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2 · Silvia: y todo cambió para siempre

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También te traje algunos datos sobre el accidente de tu tía Silvia, pero antes de entregártelos, me gustaría que me contaras lo que tú sabes…

Lo que sé es que ella tuvo una espantosa muerte en un accidente automovilístico. Mi tía era los ojos de mis abuelos y solo tenía dos años de diferencia con mi mamá, quien también iba en el auto y sufrió graves heridas. No sé bien cuándo, cómo y dónde pasó todo esto, pero, como te dije el otro día, de ahí en adelante todo cambió en mi familia. Mis abuelos nunca volvieron a ser los mismos y mi mamá —que no tenía más de 17 años— entró en una gran depresión…

Te puedo aportar algunos hechos. El accidente se produjo en Santiago el 12 de diciembre de 1919, cuando tu tía Silvia y tu mamá regresaban de una gran fiesta, acompañadas por su institutriz —Winifried Doherty— y dos amigas: Alicia Cañas Zañartu y Virginia González Balmaceda. Era viernes y, como tantas otras veces, tu abuelo Eduardo envió a buscarlas con el chofer en el auto de la familia. En algún momento, Rafael Cañas, hermano chico de Alicia, quien también venía en el auto y no tenía más de 16 años, le pidió al conductor que lo dejara manejar, perdió el control y en la esquina de la Alameda con Riquelme chocó de manera brutal. Todas las mujeres quedaron heridas graves, pero fue Silvia y su institutriz las que sufrieron la peor parte. La gravedad de sus lesiones fue tal que ambas no lograron sobrevivir, muriendo al día siguiente.


Mis abuelos paternos

¡No quiero imaginarme cómo habrá sido eso! Nunca supe los detalles y durante mucho tiempo en mi casa se mantuvo reserva sobre el nombre de quién iba manejando. Nadie hablaba del tema abiertamente, ni siquiera cuando yo era grande. Mi mamá fue siempre muy reservada al respecto y me imagino que fue porque no quería revivir ese dolor.

Es que fue un gran drama familiar…

La vida social de mis abuelos terminó abruptamente y la casa de Catedral —esa que tú me muestras en esas fotografías— perdió todo su esplendor y se volvió fría y lúgubre. Cuando yo viví ahí, a comienzos de los años cuarenta, es decir algo más de veinte años después, todo era sombrío.

¿Aún la recuerdas?

Era un caserón gigantesco que tenía un teatro con escenario y butacas en el primer piso. Ahí yo jugaba con mi prima Angélica Salas, la única hija de Andrés, hermano de mi mamá. Nos encantaba intrusear las piezas del segundo piso y una vez que nos mandaron a dormir siesta, abrí un velador y nos encontramos con una “pelela” que en esos tiempos le decían “cantora”. Nos reímos muchísimo, imaginando a algunos de mis abuelos usándola. Toda la casa estaba llena de cosas raras, entre ellas, muchos animales embalsamados, ciervos y tortugas, como las de Galápagos. Subiendo la escalera, había unas armaduras horribles y mi prima Angélica subía con los ojos cerrados… También me acuerdo que en los baños —que eran grandes— había lavamanos floreados y las tinas tenían patas de bronce… ¡Las cosas que me haces recordar!

Debes de haber tenido 4 o 5 años…

Y, claro, ahora entiendo… rara vez vi a mi abuelo. Pasaba encerrado en su taller de fotografía y ni siquiera bajaba al comedor. Mi abuela, en tanto, simplemente decidió desaparecer de la casa y llenarse de más actividades feministas y de caridad. Creo que su principal salida era al Cementerio General, donde mandaron a construir un gran mausoleo de tres pisos que hoy es monumento nacional. Ambos vivían solo para recordar a la tía Silvia.

Tanto es así que, todavía veinte años después, en mayo de 1939, Adela fundó una escuela básica particular que hasta el día de hoy funciona, y que lleva el nombre de Silvia Salas Edwards. Queda en la calle Antofagasta, en el barrio de Estación Central, y la dirigen las religiosas adoratrices…

Entre paréntesis, ¿supiste qué pasó con esa casa y las cosas?

Poco tiempo después que murió mi abuelo se vendió y parece que —¡oh, paradoja!— por un período fue sede del Partido Comunista. Como te conté, ya viuda, mi abuela Adela se fue a vivir frente a nosotros, y mi mamá con mi tía Mary —que eran muy yuntas— se hicieron cargo de deshacer el enorme caserón. Fue todo un acontecimiento. Me acuerdo que con mis primos José y Felipe nos paseábamos incrédulos mirando cómo se tiraban las cosas a la calle y que una multitud de gente se llevaba todo. Nosotros con mis primos también recogíamos lo que nos gustaba, pese a que mi mamá y la tía Mary nos revisaban como policías para que no devolviéramos nada. Así y todo, logré salvar una vitrina de cristal preciosa. Me acuerdo que cerraron la cuadra y que se botó muchísimo. La calle parecía tienda de antigüedades y el lema ¡llegar y llevar!

