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1.1 LA CONSIDERACIÓN DE HOMBRES Y MUJERES EN NUESTRA HISTORIA

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Nuestra sociedad occidental actual reconoce el mismo valor y, por tanto, los mismos derechos a las mujeres y a los hombres, a los niños y a las niñas. Así se recoge en nuestra Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres:

El artículo 14 de la Constitución española proclama el derecho a la igualdad y a la no discriminación por razón de sexo.

La igualdad entre mujeres y hombres es un principio jurídico universal reconocido en diversos textos internacionales sobre derechos humanos, entre los que destaca la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 1979 y ratificada por España en 1983.

La igualdad es, asimismo, un principio fundamental en la Unión Europea. Desde la entrada en vigor del Tratado de Ámsterdam, el 1 de mayo de 1999, la igualdad entre mujeres y hombres y la eliminación de las desigualdades entre unas y otros son un objetivo que debe integrarse en todas las políticas y acciones de la Unión y de sus miembros.

Pero esto no siempre ha sido así; es muy reciente en nuestra historia que hombres y mujeres sean reconocidos como sujetos iguales ante la ley. Precisamente por este motivo, aún no se ha logrado la igualdad real entre hombres y mujeres, como también reconoce la citada ley:

El pleno reconocimiento de la igualdad formal ante la ley, aun habiendo comportado, sin duda, un paso decisivo, ha resultado ser insuficiente. La violencia de género, la discriminación salarial, la discriminación en las pensiones de viudedad, el mayor desempleo femenino, la todavía escasa presencia de las mujeres en puestos de responsabilidad política, social, cultural y económica, o los problemas de conciliación entre la vida personal, laboral y familiar muestran cómo la igualdad plena, efectiva, entre mujeres y hombres, es todavía hoy una tarea pendiente que precisa de nuevos instrumentos jurídicos.

Resulta necesaria, en efecto, una acción normativa dirigida a combatir todas las manifestaciones aún subsistentes de discriminación, directa o indirecta, por razón de sexo, y a promover la igualdad real entre mujeres y hombres, con remoción de los obstáculos y estereotipos sociales que impiden alcanzarla.

A lo largo de nuestra historia, las mujeres no han sido reconocidas como iguales a los hombres ante la ley porque han sido consideradas individuos con menos capacidades, menos valiosas y, por ello, no merecedoras de los mismos derechos. Este es nuestro pasado como civilización. Y este es el motivo por el cual todo nuestro ordenamiento jurídico actual, nacional, europeo e internacional ha tenido que crear herramientas legales para establecer y explicitar la igualdad de hombres y mujeres. Herramientas con las que cambiar la visión y definición de las mujeres como seres inferiores y sin derechos. Si queremos entender el mundo de hoy, tenemos que tener presente este hecho, así como si queremos explicar correctamente el pasado a nuestros niños y niñas.

A nuestras espaldas tenemos cuatro mil años de civilización, de los que solo en los últimos cien —redondeando— las mujeres han sido consideradas individuos iguales que los hombres ante la ley. Para conseguir la igualdad es importante reconocer esta realidad, pero más aún conocer su causa; evidenciar y sacar a la luz esta consideración de las mujeres como diferentes —y definidas, en esta diferencia, como inferiores y no merecedoras de los mismos derechos—. Durante tres mil novecientos años, las diferentes culturas precursoras de nuestra sociedad defendieron, mayoritariamente, que las mujeres y las niñas eran inferiores a los hombres intelectual, física y moralmente.

Sin ir más lejos, en España, hasta 1975 (en concreto, hasta que se aprobó la Ley 14/1975, que abordaba la reforma de determinados artículos del Código Civil y del Código de Comercio), no se permitió a las mujeres algo tan básico como abrir una cuenta bancaria. Hasta ese momento, los requisitos legales para hacerlo eran ser hombre, ser mayor de edad y tener el documento de identidad en vigor. Que la mujer pueda disponer de su dinero es algo que hemos alcanzado en nuestro país hace, a día de hoy, solo cuarenta y cinco escasos años. Y hasta la entrada en vigor de la Ley de Relaciones Laborales en 1976, las mujeres necesitaban una autorización de su marido para conseguir un empleo.

En muchos países, los derechos civiles de hombres y mujeres aún no son los mismos. El informe de ONU Mujeres «El progreso de las mujeres en el mundo de 2011-2012» sacó a la luz que, en ese momento, de los 195 países del mundo, solo en 115 las mujeres gozaban de igualdad de derechos para poseer una propiedad, y solo en 93 tenían derechos de herencia igualitarios.

