Читать книгу Carmen Aldunate sin corazas - Patricia Arancibia Clavel - Страница 10

2 · Más Salas que Aldunate

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Perdona que parta por lo más obvio. ¿Cuándo y dónde naciste?

Nací en pleno verano, el 10 de febrero de 1940 en Viña del Mar porque a mi mamá le dio flojera volverse al calor de Santiago. Tan simple como eso. Una partera fue a la casa y todos creían que sería diezmesina ya que me demoré más de la cuenta en salir… Mi mamá se llamaba Eliana Salas Edwards, pero como nadie sabía cómo escribir bien su segundo apellido, decía que se llamaba Eliana Salas Yegua. Era lo más maravillosa que puedas imaginar, fuera de toda clasificación. Aparte de ser muy bonita —preciosa, la verdad—, tenía una forma de ser absolutamente diferente al común de los mortales. Fue una de las primeras mujeres hippies en Chile y la primera en ponerse pantalones para salir a la calle. A ella le importaba poco o nada el qué dirán. No tenía sentido del ridículo y una autenticidad abismante. Cuando nací me puso Carmen Zita, parece que en honor a una emperatriz austríaca, pero, sobre todo, porque quería que todo el mundo me dijera Carmencita…

Mientras me respondía, pensé que no solo no me había equivocado en la elección de mi personaje, sino que además en este viaje por su vida y la de su familia me iba a entretener mucho.

¿Fuiste hija única?

Fuimos cuatro hermanos y soy la única sobreviviente: Eliana, Jorge, Luis Eduardo y yo, en ese orden. Ellos eran mucho mayores. Fui el “concho”, y me imagino que resultado de un reencuentro de mis padres, porque él era bastante picaflor. Yo tenía dieciocho años de diferencia con mi hermana mayor y catorce con el que me seguía para arriba… Es decir, me crie como hija única. Mi papá se llamaba Jorge Aldunate Eguiguren, era abogado y fue diplomático, cualidad que me han dicho no adquirí… jajaja.

Sí, al parecer tu lado lúdico no viene por lo Aldunate…

Soy mucho más Salas que Aldunate. Mi abuelo, Eduardo Salas Undurraga, era el ser más extraño que he conocido. Excéntrico como el que más, venía de una familia muy emperifollada y, que yo sepa, no hizo nunca nada más que casarse con mi abuela —Adela Edwards Mac-Clure— quien tenía los millones de arlequín. Tenía fama de ser uno de los hombres más elegantes de su época y su gran hobby fue la fotografía en vidrio. También era inventor de cosas raras y, entre sus locuras, estuvo la de encargar a Suecia tres casas de veraneo prefabricadas idénticas, las que decoró con el mismo mobiliario. Pero no solo eso… también hizo traer en triplicado su ropa desde Inglaterra, aduciendo que así podía viajar ligero de equipaje entre casa y casa. Instaló una en Nogales —el fundo de mi abuela—, otra en Viña y la que yo alcancé a disfrutar al máximo, que fue la de Quintero.

¿Puedes hablarme de tu abuela Adela? Tengo entendido que ella era nieta de Juana Ross, la mujer más rica de Chile a comienzos del siglo XX, pero a su vez, ejemplo de humildad y de entrega a los pobres…

Adela Edwards Mac-Clure

Eduardo Salas Undurraga

Sí, es verdad. La “mamita Juana” —como le decían en la familia— influyó mucho en la manera de ser y pensar de mi abuela Adela, quien fue su ahijada y nieta regalona. Siempre escuché que hizo votos de pobreza y que recorría los cerros de Valparaíso, toda vestida de negro, ayudando a quien se le ponía por delante.

Lo que yo sé es que Juana tenía una enorme riqueza ya que se casó con su tío Agustín Edwards Ossandón, forjador de la fortuna Edwards. Quince años menor que él, tuvieron que pedir dispensas a la Iglesia Católica para el matrimonio por lo cercano del parentesco, ya que él era hermano de Carmen, su madre.

¡No te puedo creer, no tenía idea! Es bueno tenerlo en cuenta, ya que quién sabe si de allí vienen todas nuestras rarezas…

Juana Ross

Y también, por qué no, ¡el temple y fortaleza…! Piensa tú que doña Juana vio morir a sus siete hijos y a su marido, antes de partir ella misma en 1913. Su funeral fue apoteósico y es considerada una de las filántropas más importantes de Chile…

Yo solo me acuerdo que con mi mamá nos reíamos harto, ya que a nosotras no nos tocó ni un “real” ni de Juana ni tampoco de mi abuela Adela, quien también dedicó su vida a la labor social y a la defensa de los derechos de la mujer.