¿Conservaste algo para ti?

Ese “apoya pie” que ves ahí y que debe tener más de dos siglos porque era de la “mamita Juana”. A mi mamá nunca le interesaron las cosas materiales, así que conservó muy poco de esa casa. Pero mi prima Angélica me ha contado que tiene unas copas de cristal finísimas, que dan miedo hasta mirarlas por lo frágil que son y que mis abuelos se habían traído de Europa en algún viaje anterior a la muerte de Silvia.

¿Y la casa del fundo de Nogales?

Eso sí que fue tremendo. Lo que pasa es que en ese lugar, un año antes de la desgracia, los abuelos le hicieron a mi tía Silvia una gran fiesta de estreno en sociedad. La casa era monumental, la más grande de las que Eduardo trajo de Suecia. Tenía hasta zoológico propio. Para esa fiesta, él mandó a construir un ramal desde la estación de Quillota a Nogales, nada más para que los invitados llegaran en tren sin contratiempos al fundo. Después de lo sucedido, derrumbados anímicamente, nadie quiso saber más de esa casa.

Por lo que leí, Silvia era muy querida por los inquilinos. Cada vez que iba al campo —y lo hacía muy seguido— acompañaba a Adela a curar a los enfermos. Al parecer había estudiado en la Cruz Roja y también —desde los 17 años— hizo clases en el Centro Obrero de Instrucción.

Debe haber sido así. La cosa social estaba muy arraigada en la familia, por lo menos hasta la generación de mi mamá. Ella me contaba que cuando chica, la hacían recoger en cuatro patas pétalos de flores en jardines y parques, los que guardaba en una bolsita especial para su venta a beneficio de los pobres…

¿Y qué pasó con tu mamá?

Imagínate cómo habrá sido para ella todo esto. Quedó grave, aunque sin secuelas físicas. Perdió a su hermana, con quien era muy unida, y tuvo que lidiar con una fuerte depresión y unos papás sumidos en el dolor. En esos tiempos, la depresión no se diagnosticaba. Estaba tan mal que la autorizaron a casarse con mi papá —Jorge Aldunate Eguiguren— mucho más rápido de lo que mis abuelos hubieran deseado, ya que no llevaban mucho tiempo pololeando.

¿Dónde fue el matrimonio?

En Santiago. Nunca he visto un traje de matrimonio más horrible que el que llevaba mi mamá cuando se casó, y estoy segura que, si otra persona se lo hubiera puesto, habría sido un total desastre. Llevaba en la cabeza una especie de toca, que más parecía cantora… Pero ella era tan bonita, de rasgos tan perfectos, que cualquier cosa que usaba le quedaba estupendo. Por ahí guardo un Zig-Zag donde sale la noticia, con una foto donde está junto al presidente Alessandri Palma…


Mi mamá con su traje de novia

¿Vivieron siempre en Santiago?

Al parecer mi abuelo paterno —Luis Aldunate Echeverría, quien era un político y diplomático muy importante— le consiguió a su hijo recién casado un cargo en España —creo que agregado cultural— y rápidamente partieron a Madrid. Vivieron en la embajada de Chile allá y mis dos hermanos mayores, la Eliana y Jorge, nacieron por esos lados. Siempre escuché en la casa que cuando fueron a despedirse de Arturo Alessandri a La Moneda, el presidente le echó una talla a mi mamá, porque parecía una niñita de 15 años: “¡Esperemos, Elianita, que no se le caigan los calzones cuando haga su presentación en España!”. Y es que ella —que se hacía su ropa— se puso un vestido de muselina con un lazo gigantesco de raso en la cintura y una cinta enorme —tipo mariposón— en el pelo, que la hacía verse quinceañera.

Sin duda, casarse, viajar y tener a su primera hija le debe de haber ayudado a salir de su depresión…

Sí, pero creo que le costó reponerse ya que, a pesar de su carácter festivo, siempre tuvo algo clavado en su corazón…

¿Como en tus cuadros?

Puede ser. Todas las mujeres tienen algo clavado en alguna parte de sus cuerpos o de sus almas…

Es verdad, nunca ha sido fácil ser mujer…

La conversación había fluido naturalmente y solo fue interrumpida por la Angélica que nos había preparado un rico pan de ajo calientito. Era hora de pasar a la mesa, llenar las copas y entrar en otro tema.

Carmen Aldunate sin corazas

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