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III

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A la tardecita, terminaba el hombreo de bolsas de cereal desde el galpón al muelle. Sacaba la bolsa de arpillera del hombro, la sacudía y la ataba a su cintura.

En ocasiones, le tocaba hombrear desde el muelle al barco. Allí, la cosa era más dura: había que trepar la pasarela hasta cubierta, con todo el peso en el hombro. El polvo del cereal metiéndose en los ojos, en los oídos, en la nariz. Las bolsas como esmeriles, royendo los hombros.

Un viernes, al salir del turno de trabajo, juntó coraje para hablar con dos cabos segundos y tres marineros de uniforme azul y polainas blancas que montaban guardia en la entrada del puerto.

Desde el viaje en el Neptuno y las charlas con aquel galopín, fumando sentado sobre las lonas amontonadas en cubierta, seguía pensando en el mar y los barcos. Nunca más había hablado con Ángela de eso: del mar y de los barcos. Pero todo seguía presente en su cabeza.

—Perdón por molestar: ¿cómo entraron a la marina? —preguntó inquieto.

—Tiene que ir a la escuela de suboficiales- Allí le van a explicar todo —contestaron casi al unísono los dos muchachos que estaban a cargo del grupo. Uno de ellos, anotó la dirección en el revés de una cajetilla de cigarrillos vacía y se la entregó.

—Vaya allí. Lo atenderán a cualquier hora—explicó.

En el recorrido hasta su casa en Barracas, no podía dejar de pensar. Había ahora en él una extraña y un poco agria agitación. Esperanza y luz. Quizás un futuro. Pero debía decirle a su mujer y esperar su reacción. No le sobraba confianza.

Cuando llegó, Ángela estaba sacando pequeñas brasas del brasero con las pinzas que él le había hecho y las colocaba en la plancha de hierro. Le dijo lo que pensaba a hacer.

Le fue bien. Ella le abrió el portón a su destino. Agradeció la suerte de tenerla.

—Cumple con todos los requisitos para entrar —graznó el suboficial lleno de ve cortas rojas en la chaqueta azul, en la mesa de entrada de la escuela de suboficiales.

—Tiene estudios primarios y la edad, y salud, parece que también. Cuando llegue el momento, le harán la revisación. El único problema es que es español y para ingresar a la armada debe nacionalizarse argentino —lo fulminó en un segundo.

Nunca había pensado en eso.

—Dejar de ser español —se dijo amargamente—. ¿Cómo? —pensó en voz alta.

—Tiene que ir a Relaciones Exteriores, allí lo puede hacer —lo orientó el cabo principal, pequeño, peinado hacia atrás y de bigote finito, alcanzándole los papeles del reclutamiento.

Cuando cruzó la puerta de la escuela, supo que lo iba a hacer, que lo iba a intentar, que ese era su destino, que esa iba a ser su vida.

A las 7 de la mañana estaba zapateando las escaleras grises de mármol del Ministerio del Exterior, con su documento español.

Treinta y dos rayos en Madrid

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