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La depresión: miedo a salir a la calle

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Acabé por tener una depresión muy grande, tanto que no quería ni comer, y mira que yo ya tenía el estómago hecho a merendar fuerte. Pues no me apetecía ni comer. Mi madre se dio cuenta de que era grave cuando ya no me apetecían ni Bollycaos, que era mi merienda favorita. No quería salir a la calle, no me quería duchar, solo quería quedarme en la cama todo el día sin hacer nada. Es lo que me pedía el cuerpo. Ahora eso se llama ser un otaku o un niño rata. Tenía miedo a salir y a enfrentarme a esa jungla que eran los demás niños. Yo tenía diez años y mi mundo era tela de duro.

—Hijo, ¿por qué no sales a dar una vuelta? —me decía mi abuela.

Y yo le respondía que no me apetecía, que estaba cansado y, claro, ella no entendía nada.

—Pero cómo vas a estar cansado si es la una del mediodía —me insistía.

No quería salir a la calle ni loco porque sabía que me iban a pegar sí o sí. Ocurría a diario.

Sin excepción. Aquello era una puñetera batalla campal donde tenía todas las de perder. Esas reglas del juego no eran justas. Nunca lo fueron.

Por entonces me hice colega de Jesús, el Gancho, hijo del comisario del pueblo, del que mandaba, y resulta que era gay; para qué queríamos más. Nos tenían a los dos martirizados. Un moro gordo y orejón y un niño gay en un pueblo. Estábamos para salir en una serie de los Javis. Nos tiraban piedras, cuando no nos tiraban a nosotros por donde pillaran y les viniera bien. El chaval, ya de mayor, se tuvo que ir de allí y todo. Nunca le aceptaron.

La vida era muy loca. Mi amigo era un tío bien majo y nos la gozábamos jugando a la Play. A mí también me perdía el piquito a veces cuando nos insultaban; eso sí, aunque gordo, luego corría que daba gusto verme. Y eso que llevaba unas zapatillas de marca Paredes, que eso era duro de cojones. Terminaba con unas ampollas que parecía que venía de hacer Almería-Madrid andando.

Estos son mis recuerdos del pueblo no un verano ni dos, sino durante mucho tiempo. Lo cierto es que llegaba a casa llorando muchos días con una tristeza tremenda, y, además, mi familia me decía que no ocurría nada, que saliera a la calle. Yo creía que lo normalizaban en ese momento, eso era lo que pensaba, aunque luego hablándolo me han confesado que sufrieron muchísimo. Me dicen que estaban todo el día detrás a ver qué pasaba. Mi abuela me cuenta que mi madre lo pasó fatal, que a veces, cuando hacían carreras de sacos, por ejemplo, me insultaban:

—Ese madrileño que se vaya en la patera por donde ha venido.

Era muy loco el tema.

Un día columpiándome, cuando estaba en lo más alto, me empujaron y me hice tanto daño que he tardado mucho en recuperar el coxis. Mi abuela siempre dice que durante años me sentaba con posturas muy raras para comer y era porque me dolía. O recuerda cómo estaba ella en casa cuando yo había salido a la calle a jugar y de pronto escuchaba por la ventana a los niños cantar:

—Hemos pegado a Omar.

Allí no se respetaba nada. Sobre todo los chavales, y las madres también eran terribles.

Ahora eso a mí ya no me pasa con mi hijo. Supongo que era otra época y las cosas no se ven del mismo modo que en ese momento. Si mi hijo me viene contando esto, corto por lo sano y después que pase lo que tenga que pasar. Es una tortura tremenda, te sientes en un agujero negro y no ves salida. Estás acomplejado y eres tan solo un niño en plena infancia con el único derecho de jugar feliz. O así debería ser. Y nunca lo fue. ¿Cuánto tarda en desaparecer el miedo? Si has sufrido algo parecido, sé que lo entenderás. Es jodido. Hay sensaciones que todavía me persiguen, como que me atrapan en las ocasiones más inesperadas.

Mi vida mártir

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