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La muerte, el horror

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Lo hemos vivido todo juntos, también los malos ratos. Esos que se atragantan y te revientan, y que sabemos que antes o después vienen.

Debajo de la casa de mis abuelos vivía una prima hermana de mi abuelo que se llamaba Jesusa. Su nieta era Lucía y tenía mi edad. Como vivíamos en el mismo edificio, pasábamos mucho tiempo juntos. Ella comía fatal y muchas veces me bajaba a su casa o a la inversa para ver si así mi prima se animaba y comía mejor, y, normalmente, hacía efecto. Compartimos muchas cosas cuando éramos pequeños. Mucho tiempo, aficiones e interminables juegos.

En junio de 1998 cumplía diez años y en septiembre los cumplía ella. Ese año se fueron a Barcelona, con la familia, de ahí iban a ir a Andorra. La puta realidad es que ella no llegó a cumplirlos nunca. Tuvieron un accidente de tráfico de camino y se mataron la abuela, la niña y Merce, que conducía, estuvo más de tres meses en coma. Cuando me enteré, estaba en el pueblo. Me quedé en shock. La vida puede ser muy cabrona, pero esto me parecía demasiado.

Quise ir al entierro, sin embargo, mi abuela no me llevó. Pero me trajo una rosa enorme de las que le habían llevado. Me ha durado toda la vida. Todavía la tengo, con los pétalos secos. Si te digo la verdad, creo que aún no lo he superado. Es más, raro es que hable del tema. Huyo de él, como en su momento necesité huir de los recuerdos que teníamos juntos porque dolían demasiado. Eso sí, durante mucho tiempo unas letras con su nombre estuvieron colgadas a la entrada de mi habitación.

Pasado un año era el santo de alguien de su familia, no recuerdo de quién, y mi abuela me dijo que bajáramos a su casa a tomar algo. Nada más entrar volví a encontrarme en el salón en el que habíamos pasado tantos días, en el que habíamos jugado tantas tardes y habíamos compartido tantos juegos, una foto gigante de Lucía y otra de Jesusa y su marido. Me quedé mirando la foto y me superó. No lo pude aguantar. Salí corriendo escaleras arriba y le dije a mi abuela que lo sentía mucho, pero que nunca jamás volvería a pisar esa casa. Y así ha sido. Es más, no me gusta recordarlo. Eso no debería haber pasado y creo que fue entonces cuando se me bloquearon las lágrimas. No puedo llorar. O no quiero, no lo sé, pero más de una vez me recuerdan mi madre y mi abuela que nunca lloro. Y es verdad.

Mi vida mártir

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