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1 · La Toy, ¿Anastasia o Eva Braun?

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Hoy día quiero que nos remontemos a tu infancia y a la relación con tus papás…

¡Feliz! Este ejercicio de memoria me hace muy bien. No sé cómo lo logras, pero me sorprendo a mí misma contándote cosas que tenía olvidadas y que, además, ahora comienzan a tomar sentido.

¿Qué sabes de la estadía de ellos en Madrid?

Para variar, muy poco. Solo que mi papá les tenía mucho cariño a los españoles. Siempre contaba que mi hermana Eliana estuvo muy grave y que el boticario le dejaba las llaves de la farmacia para que a cualquier hora de la noche pudiera sacar algún remedio. En esos tiempos no existía la penicilina y ella estuvo muy enferma, a punto de morir. No sé cuándo volvieron a Chile, pero pienso que deben haber estado allá unos dos o tres años.

Hablemos de tus primeros recuerdos…

Hay alguien que fue fundamental en mi infancia, adolescencia y en mi vida: Miss Rose, mi institutriz alemana. No sé cómo explicarte lo importante que fue para mí y todo lo loco de este cuento. Ella hablaba cinco idiomas y, por instrucción de mis padres, me habló siempre en inglés, aunque yo siempre le contestaba en castellano…

¿De dónde la trajeron?

No es que la trajeran, ella llegó a Chile desde Alemania, antes que estallara la guerra y cuando ya Hitler estaba en el poder. Nadie sabe por qué, pero un día apareció en el Hotel de Pichilemu, cuyo dueño era Agustín Ross. Era una señora muy elegante y como hablaba varios idiomas la tomaron como recepcionista. Pero a ella no le gustó ese trabajo por lo que don Agustín llamó a mi mamá y le dijo:

—Mira, tengo a esta mujer aquí, no tengo idea quién es, pero es muy agradable, educada y se ve de buena familia. ¿Tú necesitas a alguien?

Mi mamá le dijo inmediatamente que sí y estuvo con nosotros toda la vida, hasta su final. Yo le puse Toy y nadie más podía decirle así… Crio a guascazos a mis dos hermanos hombres, que ya eran grandotes, y cuando yo nací perdió la chaveta. Nada de lo que yo pudiera hacer podía estar mal. Yo era para ella una verdadera virgen, un “ser perfecto”, de lo cual siguió convencida y pregonó hasta el fin de sus 100 años. Me amó y defendió siempre y la verdad es que nunca supimos quién era: ¿Anastasia, Eva Braun? Tenía una suástica nazi de hierro auténtica, que me la regaló y me la robaron, y una bolsa con monedas de oro que me iba dando cada vez que —siendo más grande— yo necesitaba plata.


La Toy y yo

Pero, Carmen, ¿cómo no saber quién era?

Siempre fue un misterio, tanto así que muchísimo tiempo después, mi tío Andrés —a quien le decíamos el “Rojo” por lo colorín— quiso llevar a su hija Angélica a Europa y pidió “prestada” a la Toy para que la cuidara en el viaje. Pero la Toy no tenía ni nombre ni pasaporte. Para el tío Andrés, que era muy loco y en ese tiempo muy rico, ese no podía ser un problema y con gran pachorra le dijo:

—¿Cómo quiere llamarse usted?

La Toy lo pensó un poco y dijo:

—Crescencia Huber, pero me dicen Miss Rose.

¡Así que le hicieron un pasaporte y listo!

Con una naturalidad sorprendente, la Carmen sabe como nadie hacer que captemos su atención con un relato que parece guion de novela. Oye, ¡eres un baúl de sorpresas!

La Toy está presente en casi todos mis recuerdos de infancia y de vida. Cuando chica, veraneábamos en la casa de Viña del Mar, una de las tres que mi abuelo Eduardo había encargado a Suecia. Estaba en Ocho Norte, esquina Libertad, donde hoy hay una bomba de bencina. Ahí es donde yo empiezo a existir… Y, ¿sabes? Debo haber tenido 4 años y recuerdo que me dio por cambiarme de nombre. Empecé a llamarme Carmen Castro, viuda de Leiva, y no contestaba si no me decían así, con apellido y todo… Mi mamá y la Toy nunca supieron de dónde saqué a esta señora y la verdad que yo tampoco… jajaja.

¡Ay, Carmen Castro, viuda de Leiva! Con tu imaginación podrías haber sido también una gran novelista. ¿Y qué recuerdas de esos veraneos?

