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ОглавлениеMARC OEGNER (1881-1970)
El pastor Marc Boegner (1881-1970)[71], figura estelar de la Iglesia Reformada de Francia, nació el 21 de febrero de 1881 en Épinal, región de Lorena, en el seno de una familia protestante, republicana y patriota. Hijo de Paul Boegner, prefecto de los Vosgos –su madre se llamaba Jenny Fallot–, pasó la infancia en el pueblo hasta instalarse con los suyos en Orleans, donde trabó amistad con Charles Péguy. Terminados los estudios secundarios en la escuela alsaciana de París, se alistó en la clase preparatoria de Naval en el liceo Lakanal. Muy marcado por la influencia de su tío el pastor Tommy Fallot (1844-1904) y tras su renuncia por principio de miopía a la carrera de marino, resolvió, después de lo que él mismo llamaría «conversión» y una vez obtenida la licenciatura en Derecho, ingresar en la Facultad de Teología Protestante de París.
Interrumpidos los estudios por el servicio militar (1901-02), defendida en julio de 1905 la tesis doctoral sobre «Los Catecismos de Calvino» –estudio de historia y de catequética–, es nombrado a raíz de su consagración pastor de Aouste-sur-Sye (Drôme), parroquia rural donde su tío Tommy Fallot había ejercido de tal nueve años. Inaugura allí un ministerio basado en la humildad, la escucha y la reunión de los hombres y las ideas en una misma fe[72]. Deja en 1911 el cargo por una cátedra en la Facultad de Teología de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, donde repara en la necesidad de relacionar misión y unidad de la Iglesia. En 1912, conoce a John Mott (1855-1965), fundador de la Federación Universal de las Asociaciones Estudiantiles Cristianas, futuro Nobel de la Paz (1946) e iniciador del movimiento ecuménico. Nombrado en octubre de 1918 párroco de la Anunciación París Passy, allí vivirá treinta y seis años entregado a gente dividida entre distintas sensibilidades teológicas y políticas. Traba contacto en 1934 con el pastor Pierre Maury, hombre cálido, teólogo notable, su amigo, hermano y confidente de cuantas preocupaciones parroquiales le salieron al camino en su actividad pastoral.
Todo su afán de 1928 se cifra en lograr la unidad del protestantismo: establecer un marco donde las Iglesias reformadas, luteranos, evangélicos, puedan compartir la misma fe, pese a posiciones teológicas y eclesiales diferentes. En 1929 se le llama a presidir la Federación Protestante de Francia (1929-61). En la Asamblea de Lyon, mayo del 38, la unidad se consigue sobre la base de una declaración común de fe y Marc Boegner es elegido presidente del Consejo nacional de la Iglesia Reformada de Francia. Ensayista y doctor en teología, desempeña entonces, además, dos de los más altos cargos en el protestantismo francés. Decisivo papel el suyo, en definitiva, federando las distintas corrientes del mundo protestante galo.
El Consejo nacional creado por el Mariscal Pétain, donde, según Boegner, había que practicar «la política de la presencia», le pidió en el 41 su apoyo como representante de las Iglesias protestantes. Sus intervenciones estuvieron a menudo precedidas de encuentros con el cardenal Gerlier y el Gran Rabino Schwartz. Miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas desde 1946, se asoció a los esfuerzos del movimiento ecuménico y fue, desde 1948 hasta 1954, el primer presidente del CEI. El patriarca Atenágoras le impuso en enero del 68 la «Cruz del Milenario del Monte Athos». Elegido en el 62 para la Academia Francesa, era gran oficial de la Legión de Honor, doctor honoris causa de siete universidades extranjeras y autor de numerosas obras[73].
Personalidad la más representativa del protestantismo francés, Marc Boegner falleció en la madrugada del 18 de diciembre de 1970 en París, a la edad de 89 años. Excepcional pastor carismático, el arzobispo de París, cardenal Marty, llegó a declarar: «Nos ha dejado el ejemplo de un amplio espíritu ecuménico, que no cesó de manifestarse durante su ministerio, ya en tiempos de mi predecesor, el cardenal Verdier. Boegner quedará para nosotros como un gran predicador del Evangelio. Su palabra prestaba especial atención al drama del hombre, al que no cesaba de aportar el mensaje de Jesucristo»[74].