Cuéntame, ¿tú alcanzaste a conocer bien a tu abuela?

¡Claro que sí! Viví mis primeros años con ella y mi abuelo Eduardo en el palacete que tenían en la calle Catedral, pleno centro de Santiago. Tanto ahí como después, cuando enviudó y se fue a vivir frente a nuestra casa en la calle María Luisa Santander, compartí mucho con ella. Era católica practicante y, en ambas casas, tenía una capilla al lado de su pieza. Allí escuchaba misa diariamente y recibía a cuanto obispo y cura existente por los alrededores. ¡Cuánto les habrá pagado! Con mis primos José y Felipe Subercaseaux —hijos de mi tía Mary, hermana de mi mamá— teníamos terror de tocar una piedra que estaba en el medio del altar, porque alguien nos dijo que era sagrada. Así y todo, muchas veces entrábamos a hurtadillas, tocábamos la campanilla y hacíamos “nuestra” propia misa con pan en vez de hostia. Por otro lado, casi siempre vi a mi abuela vestida con una sarga negra porque, al igual que su abuela Juana, hizo votos de pobreza y fue extremadamente puritana.

¿Cómo lo manifestaba?

Me acuerdo que como estaba tan ocupada con sus obras de caridad, a nosotros, sus nietos chicos, nos recibía temprano en la tina mientras se bañaba. Se metía al agua enteramente vestida, sin mostrar nada de su cuerpo, y para mí eso era tan natural, que pensaba que todas las abuelas del mundo se bañaban de la misma manera. En la casa de calle Catedral había un Rubens y, como ella consideraba que era impúdico mostrar las pechugas, no encontró nada mejor que pintárselas encima de un color azuloso para que no se le vieran. Cuando se murió, tuvo que venir un experto para restaurar el cuadro y poder venderlo. Ya mayor —murió en 1952 cuando tenía 76 años— recorría los parques y jardines con su bastón e iba rompiendo los “pirulines” de las estatuas o poniéndoles yeso encima. Pero esta pechoñería —que claramente yo no heredé— no impedía para nada que fuera una mujer divertida y con un gran sentido del humor. Nunca la vi golpeándose el pecho o con cara amargada. De repente la pillábamos en alguna maldad, como cuando llegaba a almorzar y venía con los bigotes marcados con azúcar flor porque había pasado a comer pasteles. Se hacía la lesa, pero era muy golosa y dulcera. Le encantaban los postres y, pese a que tenía una diabetes bastante avanzada, no se privaba de nada. Pero lo más importante para mí, es que fue una mujer muy activa e independiente. Debe haber sido una de las primeras feministas que tuvo el país y batalló incansablemente por el voto femenino.

Mientras me describía a su abuela, se me vino a la mente la propia Carmen y la gran temática de su pintura: mujeres, mujeres y más mujeres. Pensé entonces que quizás en el origen de su inspiración estaba la necesidad de reencontrarse con sus raíces y con ella misma. Juana, Adela, Eliana, su madre, habían sido mujeres diferentes, disruptivas y le hice entonces la pregunta si cuando pintaba las tenía presentes…


Mis abuelos maternos

Yo no pienso cuando pinto, lo hago por instinto, simplemente me sale de la “guata”, pero sí te puedo decir que Adela fue mi primera gran inspiración, tanto así que uno de los primeros cuadros al óleo que enmarqué fue el de ella. Lo tengo en mi taller y… me observa. Fíjate que —entre muchas otras cosas— creó una institución —Cruz Blanca— que tenía como objetivo acoger a las jóvenes solteras que quedaban embarazadas y no tenían dónde ir. ¡Imagínate esto en una época en que estas pobres mujeres eran tratadas como parias! Siempre la admiré por su fuerza y carácter y también por esa capacidad de enfrentar la vida a su manera. No lo sé, pero tiendo a creer que, casi como osmosis, esa forma de ser se plasma —de una u otra manera— en mi pintura.