En cuanto a educación se refiere, en nuestro país no es hasta 1970, con la aprobación de la Ley General de Educación, cuando los niños y las niñas, por ley, estudian los mismos contenidos y su educación es obligatoria hasta los 14 años. Con anterioridad, desde 1857 hasta 1970, estuvo en vigor la Ley de Instrucción Pública (conocida como la Ley Moyano, por ser este su creador), que obligaba a niños y niñas a realizar la etapa de primera enseñanza (dividida en elemental y superior) en escuelas distintas y con contenidos distintos. En la etapa elemental, ambos sexos estudiaban religión, historia, lectura, escritura, ortografía, gramática y aritmética; pero los niños estudiaban, además, «breves nociones de agricultura, industria y comercio», y las niñas «labores propias de su sexo». En la etapa superior, los niños estudiaban «nociones generales de física y de historia natural acomodadas a las necesidades más comunes de la vida» y las niñas estudiaban «ligeras nociones de higiene doméstica».

Y ¿cómo era la situación en materia educativa antes de 1857?

Hasta el siglo XVI existió una prohibición explícita a las niñas a acceder a la educación formal.

Durante el reinado de Carlos III, comenzó la preocupación por la educación de todas las clases sociales, incluyendo a grupos tradicionalmente marginados como las mujeres, los habitantes de los campos y los trabajadores de las ciudades. Esta política se convirtió en uno de los principales objetivos educativos de Carlos III, e incentivó la presencia de las niñas en las escuelas de primeras letras mediante la aprobación del Reglamento para el establecimiento de escuelas gratuitas para niñas de 1783. Esta apuesta por la educación surge al comprobar que era necesario formar a la población para mejorar el desarrollo económico del país. La visión de la educación era completamente utilitarista: se quiso reformar el sistema educativo tradicional para modernizar España.

Aunque a lo largo del siglo XVIII la legislación cambió y se permitió que las niñas acudieran a las escuelas de primeras letras, en la práctica este acceso autorizado ya a las niñas, al no ser obligatorio, no se hizo efectivo. ¿El motivo? Que se seguía considerando, mayoritariamente, a las niñas carentes de la inteligencia suficiente. Su existencia se justificaba como complemento del hombre y era útil solo para asumir las tareas domésticas y el cuidado de la familia.

Con la llegada de la Ley Moyano, setenta y cuatro años después, ya sí se obliga —no solo se recomienda— a las niñas a ir a la escuela, pero con el objetivo de educarlas para que desempeñen mejor los roles que se consideran propios de ellas: amas de casa, esposas y madres. De nuevo, esto cambió en 1970, es decir, hace escasos cincuenta años.

Para cambiar estas injusticias, para conseguir los mismos derechos que los hombres, las mujeres, con el apoyo de algunos hombres igualitarios, tuvieron que organizarse y luchar mucho.

Lucharon para poder ser consideradas inteligentes, tan capaces como los hombres y poder, así, estudiar. Para que se asumiera que su papel en el mundo no solo era cuidar de la casa, de la familia y de la descendencia. Lucharon, después, para poder trabajar y, más adelante, para poder hacerlo en profesiones que se consideraban de hombres. Lo consiguieron y nos lo consiguieron. Todos estos logros se alcanzaron, gracias a ellas, en nuestro país y en Europa, hace escasos cien años. Anteriormente, la vida de las mujeres y de las niñas era una vida como ciudadanas de segunda y, en gran parte de la historia, ni siquiera como ciudadanas. Este es nuestro pasado y nuestros niños y niñas de hoy llegan a un mundo que tiene esta historia.

El pasado influye en el presente. Cuando una sociedad tiene un pasado que ha defendido dura y extensamente la desigualdad entre hombres y mujeres, en su presente habrá muchos obstáculos para alcanzar la igualdad. Uno de los más poderosos es la costumbre. Esta empuja fuerte, por lo que para alcanzar la igualdad real es imprescindible legislar y desarrollar actuaciones concretas que cambien lo que se ha pensado, dicho y hecho durante tanto tiempo. Un ejemplo claro es el que analizábamos anteriormente: aunque en España a partir del siglo XVIII se permitía escolarizar a las niñas, la realidad era que no se las llevaba al colegio. No se las escolarizó generalizadamente hasta que la ley obligó a hacerlo porque, a pesar de que se podía, se seguía pensando sobre ellas como se había venido defendiendo durante tantos años atrás.

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