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II

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Manuel estaba de encargado de guardia ese lunes, cuando ingresaron los nuevos al barco. Les tomó los datos a todos, uno por uno. Casi ciento veinte. Le llevó dos días, así que liberó de la guardia de furriel al cabo segundo Molina. El martes, Manuel siguió con el libro y el tintero, anotando y anotando.

—¿Nombre y apellido? —preguntó, claro y sin gritar.

—¡Carmen del Corazón de Jesús Mamani! —respondió casi en un grito el marinero de los pelos de clavo, ya sin el matorral, cuadrándose y con un uniforme por lo menos dos talles más grandes. Manuel se dio cuenta de eso cuando el recluta hizo el saludo sobre la sien derecha y solo le sobresalían los dedos de la manga.

—¿Lugar y fecha de nacimiento?

—Cerca de Añatuya, Santiago del Estero, señor. El 20 de febrero del 12.

—No soy señor —aclaró Manuel—. Soy cabo primero. El “señor” es para los oficiales. ¿Y qué hostias quiere decir “cerca de Añatuya”?

—Es que nací en el monte, señor. No hay nombre ahí. Es cerca de Añatuya.

El Suboficial echó una mirada a la libreta de enrolamiento. Decía Añatuya.

Bueno, dijo Manuel, vamos a poner Añatuya y al carajo, aquí también dice así. ¿Has ido a la escuela?

—No, señor.

—Así que no sabes leer y escribir… Bueno, aquí te vamos a enseñar. Te vas a pegar conmigo y no te mueves. Vas a ser ayudante de artillero, ¿sabes? Algo lo había conmovido de ese muchacho triste y silencioso. Algo le recordaba a él mismo, embarcando en Bilbao, teniendo miedo al mar. Teniendo miedo a que no le alcanzara la comida para el viaje, pero más, a no aguantar las ganas de volver a verla.

—¡Sí, señor! —Respondió Mamani, contento y agarrándose a esa soga que, literalmente, lo sacaba del agua.

—Ahora, llevas este papel y se lo vas a dar en intendencia, a ese cabo primero imbécil, al que le sobra la cara de idiota y que te ha dado ese uniforme, y le dices que lo cambie. Que si no, voy a ir yo, el suboficial Pérez —graznó.

Hacía rato que había aprendido a graznar y a dar las órdenes en una especie de dialecto que hacía balanza —“tranca balanca”, como decía el encargado salteño de la cocina entre el lunfardo porteño y un castizo dudoso y que iba y venía.

A Carmen, Manuel le enseñó todo, y sin guardarse nada, sobre el manejo de la artillería. Lo inscribió rápidamente en el curso de alfabetización que deban en Intendencia algunos conscriptos con un nivel alto de instrucción. Más tarde, le fue explicando, insistentemente, cómo reconocer los grados; cómo dirigirse a los oficiales y suboficiales, cómo cuidarse en los puertos y la manera en que podía ahorrar el poco dinero que ganaba.

Se fueron haciendo amigos. En el treinta y cuatro, Mamani, parando la oreja y haciendo caso a Manuel, completó el formulario para quedarse en la marina y hacer el curso para ascender a cabo segundo. Manuel había ascendido en esos días a cabo principal.

El suboficial se lo había aconsejado casi desde el primer día:

—Te das cuenta, marino, que aquí vas a tener una forma de hacerte la vida, que te vas a ganar el sustento. ¿Qué vas a ir a hacer al monte de Añatuya? —Retumbaban las palabras del principal en sus oídos.

—Es que mi mamá ya está muy viejita, mi principal… Tengo miedo de no verla nunca más —contestaba siempre Carmen. Allí se terminaba la charla. Manuel no avanzaba luego de eso. Él sabía lo que era dejar a los padres y no volver a verlos. Simplemente dejaba que Carmen se quedara pensando, aun sabiendo que no tenía otra salida más que pegarse a la marina. Lo dejaba así.

Nunca le dijo al muchacho que podía haber solicitado la exención al servicio: tenía a su madre sola y grande. Nadie le había informado, evidentemente, en su pueblo. No era él quien se lo iba a decir. No ahora.

Solo una vez, Manuel le preguntó. Adivinando, antes que Mamani respondiera, la vieja historia mil veces repetida:

—Tu padre, ¿dónde está?

—No lo conocí, mi principal. Los dos, él y mi madre, eran salteños. Venían en tren a Santiago del Estero y, desde allí, con un montón de gente más, salían en otro tren a Santa Fe, a bracear en la cosecha de maíz en el campo, en el otoño. Una vuelta, mi madre se quedó en Santiago porque me estaba esperando a mí. Mi padre nunca volvió. Ella solo me contó eso y no supe nada más. Las vueltas de la vida, vio.

—Las vueltas de la vida —dijo Manuel. Suspiró y armó un cigarro, calladamente.

Apenas Carmen aprendió a leer y escribir, comenzó a enviar toscas y cortas cartas que, en Santiago, Gutiérrez, el policía encargado de llevarlas a caballo al rancho en el monte, leía a su madre.

Ya no estaba la yegua mora. El comisario le había comprado “medio de prepo” un tostado, a unos sirio-libaneses que arreaban ganado desde Santa Fe a Los Juríes, en Santiago. Sabía que, entre las compradas, venían algunas vacas que eran ajenas, sin dueño, remarcadas. Entonces, para evitar problemas, le dejaron bien barato el potro.

Así, Gutiérrez logró un poco de velocidad, aunque de verdad extrañaba a aquella yegua mañera.

Carmen también enviaba, en el mismo sobre, parte de su casi invisible salario. Nunca dejó de pensar que había abandonado a Estrella a su suerte. Siempre el corazón apretado por eso.