¡Por suerte que no heredaste su parte pechoña! Creo que se hubiera dado varias vueltas en su tumba si hubiera alcanzado a ver algunos de tus dibujos y pinturas…


Mi mamá, mis primos José, Felipe Subercaseaux y yo

Jajaja. Me acuerdo que después de una exposición donde presenté varios cuadros de desnudos, un amigo de mi abuela me escribió con humor: “Qué bueno que estés recuperando los pechos y partes pudendas que tu abuela hizo desaparecer…"

A estas alturas de la conversación, ya nos habíamos tomado un par de cervezas y nos habíamos fumado varios cigarrillos. Pasamos al comedor donde un coromandel japonés heredado de su abuelo paterno, hecho a mano con incrustaciones de nácar, decora toda una pared. La Angélica —quien cocina como los dioses— tenía preparada una comida exquisita. Yo, que no quería perder ni una coma de lo que la Carmen me estaba contando, me trasladé a la mesa con grabadora en mano. Me había crecido la curiosidad por saber más de su familia y le pregunté cuánto le habían influenciado las mujeres de su entorno familiar.


Sergio y Andrés

Absolutamente. Soy un poco todas las mujeres de mi familia y creo que mis hijas no escapan a ese “karma”. Durante un tiempo largo, mis abuelos maternos llevaron una vida bastante cómoda y sin mayores sobresaltos. Tuvieron seis hijos: Silvia (la mayor), Eliana (mi mamá), Filomena (la tía Mena), María Luisa (la tía Mary), Sergio y Andrés. Todos ellos nacieron y se criaron en la casa de Catedral con institutrices y profesores particulares, como se hacía en esos tiempos. Sergito, el menor, nació con síndrome de Down y murió de 8 o 10 años. Lo fantástico de mi abuela fue que, en tiempos en que estas situaciones no se enfrentaban y tendían a ocultarse, ella no escatimó esfuerzos para convertirlo en un niño más de la casa. De hecho, con una entereza envidiable y una fe que movía montañas, afrontó esta condición de Sergito como un regalo de Dios y no hizo ninguna diferencia en su crianza y formación con sus otros hijos durante los pocos años que este alcanzó a vivir. Hace poco vi una foto donde están mis tíos Andrés y Sergio, de unos 5 o 6 años, los dos vestidos iguales, de marineros, frente a un escritorio con un libro abierto. Y es que mi abuela prefirió no mandar al colegio a Andrés para no hacer diferencias.

En todo caso, no fue esa pena la que marcó a mi familia, sino la muerte temprana de mi tía Silvia, la hermana mayor de mi mamá.

¿Fue un accidente?

Sí, y soy una convencida que su trágica muerte a los 19 años trajo significativas secuelas anímicas en mis abuelos, mi madre, mis hermanos y, por extensión, en mí misma. Sin duda, hay un antes y un después de este hecho, el que, sin desearlo, ronda como un fantasma en mi vida y en lo que soy.

En este momento de la conversación supe que recién estábamos rozando la superficie de la verdadera historia de la Carmen. Ambas sabíamos que no íbamos a poder esquivar nuestros dolores, esos que marcan nuestras vidas y que de una u otra manera explican por qué escribimos lo que escribimos, por qué pintamos lo que pintamos… Esos dolores que necesitan muchas corazas para que no duelan tanto.

Ya era tarde. Nos habíamos tomado unos “taquitos” de whisky y comentamos que echar la vista atrás, a veces le hacía bien al alma.

Es muy rico conversar contigo. Estos son temas que se hablan muy poco… Ojalá puedas rastrear más información sobre mis abuelos, en especial de Adela y de aquel accidente. Yo creo que detrás de su entrega y fuerte personalidad hubo mucho sufrimiento y pérdidas. ¿Cómo sobrevivió a la muerte de dos de sus hijos? ¿Cómo lo hizo Juana, que los perdió a todos? Hay distintas maneras de enfrentar estos profundos dolores. Algunos enloquecen, otros siguen adelante entregándose a los demás y también existen aquellos que —como nosotras— pintan o escriben…

Sí, pienso que cada persona busca exorcizar sus dolores, expulsarlos, de acuerdo a sus dones y circunstancias, y tú naciste con el pincel en la mano…

Sí, casi como chupete… Desde que estaba en la cuna vi colores y pinceles. Entre medio de todas sus actividades, mi abuela también pintaba y les traspasó el gen a sus hijas. Mi mamá tenía un taller en la casa donde aparte del dibujo, la pintura y la escultura, hacía unas cerámicas preciosas. Yo me crie entre gredas, yesos, telas, paletas, atriles, óleos y diluyentes…

Le dije que hablaríamos de eso y mucho más en nuestro próximo encuentro. Eran más de las dos de la mañana y nos despedimos con la grata sensación que nos habíamos embarcado en una aventura sin vuelta atrás. En ese momento, aún no sabía qué estructura le daría al relato ni cómo ordenaría esta y las siguientes conversaciones. Lo único que sí tenía claro era que no podría dejar de contarlas.

Carmen Aldunate sin corazas

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