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Jimena y Macarena I

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Estaba preocupado desde hacía unas semanas. Madrid ya no era la misma ciudad, milicianos, hombres y mujeres, alborotaban las calles y metían miedo. Su hermano, sacerdote en Toledo, le había hablado de algunas cuestiones inquietantes. No había dicho nada a su familia, en especial a Isabel. Hablaría con sus dos hijos varones esta noche, con el café y el anís, luego de cenar. Dudaba entre preocuparlos y prepararlos para lo que creía que tarde o temprano llegaría.

Todo el mundo sabía que eran monárquicos y católicos, practicantes.

Siempre había estado orgulloso de eso.

Era julio, pero no hacía mucho calor esa tarde. Salió al balcón de su departamento, desde donde se divisaba un pequeño pedazo de la Gran Vía. Escuchó el timbre y supo que su esposa abría la puerta.

Le llamó la atención el estado en el que se encontraba su socio y amigo: sudoroso, agitado, la cara y la calvicie temprana enrojecidas por el esfuerzo de las escaleras.

—¡Jorge! ¡Qué alegría verte! No te esperaba acá. ¿Cómo te fue en Castellón?

Jorge ni lo escuchó.

—Mataron a Calvo Sotelo, Baltasar.

Nadie habló. Fue como si la noche se hubiera adelantado.

—Dicen que los milicianos están sacando gente, la llevan a las cárceles de toda Madrid, y a las checas comunistas y socialistas, aseguró. Hay policías que los ayudan. Otros, no. Detienen a curas, monjas, monárquicos, militares y policías, hasta a algunos ricos, por ser ricos nada más. Dicen que hasta hay venganzas personales, que sacaron delincuentes comunes de la prisión para que les ayuden.

—Vamos a calmarnos —trató de tranquilizar a todos Baltasar—. No van a poder hacer tanto desastre… No se van a arriesgar a que esto se les vaya de las manos.

—No sé, Baltasar. Vine para deciros que me voy a la casa de campo, quizás tendrías que sacar a tu familia. Si quieres, nos vamos juntos; en unos días podemos organizar todo. Llevamos comida para unas semanas, en dos autos cargamos todo, podemos acomodarnos. El estudio lo cerramos por unas semanas hasta que todo se calme —ofreció Jorge. Su amigo, su socio en el estudio de abogacía que tenían hace tantos años.

—Bien, déjame hablar con mis hijos y mañana en la oficina lo decidimos. Tú, cuídate ahora. Ya no sabemos quién es quién aquí.

Jorge los abrazó, y levantando la mano hasta la cara hizo un saludo triste antes de marcharse.

Julián, su hijo mayor llegó antes a la casa. Había convulsión en la universidad por lo de Calvo Sotelo y se fueron todos.

—¡Hola, hijo! —Se alegró Baltasar al tenerlos en casa. El corazón retumbando—. ¿No has visto a Pablo? Aún no ha llegado.

—No, padre, estaba con Rocío en el bar. Ya estará por llegar. No creo que se pierda la cena, glotón como es —lo tranquilizó.

Isabel comenzó a llorar, calladamente, se retiró y fue al dormitorio. Baltasar la siguió. Cerraron la puerta y Julián quedó solo en la sala de estar.

Ya no salieron. Esa noche no se cenó.

Por la mañana, las luces de ese julio caluroso se habían llevado todas las preocupaciones de la noche anterior. Estaban los cuatro en la cocina. Isabel preparando el café, Baltasar, Julián y Pablo, sentados en la pequeña mesa vacía.

—Bajo a la panadería y regreso en un minuto —dijo Pablo, al tiempo que se levantaba y salía del departamento.

Bajó casi corriendo las escaleras amplias, grises casi blancas desde el piso hasta la puerta de entrada. Se sorprendió cuando no vio a la portera, pero abrió la puerta sin llave y cruzó la calle en diagonal hasta la panadería de la esquina. Eran dos clientes y él, el tercero.

Cuando salió, adivinó dos autos, uno negro, el otro gris y crema, burdamente pintarrajeados en sus puertas y guardabarros, a pincel, con letras blancas. Se leía mayormente: “CNT”.

El hombre que estaba comprando antes que él y que lo conocía entendió más rápido.

—Están en tu edificio —dijo como en un susurro—. Quédate aquí, no vayas.

Pablo no quiso escucharlo, pero el señor, ayudado por el panadero, lo metió de nuevo al local.

