, vivir en una casa­patio sin duda tenía todas las fichas para ser una bastante memorable.

Los primeros días fueron los más extraños, de esos en los que todo requiere un esfuerzo extra y parece un poco más difícil de lo normal. Pero, con el paso del tiempo, la novedad se fue haciendo costumbre y esa nueva forma de vida empezó a tomar sabor.

Me parecía un híbrido entre estar de cámping y vivir en una casa convencional. Implicaba una sensibilidad muy profunda a cada mínimo cambio en el clima, porque la mayoría de la vida transcurría en el exterior. Empezaba con los desayunos helados en la terraza, buscando que los primeros rayos de sol nos dieran en la cara para que ese frío tremendo fuera más leve. Seguía con los almuerzos bajo un sol tan fuerte y unas temperaturas tan altas que no dejaban de sorprenderme. Y terminaba con las cenas igual de heladas que los desayunos, pero sin la esperanza de que el sol apareciera pronto. El mismo ciclo climático se repitió idéntico cada uno de los doce días que vivimos en esa casa­patio cordobesa.

La casa, además, era muy grande, y eso hizo que empezáramos a prestar atención a cada movimiento, a pensar muy bien qué llevar en cada travesía de la habitación a la cocina, de la cocina al baño, del interior al exterior, del calor al frío, del frío al calor, todo lo cual iba cambiando según el momento del día. Aprendí, también, a reprimir ese primer impulso natural que siempre había tenido al llegar de la calle a casa: sacarme la campera. Vivir en una casa­patio significaba que la campera seguía puesta y el patio seguía siendo un pedacito de calle, de espacio público, de cielo que se escurría dentro de la casa.

Nuestro primer trabajo voluntario avanzaba viento en popa. El horario era muy flexible y lo podíamos acomodar como quisiéramos, siempre que cumpliéramos con las quince horas semanales acordadas. El inicio y fin de la jornada era respetado por nosotros y por Carola con puntualidad estricta. Una vez que el trabajo del día estaba terminado, éramos libres de hacer lo que quisiéramos hasta el siguiente día laboral. Esa enorme cantidad de tiempo libre nos permitió recorrer la ciudad de arriba abajo más veces que las que puedo recordar, visitar un par de veces la mezquita en el horario que era gratis, comer el primer helado de nuestra vida nómada, ver el atardecer en el Alcázar de los Reyes Cristianos, hacer una excursión al conjunto arqueológico de Medina Azahara, sentarnos en tantas plazas y escuchar el agua de las fuentes corriendo, visitar el museo Casa Árabe, cocinar la primera tortilla del viaje, ver tres conciertos de flamenco gratis con lágrimas de emoción en la Posada del Potro, visitar la antigua sinagoga, comer gazpacho y berenjenas asadas con miel de caña, conocer muchas otras casas­patios que se habían convertido en museos, amar Córdoba un poquito más cada día.

Flexibilidad por un lado y rigurosidad por el otro era exactamente lo que necesitábamos para poner un poco de orden a nuestra vida de viaje, que hasta ese momento había sido bastante caótica. Ese nuevo orden nos generaba dos sensaciones que, aunque eran opuestas, se complementaban a la perfección: sentir que teníamos un lugar al cual llamar hogar, que teníamos un plan, que no estábamos —tan— de paso y, al mismo tiempo, que estábamos viajando. Ese cóctel que nos resultaba tan exquisito como novedoso nos acompañaría durante gran parte del viaje. Las cosas se estaban acomodando y empezábamos a agarrarle el gustito a la vida nómada.

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