1. Justo entre las naciones.
En 1940, a raíz del armisticio, la Federación Protestante desea que su presidente fije la residencia en zona libre. Marc Boegner se instala en Nîmes, donde la tradición reformada sigue fuerte. No ha de extrañar, por eso, que en enero del 41 se le llame al Consejo nacional creado por el mariscal Pétain para representar a las Iglesias protestantes. Boegner es respetado en Vichy como figura de prestigio internacional: sus palabras no pueden ser ignoradas. Se multiplica el movimiento y las intervenciones del gobierno de Vichy en favor de los desplazados a los campos de internamiento de Drancy o Gurs (Pirineos atlánticos), y pronto para los judíos. Interviene, sin éxito, ante Pierre Laval pidiéndole que renuncie a incluir a los niños judíos menores de 16 años en los convoyes de deportación.
A menudo estas protestas van precedidas de reuniones con el cardenal Gerlier, arzobispo de Lyon, e intercambios con el Gran Rabino de Francia, Isaïe Schwartz. También por cartas dirigidas directamente al mariscal Pétain, leídas casi siempre desde el púlpito durante el culto dominical. Al Gran Rabino le dice: «Nuestra Iglesia, que ha conocido el sufrimiento y la persecución en el pasado, tiene una ardiente simpatía por sus comunidades, que han visto su libertad de adoración comprometida en ciertos lugares y cuyos miembros han sido tan bruscamente golpeados por la desgracia. Hemos realizado y seguiremos desplegando esfuerzos para lograr los cambios necesarios en la ley anti-judía». No era una broma: su oposición a las medidas raciales y a las deportaciones le costó nada menos que ser detenido por los nazis[75].
Todavía en los meses anteriores a la liberación interviene, vez tras vez, pidiendo la libertad de los pastores Trocmé, Theiss, de Pury, Roulet, prisioneros por resistir o asistir a judíos perseguidos. Después de la Guerra, con el acuerdo de la Federación Protestante de Francia, accede a ser llamado por la defensa y declarar en el juicio instruido contra el mariscal Pétain[76]. Ello explica que entre los muchos nombramientos y cargos –presidente del Consejo nacional de la Iglesia Reformada de Francia (1938-50); de la Sociedad de misiones evangélicas de Francia (1945-68); del Movimiento ecuménico de las Iglesias cristianas (1948-54); miembro de la Academia de Ciencias morales y políticas (1946); de la Academia Francesa (1962) y Gran oficial de la Legión de honor– descuelle a mayor mérito y reconocimiento el de Justo entre las naciones (1988).
Promotor en la reunificación de las tres sociedades bíblicas, apoyó la creación de la Alianza bíblica francesa en 1947 y ocupó su presidencia hasta 1969. Preparó entonces los espíritus en pro de una colaboración duradera con la Iglesia católica respecto a traducción y difusión de la Biblia[77]. Convencido de su importancia para el testimonio común de las Iglesias «en un mundo donde enormes masas humanas no entienden una sola palabra religiosa, donde el lenguaje de la Biblia, el lenguaje cristiano parece totalmente incomprensible para hombres cuyos parientes, bisabuelos, han roto por completo con cualquier forma de convicciones cristianas, las que sea […], allí donde se pone la Biblia, hay un cartucho de dinamita que, un día, hará estallar lo que debe estallar, lo mismo en el hombre personal que en la institución eclesiástica»[78]. En las mismas razones aducidas, así como en la oposición del protestantismo a las disposiciones antijudías durante la II Guerra mundial, latía de fondo un sentido de herencia bíblica común con los judíos.
