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La precuela

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El 1.º de enero de 2019 a las doce y diez de la madrugada, justo después de que el piloto nos deseara feliz año nuevo por el altoparlante, despegó del Aeropuerto de Ezeiza un avión de Turkish Airlines con destino al principio de esa vida nómada que tanto habíamos imaginado. Antes de ese momento, en el que estábamos empezando una aventura y un nuevo estilo de vida juntos, Omar y yo habíamos recorrido caminos muy diferentes, caminos que, afortunadamente, en algún punto se cruzaron.

Mi historia empezó en Buenos Aires, donde nací y viví hasta que empezó este viaje. De chica, el viajar estaba asociado a diferentes lugares de la costa atlántica de Buenos Aires, como Villa Gesell, Mar del Plata, Pinamar, Miramar y San Bernardo. A los once años llegó el viaje de egresados de la escuela primaria, nos fuimos a Tandil y allí conocí las sierras. A los dieciocho volví a ver sierras (ahora un poquito más altas) en un viaje a Córdoba.

Más tarde en la vida, muy de a poco y con mucho esfuerzo, siguieron viajes a Uruguay, Chile, México, Bolivia y varias provincias de Argentina.

La vida continuó su curso y un día helado de febrero de 2012 pisé Europa. El viaje duró un mes y lo estuve pagando durante los tres años siguientes. Cada centavo —¡de euro!— valió la pena. No podía creer lo lejos que había llegado.

Todos y cada uno de esos viajes habían sido en vacaciones. Eso significaba que siempre tenía que volver muchísimo antes de lo que quería, y que siempre había un departamento alquilado, un trabajo, una carrera y mil cosas más esperándome en Buenos Aires.

En 2016, poco antes de cumplir treinta años y —¿casualmente?— durante uno de esos viajes de los que nunca quería volver, tuve la revelación que cambiaría por completo el resto de mi vida. La recuerdo fresca como el rocío en una madrugada de verano. Aquel era un viaje en solitario y estaba en un colectivo local destartalado de la ciudad de Chiang Rai, en Tailandia. Era muy temprano, las siete y media de la mañana. Había elegido ese horario para conocer el Templo Blanco, la atracción más importante de la ciudad, porque era la hora del día en la que el calor agobiante del verano en el trópico todavía daba un respiro.

El colectivo estaba casi vacío y los pocos pasajeros que me rodeaban eran tailandeses y monjes budistas rapados y vestidos con túnicas de color anaranjado. Los turistas todavía estaban durmiendo y en el entorno no se respiraba nada más que calma. El colectivo avanzaba con todas las ventanas abiertas mientras yo miraba el paisaje que pasaba delante de mis ojos como si fuera una película. No recuerdo nada que me llamara particularmente la atención, pero aun así estaba alucinando con lo que me rodeaba.

En medio de ese trance, apareció un momento de lucidez que no puedo explicar de dónde habrá salido pero lo vi más claro que el agua. Supe que quería vivir viajando, ser nómada, dedicar mis días a recorrer lugares como aquel y tantísimos otros que todavía no conocía. A modo de cierre del trato conmigo misma, sonreí como agradecimiento al universo por esa epifanía y se me cayó una lágrima de emoción de solo imaginarlo. Me prometí que nunca más volvería a Buenos Aires de la misma forma en que había vuelto de todos los viajes anteriores y, en cambio, solo volvería para prepararme para salir, tardara lo que tardase. No sabía ni cuándo ni cómo, pero lo había visto muy claro, se había sembrado una semilla viajera que crecía a toda velocidad y ya no había posibilidad de volver atrás.

Un par de meses después de mi viaje­revelación conocí a Omar, y fue amor a primera vista.

La historia de Omar es muy —¡muy!— diferente de la mía. Por esas casualidades de la vida nació en San Cristóbal de Las Casas, una ciudad del Estado de Chiapas, ubicado en el sur de México, ciudad que unos años antes había unido a su papá español y a su mamá finlandesa. Así, desde el primer momento, el movimiento fue una parte indivisible de su historia, parte de su ADN.

Cuando tenía dos años y medio, Omar y su mamá cambiaron San Cristóbal de Las Casas por Lempäälä, un municipio rural de veintidós mil habitantes en el sur de Finlandia, y los tamales mexicanos cambiaron por karjalan piirakka, unas empanadas finlandesas hechas con masa de centeno y rellenas con arroz hervido en leche o puré de papa, y decoradas con huevo hervido picado y manteca.

