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Sabiduría de olores y pasiones


Ana es la mujer más bella de todas. Ha sabido utilizar sus encantos para persuadir a todo tipo de chicos; solo que su actitud es un poco especial, ya que ha crecido donde raya la burguesía de los nuevos ricos con algunas limitantes de la clase media baja. Era muy selectiva, estricta y de gustos refinados. En lo personal, prefería convivir mil veces con las personas de categoría, pero eso cambió cuando conoció a un chico especial en un evento de la familia Martínez Bell.

Recién se había pintado su cabello de rojo. Era bastante intenso el tono. Llevaba un vestido negro entallado que remarcaba su cintura y levantaba sus senos redondos y carnosos. Todos sus accesorios solían llevar corazones y ese día no fue la excepción, pues recién acaba de comprar una pulsera con dijes de plata en forma de corazón que hacían juego con un collar, y unas coquetas de plata que le había heredado su abuela.

En la fiesta había un chico con un traje negro y una corbata en el mismo tono de rojo que su cabello, lo que le llamó la atención. Lo siguió observando y se percató de que él también la observaba, así que él empezó a aproximarse a ella.

El chico era atractivo: su tez era blanca, su cabello estaba bien peinado hacia atrás, y su bigote y barba, que se cerraban en un candado perfecto, estaban bien recortados. Traía unos lentes con un marco negro que resaltaban sus ojos color miel, pero su olor fue lo que la sedujo: era un perfume maderoso muy varonil.

–Hola, Señorita belleza. ¿Le molestaría si me siento aquí, junto a usted? ―dijo el chico en tono galante.

Ana aceptó y comenzaron a charlar. Su conversación era tan interesante, y lo mejor de todo era que empleaba palabras muy sofisticadas, lo que hacía que Ana se embelesara más del chico.

Se llamaba Diego. Era un amigo de la universidad de Renée, la hija de los Martínez Bell, quien ahora estudiaba Contabilidad y antes había estudiado Filosofía, donde había conocido a Diego, lo que justificaba que su vocabulario y conocimientos fueran amplios como los de Renée. Cada que salía una palabra de sus labios rosados, enmarcados por el bigote en forma de candado, hacía que Ana empezara a excitarse, ya que era “sapiosexual”, y todo lo que le dijera, a Ana le parecía interesante.

Ambos comenzaron a beber. Como avanzaba la noche, también compartieron cigarrillos mientras discutían de política, problemas nacionales y temas varios, hasta que apareció Renée en un hermoso vestido azul.

–Ya se conocieron. Eso es bueno –dijo, sarcástica–. No hay nadie divertido en esta cena y, en verdad, su conversación me frustra. ¡Están en una fiesta, no en la escuela o en la oficina, menos en una mesa de discusión! ¡Me frustra que la gente hable esas cosas en fiestas! Hablemos de algo más divertido o, mejor, vamos a hacer algo más divertido –dijo Renée.

Los tres jóvenes se levantaron y fueron a los jardines de la terraza, dejando el festejo atrás.

Cuando llegaron a unas bancas de cantera, se sentaron Ana y Diego, mientras observaban a Renée, que sacaba de su escote en forma de corazón un porro de marihuana.

–Cielos, querida, no pensé que fueras de ese tipo de persona –dijo Ana, admirada.

–Créeme, cariño, es imposible entrar a mi carrera y no haberla probado para poder entender a Freud o Nietzsche –dijo Renée mientras encendía el porro.

–No digo que esté mal; solo que no pensé que lo hicieras –dijo Ana, justificando su anterior comentario.

Observó a Diego esperando que él tampoco aceptara, pero en cuanto Renée expulsó el humo de su fume, Diego le quitó el porro y le dio uno también.

–Vamos, Señorita belleza, no es que con un solo jale usted se vaya a volver adicta. Además, aquí estoy para ayudarla en caso de que se ponga mal. En verdad, necesita relajarse y esto puede ayudar –dijo Diego y le acercó el porro a la boca.

–¿Qué vas a hacer, decirle a mi mamá? Está ocupada en el bullicio, no la alteres, mejor solo disfruta –dijo Renée.

