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Rozando la delincuencia

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No tardé en iniciarme en las primeras aventuras que, a pesar de que no tenía muy claro de qué iban, rozaban la delincuencia. Así fue cómo hice mi primer grupo de colegas que, como no podía ser de otra manera, era la gente del barrio. Pan Bendito a muerte. Ellos eran la mayoría mayores que yo, algunos habían cumplido incluso los treinta, y otros eran más pequeños: de unos veinticinco. Yo tendría unos diez u once solo. La cosa era variopinta. Me iba con ellos porque estaba todo el día en la calle. La calle era jodida.

Así que había que sobrevivir y hasta ese momento sabía lo básico para manejarme en las situaciones que me esperaban y había pocas cosas buenas.

En casa no hacían carrera de mí. Mi madre no podía conmigo, así que cuando quería ponerme las pilas llamaba a mi abuela y ella me daba de leches, pero yo volvía a lo mío. Hay que recordar lo que duele un pellizco de abuela. Era un dolor intenso como la picadura de una medusa. Ella sabía calcular la intensidad del pellizco, retorciendo más o menos según la gravedad del follón en el que me hubiese metido. Pero, bueno, cuando se me pasaba el dolor, regresaba a hacer lo que me daba la gana.

En esta etapa era bastante rebelde, era malo y, aunque mi abuela me llamaba al orden, yo iba a lo mío. Era la manera de rebelarme y de buscar mi sitio. Veía cómo otros niños se iban con su padre a jugar al fútbol o de aquí para allá y cómo el mío no estaba. No había una relación fluida ni fue para mí un punto de apoyo al que agarrarme. Total, que estaba en una época un poco chunga e hice récord en sumar multitud de iPods, iPods mini, de todos los colores y formatos que puedas imaginar. Sabía más de iPods que Steve Jobs. Imagina que no los pedía prestados. Sí, robaba. Eso y lo que pillábamos.

Me hubiera gustado tener la figura de mi padre más presente, que me hubiese llevado al fútbol, que hubiéramos hecho cosas juntos, pero como no ocurrió, me busqué la vida. Iba a mi bola, y lo que es peor, en la calle. Luego el tiempo va organizando la vida de otra manera y ahora estoy bien con él. Los años ponen las cosas más o menos en su sitio, o las llevas de otra forma. Al final con el tiempo aprendes a perdonar y a asumir lo que hay. Él se encargó de mis hermanas, pero yo apenas le veía, algún domingo me llevaba al cine y cuando terminaba la película, me dejaba en casa y se acababa la historia. Poco más.

Sí, me dice mi madre que él pasaba una mensualidad por mí y que eso nunca dejó de hacerlo. Era boxeador y cuando fui más mayor me enseñó algún truco y peleábamos un poco. Esa etapa le molaba más. Pero, vamos, que sus ausencias yo las llené yéndome a mi aire y después la cosa, sin ser demasiado consciente, se fue poniendo más seria. Esos vacíos los llené con la calle.

Con mi tío Rodolfo, el hermano de mi madre, que es más pequeño que ella, tenía muy buen rollo. Me daba los mejores consejos y me hacía los mejores regalos por los cumpleaños. Cuando los demás me regalaban ropa, él venía con un Transformers. Está claro que sabía camelarme. Fue quien me enseñó a conducir, porque tal y como estaba la cosa en el barrio era bueno que aprendiera. Venía a buscarme por las noches y nos íbamos al cementerio de Pan Bendito a conducir. Nos pasó de todo. No controlaba nada y, hasta que fui cogiendo el aire, tuve más de un altercado. Un día íbamos con la música escuchando El vaquilla, de Los Chichos, y di con el coche contra una parte de la lápida de unos gitanos que tenía la cara de su abuelo de mayor. A partir de ese momento ya no me llevó más, no sé por qué.

Yo con doce años ya tenía más práctica que un conductor de Cabify. Después, cuando tuve edad para el carné, me lo saqué del tirón. Está feo decirlo, pero iba a las prácticas de la autoescuela conduciendo. Anda que no tenía yo horas de drifting en la rotonda del Isla Azul. Podría haber hecho A todo gas versión flow gitano rompediscotecas. Si algún productor de Hollywood me está leyendo, ahí se lo dejo.

Con ese grupo de colegas con los que pasaba el día, que ya te he contado que eran mayores que yo, me fueron usando para otras «tareas» que al principio no entendía muy bien. O me daba miedo entender. Ellos iban a joyerías y me decían:

—Tú ponte aquí, vigila y si ves que viene alguien, grita.

Ocurrió varias veces, y cuando había que salir corriendo porque venía la policía, comprendía qué estaba pasando. Ellos me daban cincuenta euros por hacer eso. Tendría unos trece años por aquel entonces, y era el único del grupo que no consumía drogas ni fumaba ni bebía; así que ese dinero lo guardaba para comprarme el abono transporte lo primero y luego para las cosas de boxeo, que ya empezaba a gustarme y que, sin duda, era una vía de escape.

Así fue cómo comencé a ir al gimnasio. Yo aposté por una vida sana y por el deporte, en cambio mis colegas se iban a Valdemingómez. Más de una vez me enganchaban para que fuera de chófer y me costó años saber qué es lo que pasaba allí.

Mi vida mártir

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