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El abuelo y Mercamadrid

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Cuando era pequeño y la ruptura con mi padre se hizo oficial, mi madre intentó buscarse la vida de todas las maneras posibles, así que mi abuela se encargaba de mí. Entre la una y la otra se repartían las tareas según las obligaciones del trabajo. Mi madre se la iba buscando como podía y mi abuela también se iba apañando, que en esos tiempos ya era mucho. Me contaba que trabajó en la Fiat primero, en la empresa de coches. Después entró en otra que se dedicaba a fabricar depuradoras para Somalia y otros países. Siempre cuento que mi abuela trabajó para Somalia y así la gente se piensa que debía ser una pirata que asaltaba barcos comerciales con su AK-47. Ella trabajaba en la limpieza en el turno de tarde hasta que le hicieron una operación de menisco de la que no quedó muy bien, llevaba la rodilla peor que Ronaldo el Gordo. Para los chavales que no conozcan a Ronaldo el Gordo, es el mejor Ronaldo que ha existido. El pobre se hizo polvo la rodilla y no pudo volver a ser el mismo. Mi abuela pasó por algo parecido. Tuvo que pasar un tribunal médico para que pudieran darle una pensión de por vida. Fue entonces cuando mi madre se puso a trabajar y mi abuela se quedó conmigo. Trabajó de barrendera, en una panificadora…, en realidad, de todo lo que le salía, porque había que tirar adelante como fuera y no estaban las cosas como para estar pensándoselo.

En otras épocas ella se quedaba en casa cuidándome, no eran tiempos fáciles, pero nunca dejó de pelear, en algunas etapas pasábamos más hambre que el perro del afilador. En Navidades, por ejemplo, mi abuela me compraba lo que podía. Ella hacía un esfuerzo, pero tampoco en esas fiestas había para mucho. Hubo años en los que los Reyes me trajeron carbón, dulce como las canciones de Luis Miguel. Aunque si la cosa iba justa, mi abuela hacía que no se notara, por lo menos para mí. Es la magia que tienen los abuelos y esa no se pasa nunca.

Mi abuelo trabajaba toda la noche en Mercamadrid. Llevaba el peso de la casa. Cobraba bien, pero con mucho sacrificio. Se lo curraba. Tengo un montón de recuerdos de la infancia con él. Siempre que traía pescado me decía:

—Esto lo habían dejado por ahí en los palés y me daba pena que se desperdiciara.

Yo creo que lo robaba. Su coche olía como el sofá de un club swinger. Así era, porque lo cierto es que llevaba mucho pescado y marisco a casa. El puto problema era que de pequeño no me hacía especial gracia ni lo uno ni lo otro. Ahora lo valoro más, pero de niño no me gustaba nada y le pedía que trajera otra cosa, pero él me contestaba que traía lo que podía conseguir. ¡Hay que ver lo que cambia la perspectiva con el paso del tiempo!

Cómo sería la historia que mi madre siempre me recuerda que la primera palabra que aprendí a decir no fue mamá ni papá. ¡Qué va! Estaba tan acostumbrado a que el abuelo trajera cangrejos de río y verlos por allí que lo primero que salió de mi boca fue «cangrejo». Queda claro que me gustan las cosas difíciles y que he sido comedido diciendo «cangrejo». Era algo que se le parecía, pero sí que me refería a esos bichitos que tan habituado estaba a ver.

Mi abuelo ha sido un hombre muy salado, le ha gustado un poco más de la cuenta la bebida y llegaba a casa medio borrachillo más de un día, pero en plan gracioso, no como David Hasselhoff, que tenemos un amigo en común y me dice que se pone fatal. Mi abuelo era de buen beber, sin ponerse pesado ni perder los papeles. Le daba por una borrachera muy simpática. Siempre me he llevado muy bien con él. Es una persona que está de buen rollo y para mí es muy cercano y cariñoso. Es un tío extraordinario. Lo sigue siendo, no hay más que verle. Ahora tiene ochenta años, pero no los aparenta. Sigue teniendo buen carácter y ganas de hacer cosas, como ha sido toda la vida. Eso lo mantiene joven. Y las ganas de divertirse por nada. Hay una cosa que hace para beber a escondidas y es que se guarda en el bolsillo de la bata de estar por casa una cerveza. Él dice que lleva el mando de la tele, pero si te fijas se ve que tiene forma de lata.

La infancia con él tuvo momentos muy grandes porque es un gran imitador y de siempre ha tenido la buena costumbre de aprovechar cualquier momento para sacar ese talento. Nos los hemos pasado muy bien viéndole. Lo hemos gozado, míticas eran las fiestas de Navidad. De hecho, he heredado esa faceta, porque a mí también me gusta y se me da bien.


Recuerdo que de pequeño me gustaba jugar a la Play, era un auténtico fenómeno y me la gozaba. Me llegué a volver un friki, sobre todo en aquellas etapas tan difíciles, cuando la calle era conmigo demasiado hostil. Me refugiaba en el cuarto, lo que ahora se conoce como «un niño rata». Lo curioso es que ya no me defiendo bien con las nuevas tecnologías, pero de niño era un lince. Si me pongo a jugar con mi hijo, que lo hago, ten por seguro que me gana. He perdido esa habilidad. No lo entiendo, pero me pongo hasta nervioso, así que paso de jugar.

En los tiempos de pandemia, que nos han obligado a la distancia, eché mucho de menos esos días que solía pasar con mis abuelos. Mi abuela se suele sentar en una parte del sofá y yo me tumbo en la otra, apoyándome en ella. Y cuando me decía:

—Venga, Omar, vete que se te va a hacer tarde.

Siempre le respondía:

—Ya lo echarás de menos.

Y ahora me lo recuerda. No hay nada como llegar allí cansado y pasar el rato con ella. Lo más relajante que existe es echarme la siesta con mi abuela mientras suena de fondo una de esas películas que echan por la tarde en Antena 3, en las que siempre se pierde una mujer en un lago. Es mi vía de desconexión del mundo y de los problemas. Ahora la han mandado que camine y nos vamos todas las noches a andar. Qué buenos ratos.


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