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La «broma»: el intento de ahogo en la piscina

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Mi madre dice que estaba constantemente con miedo de que me hicieran algo. Y así era. Si no era una cosa, era la otra, pero recibir recibía siempre. Lo único que había que ver hasta qué punto habían llegado las consecuencias.

Un día estaba en el pueblo, cómo no, con mi madre en la piscina, y en un momento que ella miró a otro lado los niños se me echaron encima, y juro que por poco me ahogan. Si no es porque la pobre se pone a chillar hasta que se fueron, me quedo ahí. Cada día era una puta aventura entre la vida y la muerte. Y andaba tan flojo que parecía que tenía todas las de perder. Ellos, los que abusaban de mí, lo sabían. Estaba reventado y hundido, pero le decía a mi madre:

—Cuánto más me pegan, más fuerte me hacen.

Le cambia la cara cuando se acuerda. Y se le caen las lágrimas, y mira qué han pasado años, pero hay cosas que marcan para siempre. No debería ser así. No para los niños al menos.

A mi madre no le gusta hablar de esto. Debió de ser jodido para ella. Cuando era pequeña también había ido al pueblo, pero al parecer vivió mejor esa etapa que yo, porque había más veraneantes y la historia estaba más repartida. En mi infancia eran todos de allí, así que mi amigo el gay y un niño adoptado, con el que acabamos por juntarnos, cobramos sin piedad. Como si hubiéramos hecho algo para merecerlo. ¡Malditos! Llegó un punto en que tenía interiorizada la batalla y, si iba a salir a la calle y me iban a joder con el bocadillo, que así era, pues salía de casa con dos.

Supervivencia pura. Lo llevaba todo por duplicado, hasta el batido de chocolate. Cuando las cosas se ponen complicadas, que son muchas veces, te salva tener estrategias para vencer las situaciones. Aprendí a buscarme la vida, como fuera, en contra o al lado de quien me intentaba agredir. La cosa era salvarse, porque ya había aprendido que era imposible que alguien bajara del cielo y me solucionara los problemas por arte de magia. Así que poco a poco me fui orientando, pero mientras tanto, me dieron lo que no estaba escrito.

Conocía de sobra las reglas. En el colegio las cosas no eran tan salvajes como en el pueblo, pero también sufrí el acoso. Eso sí, ya venía con el máster hecho y poco a poco fui descubriendo que me había tocado vivir en un lugar donde había que aprender a defenderse y a buscarse la vida. Tirar de recursos.

Salir con doble merienda me ayudó esos años. Tenía claro que a la hora del recreo iba a perder mi sándwich porque ese se le iba a llevar mi acosador, el tío que me tuviera frito en ese momento, que era de los mayores, el peaje era que mi sándwich lo partía en cuadritos y se lo daba para que me dejaran vivir tranquilo. Era como el respeto. Ellos se pensaban que me lo habían quitado —que de hecho, así era—, pero yo había hecho la performance y tenía otro para mí. Por supuesto me lo tenía que comer a escondidas; si me pillaban, se me caía el pelo, porque eso suponía ser más listo que ellos, haber ido por delante, ganarles de alguna manera la partida, o lo que es lo mismo: estar muerto. Así que, por mi bien, ya me guardaba yo sin que nadie me viera, a mi rollo y tan tranquilo, y todos tan felices.


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