Desde las vitrinas, vio, desesperado, cómo cargaban a empujones a su familia en los dos autos. Baltasar en el gris y crema; Isabel y Julián en el negro. Dos mujeres y tres hombres, armados con fusiles y pistolas, y vestidos con monos azules y con brazaletes negros y rojos en los brazos, gritaban y miraban hacia ambos lados de la calle, antes de subir, apretujados, y partir.

—Busca rápido un abogado —recomendó el señor que lo había retenido.

Pablo ni lo escuchó. Voló a su casa. Al entrar, el desorden era enorme: muebles con los cajones abiertos, jarrones rotos, ropa por el suelo. Aturdido, comenzó a llorar.

La anciana del piso superior, viuda de un coronel de la Guardia Civil, se asomó por la puerta semiabierta.

—¡Pablo! ¡Pablo! Te vi subir. ¿Dónde estás?

El muchacho salió de la cocina, asustado.

—¡Doña Jimena! —gritó casi en un ruego de auxilio—. ¡Se llevaron a todos! ¡Yo estaba en la panadería!

—Ven a mi departamento, arriba tengo un altillo, te esconderás allí. Una vieja como yo, seguro que a estos no les interesa. No salgas ni hables con nadie. Mucho menos con la portera. Me dicen que les pasa información a los comunistas. Parece que en todos los edificios tienen a alguien. Informan por teléfono a las checas cualquier movimiento sospechoso. Me dijo mi hermana. Me llamó hace un rato.

Pablo no podía entender lo que estaba pasando. Tenía 18 años, no sabía qué hacer.

Siguió a Jimena, lentamente, por la escalera de caracol gris. El bastón con empuñadura de plata resonando secamente en cada escalón.

El altillo era pequeño, pero tenía una claraboya en el techo por donde entraban luz y aire.

—Subes la escalera así, la guardas arriba y luego la bajas. Si entra cualquiera, no sospechará que alguien puede estar arriba. Bajas al baño y a comer, pero sin hacer ruido. Sabes que vivo sola y es como si no existiera. Si esa bruja que vigila escucha voces, nos va a denunciar. Va y viene por las escaleras con sus zapatillas de fieltro sin hacer ruido. Parece un gato. Si estuviera mi marido… —deseó.

—Siento molestarla, Doña Jimena —casi gimió Pablo. Aún confundido, asustado y triste y con un enorme peso en el alma.

—Nada de molestias. Te quedas aquí. Quizás mañana todo pase y vuelva tu familia. Por ahora, aquí y callado.

En agosto, la guerra ya estaba en marcha. Jimena le iba contando lo que pasaba. Madrid estaba ya en el frente y el bando nacional no podía tomarla.

Pablo supo que algo malo, sucio e irreversible había pasado con los suyos.

Jimena iba todos los días a golpear suavemente la puerta del departamento del piso inferior, acompasando el bastón escalón por escalón. Tenía la secreta esperanza de que alguno hubiera regresado, tal vez Isabel.

Si aparecía la bruja de las llaves, tenía excusa: le diría que estaba preocupada porque no veía desde hacía mucho a nadie de la familia. No había nadie. Nunca lo había. Luego del primer mes, dejó de bajar.

Macarena, una chica muy joven, de Murcia, de ojos y cabellos renegridos, la ayudaba, desde hacía unos meses, con la limpieza del departamento y traía los medicamentos y la comida cada dos días. Cuando ella estaba por llegar, Jimena golpeaba tres veces la frutera de plata de la mesa del comedor. Pablo se quedaba inmóvil, acurrucado durante tres o cuatro horas en su colchón del altillo, hasta que volvía a sonar la frutera, señal de que la muchacha ya se había retirado.

Escuchaban la radio, pegados a la luz amarilla que entregaban los orificios en forma de arabescos de la enorme caja de madera. Era inútil. Solo propaganda del gobierno todo el día. Poca música y nada que les aclarara un poco el norte. Mucho sobre la bondad de la Unión Soviética y Stalin, y la voz agria y chillona de esa mujer que decía que los fascistas no iban a pasar. En unos días, dejaron de encenderla.

La comida escaseaba, y no podían pedir mucha. Levantaría sospechas.

—Papas y cebollas… ¡Comida de viejos! —bromeaba Jimena cuando Pablo bajaba, una vez por día, para alimentarse.

—¡Mil gracias, Jimena!

—No hay problemas.

—No sé qué hubiera hecho si usted no aparecía ese día. No puedo entender qué está ocurriendo ni donde estará mi familia —el rostro siempre humedecido por las lágrimas en cada oportunidad que hablaba de eso.

—Nada, nada, no hace falta agradecer —repetía la anciana, con el corazón en un vuelco.

Treinta y dos rayos en Madrid

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