Con curiosidad y timidez, Ana agachó la cabeza al sentir la presión de Renée y Diego, tomó el porro y fumó de él. Tosió y expulsó el humo por boca y nariz, y empezó a toser con más fuerza. Apenada de que la observaran y se burlaran, pensó que lo mejor sería retirarse y buscar alguien más con quien pasar la noche, como el hermano de Renée, a quien no había podido saludar.

Sin embargo, Ana continuó con ellos. Seguían bebiendo y fumando. La combinación de alcohol y el efecto de la marihuana habían hecho que se tranquilizara demasiado.

Ana comenzó a soltarse más, perdió los modales, dejó de un lado la burguesía y esa actitud de niña refinada y se soltó totalmente.

Diego comenzó a volverse más excitante de lo que ya le parecía. Se acercaron más de lo debido, entrando justo en la zona donde ya se permite todo. Diego le comentó a Ana, susurrándole al oído, que ya estaban ambos lo bastante calientes, y que debían hacer algo más interesante en esa situación. Ana deseaba hacerlo, pero intentó hacer algo para darse a desear más, esperando que despertara más la libido de ambos.

–¿Siempre has sido así de seductor? ¿Estás intentado seducirme? –dijo Ana.

–No lo sé. ¿Eres seducible? –dijo Diego en un tono burlón, mientras hacia un movimiento gracioso con la ceja.

Ana empezó a reír y se apoyó en su pecho. Él se agacho y le dijo al oído:

–Vamos a otro lugar.

Ella lo observó y lo besó.

Ambos salieron del salón y pidieron un taxi. Durante el camino hablaban sobre a cuál casa deberían de ir, además de seguir besándose. Ana insistió en que fueran a su departamento y ahí los llevo el taxista, quien observaba con algo de incomodidad a los jóvenes que con vigor y lujuria se besaban y manoseaban.

Empezaron a corretearse por las escaleras, hasta llegar al piso donde vivía Ana. Entraron a la sala, y él tomó a Ana de la cintura y la llevó hasta la recámara, mientras iban desnudándose de camino a la habitación, regando por la casa de Ana la ropa de ambos.

Diego se percató de que Ana no llevaba ropa interior, lo que lo excitó aún más, y Ana pudo percatarse de ello, ya que el bulto endurecido en la entrepierna mostraba un bien dotado miembro.

En cuanto la despojó del vestido, él empezó a olfatear todo su cuerpo, y también lo recorría con besos. Antes de recostarla en cama, la volteó para contemplar su cuerpo, la fina figura: su piel parecía porcelana delicada y blanca. Ella le quitó el calzoncillo y descubrió que su verga estaba erecta.

Diego ya le había parecido completamente excitante, pero, al observar el cuerpo de Diego (Era alto, y su rostro seguía siendo igual de atractivo, pero su complexión no era igual a cuando tenía el traje, no era fornido, tenía un cuerpo común, era delgado y tenía una pequeña barriga; además, estaba lampiño y solo tenía algo de vello en las axilas y en el pubis, completamente opuesto a los chicos con los que acostumbraba salir), le pareció más excitante e interesante.

Ambos se recostaron en la cama, se besaban mientras se ponían en una posición adecuada para ambos, girando sobre las almohadas de plumas y unos almohadones de peluche rojos y negros sobre la cama de Ana. Ella abrió las piernas dejando entrar a Diego y, justo antes de empezar el acto, él le dijo al oído:

–¿Estás segura de que quieres hacerlo?

Ana lo tomó de las nalgas y lo jaló hacia ella para que la penetrara; su rígida verga la atravesó haciendo que ambos lanzaran un grito de dolor y placer. Comenzaron ese acto como un baile: haciendo esos movimientos de cadera, sucumbiendo al deseo y saciando lo más bajos instintos de ambos.

–Oh, perra, sí que te gusta sucio y duro –le dijo Diego, y seguía moviéndose en su interior.

Ana se molestó, dejó de sentir placer y le metió una bofetada, haciendo que se detuviera. Él se quedó viéndola sorprendido.