Para cuando tenía menos años que dedos en una mano ya había viajado solo en avión entre Finlandia y España, donde, cada vez que iba, lo esperaba la otra mitad de su familia. Por aquel momento, desde muy chico y gracias a esas visitas, llamadas y cartas, empezó a aprender poco a poco y con mucho esfuerzo su segundo idioma, el español.

Antes de empezar la escuela primaria, ya había viajado por varios países de Europa y hasta había pasado un mes viviendo en una caravana de circo con amigos de su mamá en Berlín, donde compartía días de juegos con los hijos del payaso. Para entonces, algunos de sus pasatiempos favoritos eran hacer castillos de nieve y recolectar hongos y frutos del bosque con su abuela finlandesa.

A los nueve años volvió a cruzar el charco con su mamá. Intentó aprender a surfear en el Pacífico mexicano (y terminó aprendiendo a respetar el mar) y se sintió Indiana Jones juntando pedazos de obsidiana en las ruinas de Teotihuacán.

A los diez, también con su mamá, vivió cuatro meses en la selva, cerca del pueblo de Vilcabamba, en Ecuador, donde tenía un mono como compañero de cuarto.

Mucho más tarde, una vez terminada la época de la universidad en Finlandia, viajó solo por México durante cinco meses con el objetivo de buscar sus raíces, y gracias a ese viaje entendió que no estaban arraigadas a la tierra del tequila con limón y sal sino a Finlandia, donde estaba la mitad de su familia, su cultura, sus amigos, donde había crecido, había ido a la escuela, había aprendido su lengua materna.

En abril de 2016, una nueva búsqueda de aventuras lo llevó a cruzar el Atlántico una vez más, ahora en dirección a Buenos Aires, donde, gracias a los esfuerzos de la niñez, entendía y podía hablar perfectamente el idioma. Tres meses después nos conocimos y esos caminos tan diferentes que habíamos recorrido hasta ese momento felizmente se unieron en uno.

Para aquel entonces hacía pocos meses que yo había vuelto del sudeste asiático, donde había tenido mi flamante revelación, y mis ganas de vivir viajando estaban a flor de piel. Él estaba en Buenos Aires de paso y —según me confesó más tarde— buscando internamente una compañera de viajes y de vida. ¡Nos habíamos sacado la lotería! Y aunque todavía teníamos un largo recorrido para pasar del plano de los sueños al de la realidad, sabíamos que queríamos irnos de Argentina y hacer un gran viaje.

Pasamos mucho tiempo deseándolo, soñándolo, analizando las mil y una opciones de cómo, cuándo y por dónde empezar. Yo quería volver a Asia más que nada en el mundo y seguir recorriendo el continente que más me atraía. Pero aun vendiendo todas las cosas que con mucho esfuerzo y un millón de cuotas me había comprado, no tenía suficiente plata para empezar. Me parecía, entonces, que lo mejor era empezar ese sueño trabajando en algún país donde pudiera ahorrar a la velocidad de un rayo y después, con esos ahorros, viajar. La experiencia de vivir y trabajar en un país diferente ya sería un viaje en sí misma, que además me iba a permitir emprender el camino a Asia con la billetera un poco más gordita. Dos pájaros de un tiro. Solo me faltaba resolver en qué país concretar esa primera parte del plan.

Una opción era sacar una visa de vacaciones y trabajo con la que podría vivir y trabajar durante un año en alguno de los países que la ofrecían. Mi opción favorita de todas las disponibles en aquel momento era Francia. El problema fue que el 1.º de diciembre de 2016 cumplí treinta y con el cambio de década me quedé afuera de mi opción preferida, a la que solo se podía aplicar hasta los veintinueve. Quedaban poquitas alternativas a las que podría haber aplicado (incluso hasta los treinta y cinco), pero los países que daban esa posibilidad no me atraían tanto o esas visas tenían un cupo tan reducido que era prácticamente imposible conseguirlas.

El 19 de enero de 2017, después de muchos años de averiguar datos de mi árbol genealógico, buscar partidas de nacimiento, matrimonio y defunción, hacer traducciones y varios trámites más, presenté junto con mi familia la solicitud de reconocimiento de ciudadanía italiana por vía sanguínea en el consulado italiano de Buenos Aires. Egisto, mi bisabuelo materno al que no llegué a conocer, era italiano y se había convertido en mi “as bajo la manga”, un as que en algún futuro me permitiría ser ciudadana italiana y poder trabajar en cualquier país de la Unión Europea. Pero para eso faltaba. No podía ser mi única opción, sino algo que en algún momento iba llegar, como una herencia.

Poco más de un año después, en abril de 2018, cuando todavía no tenía ninguna novedad de mi ciudadanía, un evento inesperado puso a las visas de vacaciones y trabajo de nuevo en carrera. Francia extendió el límite de edad de los aplicantes a sus visas, que pasó de veintinueve a treinta y cinco años de un día para el otro. Bon voyage!

