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Entreacto

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Durante los días siguientes, me sumergí en Google y en mi biblioteca buscando información sobre sus abuelos Eduardo y Adela. Me interesaba contextualizar y conocer más a fondo a estos personajes, no solo por la importancia que habían tenido en la historia de la Carmen, sino que también porque ellos representaban el modo de ser de una parte importante de la élite católica chilena de comienzos del siglo XX.

No me fue difícil ratificar que ambos eran miembros destacados de la llamada “fronda aristocrática”. Ricos, refinados, cultos y conservadores, les había tocado vivir en plenitud el Chile del 1900 y la Belle Époque. Se habían casado el 1 de diciembre de 1889, yéndose a vivir a la gran casona de calle Catedral N° 1183, mencionada por la Carmen y donde ella pasó sus primeros años de vida. Busqué en las revistas de la época y encontré fotos y descripciones de su fachada como del interior, lo que supuse que a ella le encantaría. Había sido durante las dos primeras décadas del siglo XX —antes del accidente de Silvia, que ocurrió en 1919—, el centro de actividades sociales de sus abuelos y el lugar donde habían nacido su madre y sus tíos.


Casona de mis abuelos Salas Edwards

De Eduardo no encontré mayores datos. Las crónicas solo me confirmaron que se vestía como un “dandy” y que, junto a Adela, tenían una vida social intensa. Habían deslumbrado en el recordado y suntuoso baile de fantasía que se realizó en octubre de 1912 en el palacio de los Concha-Cazzote. La revista Zig-Zag comentó que fueron una de las parejas más aplaudidas de la noche y publicó: “Espléndido fue el ingreso de Eduardo Salas Undurraga, disfrazado del Káiser Guillermo II de Prusia. Bajó desde un carruaje tirado por varios caballos junto a su mujer, Adela Edwards, quien se vistió de Juana de Aragón con un traje idéntico al que perpetuó en su retrato el propio Rafael”.

De Adela había muchísima más información. Era la mayor de los nueve hermanos Edwards Mac-Clure y, de las mujeres, la más cercana a Agustín, quien llevaba los negocios de la familia. Por otra parte, confirmé que la cercanía con su abuela Juana la impulsó desde muy joven a realizar obras de caridad. Al parecer, era la menos mundana de entre sus hermanas y ya antes de casarse —lo hizo a los 23 años— había creado en Valparaíso un hogar para niños sin familia.

Su matrimonio y el hecho de ser madre de seis hijos, no le impidió seguir desarrollando su veta social. Efectivamente fue una mujer autónoma, activa y profundamente religiosa, con clara conciencia que su favorecida situación económica la obligaba moralmente a ayudar a quienes nada tenían. En efecto, con gran empuje, en 1907 —entre medio del nacimiento y formación de sus hijos— creó la primera Escuela Normal particular femenina del país, de donde en casi 70 años de funcionamiento egresaron más de dos mil maestras. En la hacienda Nogales, por otra parte, su labor de catequesis fue enorme. Las fuentes establecen que, gracias a su constante ayuda, los más de ochenta niños que vivían en ese campo recibieron una permanente formación cristiana.

Impulsora del Congreso Mariano de 1918 que reunió al feminismo católico chileno, allí dio a conocer su gran obra: la Cruz Blanca, aquella institución que me había mencionado Carmen y que formó en defensa de la “niña inocente pero profanada”, como ella decía en sus escritos. Muy vinculada con la jerarquía eclesiástica, era amiga del arzobispo Juan Ignacio González y de conocidos personajes de la Iglesia, como los sacerdotes Santiago Vial, Horacio Campillo y Carlos Casanueva, rector de la Universidad Católica.

Con esta y otra información, especialmente sobre la muerte de Silvia, partí de nuevo a Pedro de Villagra.

Carmen Aldunate sin corazas

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