–No seas vulgar –le dijo y lo giró quedando ella sobre él.

Ella tomó sus manos, impidiendo que la tocara, y empezó a montarlo. Hacía que él se estimulara más. Después lo soltó y le permitió sentarse para que la acariciara y se deleitara con el tacto, haciendo a Ana gozar más.

El acto empezó a culminar. Diego terminó antes que Ana, así que él se dispuso a complacerla dándole sexo oral, y masturbándola. Ella se retorcía de placer, jadeante, ante el tacto y los movimientos de labios y lengua de Diego entre su vulva.

Esos labios que le habían causado orgasmos auditivos ahora le daban pie a alcanzar un orgasmo táctil para finalizar esa noche de manera especial.

Pasaron la noche juntos. Al amanecer, después de desayunar, Diego se fue. Acordaron tener una cita esa noche.

Ana despidió a su galán en la puerta y regresó a su cama. Estaba emocionada. Por fin había encontrado al chico de sus sueños en un chico completamente opuesto a lo que esperaba.

Llegó la hora y Ana se puso un vestido rojo y salió para llegar a la cita. El lugar estaba lleno y se sentía el calor; apestaba a muchedumbre, a hormonas y a licor. Había algunos olores que salían del baño. Ana ya no soportaba más. Incluso pasar entre las personas que estaban bailando era imposible.

Las personas se ven corrientes. Hay hombres con la ceja depilada y pendientes en las orejas; la ropa no les va: o es muy estrecha o les queda gigante, y no tiene nada de estilo; y lo peor: las chicas con esos vestidos pegadísimos donde tienen apretados los pliegues de piel y grasa. Mientras las observa, solo puede pensar que se les ven fatal, en especial con todos esos cristales pegados, y lo peor es que están maquilladas de tonos blancos cuando su piel es morena. También están los chicos que se creen interesantes. Se hacen llamar “hipsters”, pero para ella se ven como hippies mugrosos.

Encontró un asiento en la esquina del lugar junto a la barra. Ya estaba desesperada, a punto de marcarle a Diego para comentarle que se fueran a otro lugar, cuando por detrás llegaron unos brazos desnudos y rodearon su cintura.

–Señorita belleza –dijo la voz seductora de Diego.

Al voltear a ver a su galán vio un cambio muy radical: Diego estaba vestido con unas bermudas azules con líneas verdes, sandalias negras y una camisa sin tirantes de color naranja; traía puesto un sombrero de pesca color beige. El atuendo no combinaba para nada. Ya no era el chico encantador del cual creía que se había enamorado la noche anterior; incluso su olor era distinto, apestaba. Ya no era un perfume delicioso: era una mezcla de sudor y de todos los olores del lugar.

–Querido, ¿Cómo diste con este lugar? Está lleno de gente tan corriente –dijo Ana evitando mostrar por completo su disgusto.

–Qué manera tan fría y fea de describir algo tan agradable y candente. ¿Qué te parece si mejor disfrutamos un rato con los chicos y unos tragos, antes de seguir complaciendo tus deseos? –dijo Diego besando su cuello y acariciando su cuerpo.

Desplazó su mano hasta llegar a su nalga y le dio un pellizco, lo que incomodó a Ana.

–Diego ¿Qué te parece si mejor vamos a un buen bistro y vamos a ver si tienen un buen paquete que incluya un buen vino? –dijo Ana esperanzada en que el chico aceptara.

–El único paquete que tendrás hoy será el mío después de ir a bailar –le respondió Diego, y tomó la mano de Ana y la deslizó acariciando su entrepierna.

Ana reaccionó molesta; rápidamente se paró y comenzó a caminar, pero, antes de apartarse mucho, Diego le tomó la mano.

–Relájate un chingo, Ana. Vuelve. Recuerda que, “entre más corriente, más ambiente”. Además, aquí ponen música increíble.

Ana lo observó y se quedó pensando entre salir corriendo o volver con él, y seguir resistiendo ese olor tan peculiarmente desagradable.

Bell: La vida es puro cuento

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