Con esa novedad sobre la mesa, pusimos todo en marcha para irnos definitivamente de Argentina. El plan era trabajar en Francia durante el año que duraba esa visa que ahora podía conseguir. Después de eso, el camino diría. Quizás para entonces ya me habría salido la ciudadanía italiana y podríamos seguir trabajando donde quisiéramos, quizás ya habría logrado juntar suficiente dinero para empezar el viaje por Asia que tanto soñaba, quizás nos habríamos enamorado de Francia y buscáramos la manera de quedarnos ahí. Nadie lo podía saber, y pensar en esa infinidad de posibilidades me daba vértigo al mismo tiempo que me encantaba.

Pusimos fecha de salida para enero de 2019. “Año nuevo, vida nueva”, dicen. Uno de los requisitos de la visa francesa era que recién se podía aplicar tres meses antes de viajar, y para eso faltaba bastante. Mientras el tiempo pasaba y la fecha se acercaba, nos dedicamos a desarmar nuestra vida en Buenos Aires. La de Omar, de dos años y medio, la mía, de treinta y dos. Vendí prácticamente todo lo que tenía y el proceso de desprenderme de mis cosas fue un viaje en sí mismo. Cada vez que algo que me había costado tantas cuotas y años de esfuerzo comprar se iba del departamento, me sorprendía lo increíblemente fácil que me resultaba desapegarme de las cosas materiales. Con cada cosa que salía por la puerta estaba un poquito más cerca de mi sueño.

Un día de agosto de 2018 llegó el momento de comprar los pasajes y lo de “Año nuevo, vida nueva” cobró más sentido que nunca: nuestro avión iba a despegar el 1.º de enero de 2019 a las doce y diez de la madrugada. ¿Nos darían algo para brindar a bordo? ¿Nos desearían feliz año nuevo en varios idiomas? Dentro de poco nos enteraríamos, lo importante era que los pasajes estaban comprados y el plan marchaba viento en popa.

Pero el viaje, ya desde antes de empezar, estaba a punto de darnos nuestra primera gran lección: necesitaríamos una enormísima cuota de adaptabilidad, porque muchas (muchísimas) veces las cosas no iban a salir como las habíamos planeado, e íbamos a tener que recalcular planes todo el tiempo.

Un par de semanas antes de presentar la aplicación a la visa francesa, los cupos se acabaron. Adieu! Todos los que habíamos quedado afuera nos enteramos, de un día para el otro, de que si queríamos aplicar a la bendita visa, tendríamos que esperar hasta marzo del año próximo, y nosotros ya teníamos pasajes para salir de Argentina el 1.º de enero.

Ese pormenor cambió el rumbo del viaje de maneras que todavía no podíamos imaginar. En un segundo pasamos de tener un plan que incluía un año de visa que me habilitaba a trabajar —¡y ahorrar!— a otro que incluía nada más que un pasaje de Buenos Aires a Madrid con escala en Estambul. Ya no tenía posibilidad de trabajar en Francia y, además, solo podía quedarme dentro del Espacio Schengen1 por un máximo de noventa días por cada período de ciento ochenta.

Mi futura ciudadanía italiana —de la que seguía sin tener noticias— pasó de ser esa herencia lejana al eje fundamental alrededor del cual iba a girar la mayor parte de nuestra ruta.

Así nos fuimos de Argentina ese 1.º de enero de 2019, con un plan que antes de empezar había dado un giro de ciento ochenta grados, con más dudas que certezas, pero con una felicidad que no nos cabía en el cuerpo. Omar estaba dejando Argentina con la compañera de viaje y de vida que había estado buscando, y yo estaba empezando a cumplir el sueño de viajar sin límite de tiempo y vivir de manera nómada.

Qué íbamos a hacer hasta que saliera mi ciudadanía y tuviera mis documentos, dónde íbamos a estar, si nos iba a alcanzar la plata que teníamos y cómo íbamos a lograr resolver todo, con la presión de los noventa días de visado Schengen corriendo, todo eso y mucho más, te lo cuento en los próximos capítulos.

1 El Espacio Schengen es una zona formada por veintiséis países de Europa entre los cuales se puede, entre otras cosas, circular libremente sin controles fronterizos. Los países que integran el Espacio Schengen son: Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Eslovaquia, Eslovenia, España, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Islandia, Italia, Letonia, Liechtenstein, Lituania, Luxemburgo, Malta, Noruega, Países Bajos, Polonia, Portugal, República Checa, Suecia y Suiza.

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