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William Joyce

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Era un nazi fanático que emitía por radio desde Hamburgo para pedir a los ciudadanos británicos que se rindieran. Fue ahorcado por alta traición en 1946, pese a que no poseía la nacionalidad británica. No se arrepintió ni pidió perdón. Defendió sus ideas hasta el final.

La voz de la traición

William Joyce fue ahorcado en la prisión de Wandsworth el 3 de enero de 1946. Una nota, clavada con chinchetas, anunciaba su ejecución en la puerta de la cárcel, donde se agolparon cientos de curiosos. Su cadáver fue enterrado en una tumba anónima del recinto.

Unas semanas antes, el Tribunal de Apelaciones había confirmado la sentencia a pena de muerte por alta traición, dictada por un juzgado de Londres. El proceso suscitó una enorme expectación porque Joyce era un personaje muy popular, cuya voz era escuchada cada noche por varios millones de británicos durante la guerra.

Pero Joyce no defendía la causa de un país asediado por Hitler, sino que, por el contrario, hablaba desde una radio de Hamburgo para exaltar la superioridad del nazismo y pedir a los británicos que se rindieran. Unos soldados lo capturaron en un bosque de Flensburg en 1945 y fue deportado para ser juzgado.

Joyce, más conocido por lord Haw-Haw, había sido responsable de propaganda del partido fascista de Oswald Mosley, donde había brillado por su cultura y sus cualidades oratorias, pero también por una veta violenta y antisemita. Una gran cicatriz le cruzaba la cara.

Los jueces tuvieron que forzar las leyes para condenarle, ya que Joyce tenía la nacionalidad estadounidense y, por ello, no se le podía acusar técnicamente de traicionar a un país al que no pertenecía. Pero entendieron que era culpable por ser titular de un pasaporte británico, obtenido de forma irregular.

Lo más llamativo del caso Joyce es que él reivindicó su colaboración con Hitler como un acto de patriotismo y se negó a solicitar clemencia con el argumento de que había hecho lo mejor para su país porque, hasta finales de 1943, creyó que la derrota era inevitable.

La biografía de este hombre está llena de paradojas. Nacido en Estados Unidos, de padre irlandés y madre inglesa, siendo joven se alistó en el Partido Fascista británico. Militó en su facción extrema, que no eludía las peleas con sus adversarios. En una de ellas, le rompieron la nariz y, en otra, le dejaron una cicatriz en la cara. Durante su juventud en Irlanda, colaboró con los grupos unionistas y estuvo a punto de ser ejecutado por el IRA. Luego rompió con Mosley, al que consideraba un aristócrata poco comprometido con la causa. Al iniciarse la Segunda Guerra Mundial, decidió marchar a Berlín y ponerse al servicio de Hitler.

Cuando su condena fue dictada, ni un solo ciudadano británico alzó su voz para defenderlo. Era la encarnación popular del traidor, de la mezquindad y del deshonor. Su propio aspecto físico era repugnante. Reunía todas las características para que nadie sintiera clemencia o compasión.

Tras leer El significado de la traición, el libro de Rebbeca West, surgen inquietantes preguntas para las que no hay respuesta porque Joyce no cambió de bando ni de ideas ni de patria. Fue siempre consecuente con lo que pensaba y así lo expuso en la vista que tuvo lugar en la Cámara de los Lores.

No buscó excusas ni justificaciones. Tampoco pidió perdón. Y ni siquiera alegó que no era ciudadano británico. Subió al cadalso tras asumir que era preferible morir a traicionar la ideología criminal a la que se había adherido. Su conducta nos fuerza a reconsiderar el término de traidor, que habitualmente implica una contradicción entre lo que se piensa y lo que se hace. Joyce fue coherente con su propia monstruosidad. Inquietante.

Anatomía de la traición

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