Bueno, en Viña todo era entretenido. Yo nunca alcancé a sentarme en el comedor de los grandes. Había uno especial para nosotros con mis primos, curiosamente en el segundo piso. Tocábamos un timbre y nos llegaba la comida por un sobrecarga. La Toy estaba siempre conmigo y se preocupaba que nada me faltara ni nadie me molestara. Me leía cuentos en la noche y tenía a raya a mis dos hermanos hombres que eran unos grandulones que no la querían nada porque hacía enormes diferencias. “Carmencita first”, era su frase permanente… Una vez, como sabía que me encantaban las empanadas de queso, llegó al comedor y cuando la empleada comenzó a servirlas, ella dijo que las había escupido… Obvio que nadie quiso y me las comí todas…

Más que tus hermanos, tus compañeros de juego eran tus primos…

¡Claro! Mis hermanos eran muy mayores y no tengo casi ningún recuerdo con ellos de esta época viñamarina. Yo jugaba con mi prima Angélica y, especialmente, con José y Felipe, quienes tenían casi mi misma edad. Piensa tú que mi hermana Eliana —casada con Guillermo Cox— tuvo guagua casi en paralelo con mi mamá. Es decir, hubo un traslape y mi sobrina casi no tiene diferencia de años conmigo.

Entonces veraneaban todos bien achoclonados…

Sí, la casa de Viña era súper grande y yo me perdía por lo espaciosa que era. Mi abuelo Eduardo tenía ahí también su taller de fotografía donde se encerraba al igual que en la casa de Catedral. Guardaba las placas de vidrio en unas cajas negras misteriosas, que ni nos atrevíamos a mirar. En las mañanas, él salía de punta en blanco a pasear por la avenida Libertad y la avenida Perú, con su bastón y su infaltable sombrero de paja.

¿En qué se entretenían ustedes?

Íbamos a la playa —siempre con la Toy cuidándome—, a las dunas, nos gustaba explorar, subirnos a los árboles, tirarnos a las olas, hacer competencia de quién se ahogaba primero, fabricábamos autos de carrera con carretillas de hilo, en fin, ¡gozábamos! A diferencia de mi prima Angélica, que la vestían llena de vuelos y parecía princesa, a mí me ponían unos mamelucos últimos de feos porque vivía embarrada con José y Felipe. ¡Ah!, y ahora que me acuerdo, mi abuela Adela me hizo una injusticia muy grande… Dos, diría yo: desde los 5 años me obligaba a pagar el dinero del culto, eso que ni tenía mesada, y la segunda, justamente en Viña, cuando nos dijo que al primer nieto que aprendiera a nadar le daría un premio, ponte tú, de cien pesos de hoy. Ella tenía mucho miedo que nos ahogáramos en la playa y bueno, José y yo aprendimos juntos y, felices, fuimos a contarle. Pero ella le dio el premio solo a José. ¡Jajaja!, ahora pienso que fue porque él era hombre…

Pero contigo era igual súper cercana…

Como era en esos tiempos. Nada de añuñues ni acurrucos. A diferencia de mi mamá que era muy cariñosa, de piel, mi abuela —como yo— era poco dada a abrazarte y mimarte, pero yo sabía que contaba con ella. Son formas de ser… En todo caso, la más cercana siempre fue la Toy… Siempre he dicho que fue mi segunda mamá.

¿Hasta qué edad veraneaste en Viña?

Hasta que murió mi abuelo Eduardo. Yo debo de haber tenido 6 o 7 años y recuerdo que lo velaron en la casa. Curiosa y metete, quise verlo, pero mi papá no me dejó. Me vino entonces una gran pataleta y Fernando Moller —mi padrino de nacimiento— me levantó y me lo mostró dentro del cajón. ¡Qué impresión y susto más grande! Me tuvo que tomar en brazos y pasearme un buen rato ya que lloraba como María Magdalena… Entre la gente que lo estaba velando, estaba el Pollo Chadwick, gran polero y buenmozo a morir, quien fue mi primer amor… Rápidamente se me olvidó mi abuelo y le pregunté a mi papá quién era ese hombre porque yo quería casarme con él. Me enamoré perdidamente y me duró harto porque, al tiempo después, le dije al papá que quería verlo de nuevo. Fue tanta mi insistencia, que me llevó a un partido de polo donde él jugaba, con tan mala suerte para mí que Chadwick se cayó del caballo y yo creí que se había muerto. Llantos de nuevo… ¡qué horror! Era tan mimada…

¡Tuviste una niñez feliz!

Sí, y muy protegida... También me acuerdo que me llevaban a visitar a la tía Marie Louise Edwards, hermana de mi abuela, que tenía una casa preciosa en el Cerro Castillo. Ella era fascinante, elegantísima y usaba una infinidad de pulseras y colgajos que yo miraba encantada. De ahí me viene esto de andar con tantos collares y leseras colgando. Más tarde, cuando salió Eduardo Frei Montalva de presidente, se armó un pequeño escándalo en la familia porque ella le prestó todas sus joyas a la Maruja de Frei cuando tuvo que ir de visita oficial a Inglaterra. Otra de las hermanas de mi abuela, la Juana, era increíblemente simpática. Para molestarla, Adela le decía “hermana poto de lana…”. Le gustaba mucho la música y cuando en algún momento vino Claudio Arrau a Chile, hubo una gran fiesta en su casa y le pidió que tocara los pollitos dicen… jajaja.

De nuevo las horas se nos pasaron volando. Habíamos avanzado un poco más y ninguna de las dos hacía amagos de estar cansada. Ambas somos nocturnas y liberadas de horarios por lo que podíamos estirar un poco más la cuerda.

Carmen Aldunate sin corazas

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