La última vez que Gutiérrez fue al rancho llevaba unas bolsas de harina y grasa. Estrella no quería el dinero.

—Tráigame harina, Gutiérrez. ¿Para qué quiero acá la platita del Carmen?

Gutiérrez le llevaba lo que le pedía. Además, sacaba del patio de su casa naranjas y limones y se los alcanzaba. Sabía que, en el monte, frutas no había.

Esa vez, junto a la carta, iba una fotografía de Carmen. Orgulloso en su uniforme blanco, de verano. Se lo veía parado al lado de un gigante con bigotes de manubrio.

Estrella acarició suavemente el borde de serrucho de la imagen con sus dedos curtidos, como si acariciara a su hijo. Detrás, había un sello violeta con la dirección del estudio fotográfico y una leyenda que el policía le leyó:

Mamá. Acá estoy con Manuel, mi jefe y amigo.

Carmen

—No tiene que volver más acá, Gutiérrez. ¿Qué va a hacer en este monte, cuidando a esta vieja? Que se quede en Buenos Aires. Y que encuentre una mujer que lo cuide y lo quiera.

Gutiérrez no le contestó. No había nada que pudiera decir

Al final, Mamani fue suboficial a principios del treinta y cinco. Ahora ya se trataban de Carmen y Manuel, amigos y camaradas. Eran artilleros, los más rápidos y precisos en la batería de cañones de cuarenta milímetros, veloces, furiosos y difíciles de operar, y dos de los mejores marinos del barco. Toda la marinería, los suboficiales y oficiales lo sabían. Confiables, serios y responsables.

—¡Acá no hay jarana! —bramaba siempre, en servicio, el suboficial europeo y gigante. Un mástil en medio de un mar de reclutas retacones.

—No hay joda —pensaba y gritaba el cabo primero, respaldando a su superior.

Carmen tomaba mates todo el santo día, Manuel, no.

Uno no podía dejar, en parte, de hablar en castellano, siempre con las zetas y las eses finales sonando como shhhh; el otro, alargando las vocales finales y las esessss.

Cada vez que volvían de maniobras navales, desde el puerto, tomaban el tranvía a Barracas, derecho a la casa de Manuel, que casi era también la de Carmen. Los bolsos llenos de ropa sucia.

En el camino pasaban por alguna carnicería. El santiagueño preparaba el asado, cosa que su amigo nunca había podido hacer bien.

—Despacio Manuel, siempre despacio… Le damos una sola vuelta, si no se marea. ¡Un gaita haciendo asado! ¿De cuándo? —bromeaba siempre Carmen. Gaita; gallego; con él, Manuel nunca se enojaba. Ese muchacho cetrino, duro y generalmente callado, era también su familia. Su compadre, desde que había nacido Delia, su hija menor.

Sabía que, si pasaba algo, podía confiar en ese santiagueño de hablar pausado para velar por su familia.

—Nunca fui cagón, Manolo, pero el día que me destinaron al barco, ni podía subir la rampa, me temblaban las patitas, estaba re cagado de miedo, me daba vergüenza, no sé —confesó Carmen.

—Nadie es valiente, Carmen. Solamente sacamos coraje para que los demás no se den cuenta que tenemos miedo.

—Una vez maté un puma. Era de madrugada y me estaba matando los cabritos —recordó en voz alta el santiagueño, pensando en el miedo y en el coraje.

—¿Cómo hiciste para matarlo? Debe ser un bicho malo. Nunca vi uno. Solo algunos lobos, en verano, de lejos, cuando cuidábamos las ovejas con mis hermanos.

—Ni lo vas a ver compadre. Él te ve, mucho antes que vos le pongás el ojo. Y sí, es atrevido. Caza de noche. Más o menos dos leguas por dos, ese cuadrado es su lugar, según cuentan los baqueanos del monte. Por ahí se mete en un corral y te degüella cuatro o cinco caballos o terneros, chupa un poco de sangre y se va. Es raro que coma carroña, caza y mata todas las noches. Yo tampoco vi nunca un lobo.

—No hay lobos acá, por eso no viste ninguno ¿Y cómo hiciste para agarrarlo? ¿Le pegaste un tiro?

—No… No, no. No tengo escopeta. El rancho es pobre y la única riqueza que tenemos son los chivitos, así que junté coraje y me metí al corral con una macana de raíz de mistol. Había luna y lo vi antes de escucharlo. Marrón claro, enorme, los colmillos como cuchillos. No tiene rugido como los leones esos del cine… Hace como un gato, pero fuerte. Estaba echado mordiendo de un cabrito muerto, cuando me vio y se me abalanzó. Le di en las costillas, ahí quedó mal, y más luego, cuando cayó, le partí la cabeza. Ni lo cuerié… Lo arrastré al monte con una soga atada de las patas y lo enterré. Después sí me dio miedo. Estirado en el suelo, era más largo que yo. El guampudo me mató cuatro chivitos.

—¿Qué coños es una macana de mistol?

—De raíz de mistol. Del árbol que crece en el monte. Es un garrote. Es duro como el fierro. No se quiebra.

—¿Con eso mataste a un puma?

—Sí, con eso. Tus parientes que vinieron a conquistar deben haber ligado varios garrotazos de esos. Los Palacios, que son todavía puro indios incas, me han contado.

—Seguro que sí —sonrió Manuel.

Esa vez, por única vez, Carmen le preguntó a Manuel por qué lo había ayudado desde el primer día, cuando ni lo conocía. Nunca pudo olvidar la respuesta que le dio ese español duro y curtido:

—Porque no vine del monte, pero debes hacer de cuentas que también vine de Santiago. Como tú.

Treinta y dos rayos en Madrid

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