Desde el comienzo de su ministerio sufrió por el escándalo de la competencia misionera, del que ya se habían hecho eco especialistas de la unidad en Edimburgo 1910, y sintió suyo el deber de reconciliación entre los cristianos[79]. Era el del ecumenismo, en él, un sentimiento profundo y como tal se hizo sentir a lo largo de su vida remecida de merecimientos. De igual manera le llegaba muy adentro el antisemitismo lampante que por aquellas fechas iba a más y que, presa de mentes enfermizas, acabaría urdiendo en media Europa los siniestros campos de exterminio. De ahí su interés por salir en defensa de algunos rabinos cuestionados durante el conflicto. Y de ahí también su gozo cuando sonó la hora de mantener el histórico encuentro con su eminencia el cardenal Agustín Bea, providencial arquitecto de la declaración NA y de los subsiguientes pasos de Roma a favor de los judíos.
2. Adelantado del ecumenismo.
Trabajador infatigable de la causa ecuménica, fue uno de los seis primeros co-presidentes del CEI en 1948, cuyas asambleas preparatorias tanto supo cuidar. La Conferencia de Utrecht, reunida el 9 de mayo de 1938, decidió que la representación en el Comité central tenía que ser designada con arreglo al sistema regional, a diferencia del confesional. Se creó un Comité provisorio de transición antes de Ámsterdam-1948, cuyos miembros no fueron otros que: el arzobispo Temple de York, presidente; el arzobispo Germanos de Tiatira, los doctores John R. Polilla y Marc Boegner, vicepresidentes; el Dr. W. A. Visser’t Hooft, secretario general; y los doctores William Platon y Henry Smith Leiper, secretarios generales asociados. La segunda reunión de dicho comité (enero-1939) acordó celebrar la primera asamblea general del CMI en agosto del 41. En realidad lo fue en Ámsterdam el 22 de agosto de 1948. En las asambleas generales de Evanston (EE.UU., 1954) y Nueva Delhi (India, 1961), participó Boegner, siempre a favor de la causa de la unidad entre las Iglesias miembros y de un mayor intercambio para profundizar en la investigación teológica.
Del 6 al 8 de marzo de 2012 se tuvo el coloquio anual del Instituto Superior de Estudios ecuménicos, bajo el patrocinio conjunto del Theologicum de l’Institut catholique, del Instituto protestante de teología –Facultad de París–, y del Instituto de teología ortodoxa San Sergio, esta vez sobre la evaluación de las diversas recepciones del último Concilio, no ya solo en la Iglesia que lo había convocado en 1962, sino también en las otras representadas con delegados. «Lo que hace la ecumenicidad de un Concilio –dijo en la presentación el director Jacques-Noël Pérès– no es declararse tal, sino la recepción que de él hagan las Iglesias». De Marc Boegner fue recordada entonces esta frase: «Juan XXIII comenzó lo que Pablo VI no hubiera jamás comenzado y Pablo VI concluyó lo que Juan XXIII no hubiera jamás concluido»[80].
Poco antes del Vaticano II escribía sobre los obstáculos de la mariología y del culto mariano «a una reunión visible de las Iglesias cristianas. Sin embargo –añadía–, la exigencia de la unidad retumba con una potencia más imperiosa que nunca en el corazón de un inmenso número de cristianos»[81]. Por otra parte, durante una conferencia sobre La Chiesa Romana all’avvicinarsi del Concilio del Vaticano, después de haber dicho que «lo que une a los católicos y los protestante es mucho más importante de lo que los divide», expresaba la esperanza de ver al Concilio preocuparse de los obstáculos que se interponen entre protestantes y católicos. En su alabada conferencia de París, el cardenal Bea puso justamente de relieve que «sin sacrificar nada de la verdad revelada, el Concilio podría eficazmente ayudar a conocer más claramente la verdad toda entera», y en cuanto a los prejuicios: «Quien conoce la situación no sabe bien cuán falsas concepciones de la doctrina católica, cuántos malentendidos obstruyen el camino de la unidad»[82].
El interés despertado por el famoso coloquio entre el pastor Marc Boegner y el cardenal Agustín Bea respondía no solo a la natural curiosidad de poder conocer el contenido de semejante debate, evidentemente coloquio ecuménico, sino al hecho mismo de ver en directo, en un acto público, a dos personajes de talla mundial. Boegner era también una personalidad descollante dentro del mundo reformado, presidente honorario, a la sazón, de la Alianza Reformada de Francia y uno de los fundadores del CEI. El mismo Visser’t Hooft no duda en colocarlo entre los arquitectos que «buscaron dar forma más precisa al movimiento ecuménico» junto a los nombres de William Temple, J. H. Oldham, William Adams Brown, del arzobispo de Tiatira Germán, del obispo de Chichester, Goerge Bell, de Alphons Koechlin y de William Paton[83].
Precisamente en una obra suya editada tres años después del citado coloquio, dejó escrita esta significativa frase autobiográfica: «Hace más de sesenta años, la exigencia ecuménica se impuso en mi pensamiento y en mi alma con una fuerza que ha repercutido en toda mi vida»[84]. Ello explica la personalidad soberana de excepcional ecumenista y esclarecido teólogo del mundo reformado que fue nuestro benemérito Boegner.
3. En el concilio Vaticano II.
Asistió al Vaticano II como invitado personal de Juan XXIII y fue recibido por Pablo VI en junio de 1967, ocasión aprovechada para declararse convencido de que «el camino de la unidad es irreversible». Participó en calidad de observador en las sesiones III y IV. El considerable trabajo de los teólogos de las religiones se verá compartido por todos como exigencia cristiana ecuménica para la que se trabaja tan duro[85]. Admirador del Concilio y de Juan XXIII, quiso hacer de él una cumplida alabanza en el acto de recepción en la Academia Francesa. Su discurso de entrada estuvo lógicamente dedicado al ecumenismo. Una vez expuesto el ambiente de luchas religiosas en Francia, así proseguía: «Será necesario intensificar el movimiento ecuménico y su inspiración profética en todas las Iglesias cristianas primero, y después en la Iglesia católica –bajo el decisivo impulso del papa Juan XXIII– para que la fidelidad a la verdad esté en adelante unida indisolublemente al amor que los cristianos, de la confesión que sean, han recibido como mandato de su común Señor: la exigencia de amarse unos a otros»[86].
Presente más de medio siglo en iniciativas francesas de unión intercristiana y personalidad ilustre del protestantismo transpirenaico, la Academia Francesa le abrió sus puertas en 1962. Sucedió entre los inmortales a Albert François Buisson, antiguo canciller del Instituto. Elegido por unanimidad en primera votación, el cardenal Tisserant, también académico, dejó por unas horas las sesiones conciliares para estar presente en la votación y posterior recepción, detalle que Boegner comentó con gratitud:
«Sigo con inmenso interés los trabajos del Concilio. Está naciendo una gran esperanza en cuanto al nacimiento de un clima totalmente nuevo entre la Iglesia católica y las Iglesias cristianas. Acaso algunos de mis nuevos colegas, al darme su voto, han pensado particularmente en mi actividad ecuménica de medio siglo a esta parte».
El ecumenismo fue, en verdad, la gran pasión de su vida[87]. Dice Congar que «se imponía con autoridad indiscutible: la que venía de su nobleza natural, de la dignidad de su porte, de su palabra, de su rostro (mezcla de los rasgos del mariscal Pétain y de Juan Rostand…), de su decisión equilibrada y lúcida, pero sobre todo de aquella fe en forma de esperanza que lo habitaba». Y prosigue luego: «Representó a su Iglesia en el movimiento ecuménico. Minoritario, aunque vivo e importante, el protestantismo francés se hizo oír en las instancias ecuménicas gracias a hombres como Wilfred Monod al principio, Pierre Maury y sus hijos después de él, Roger Mehl, Suzanne de Dietrich y Madeleine Barot, pero sobre todo gracias a Marc Boegner»[88].
Ya en 1894-95 un jovencísimo Boegner escribía:
«Es justamente la vieja Iglesia católica la que se renovará para recibir a sus hijos desde hace mucho tiempo separados, y es sobre ella donde desde ahora en adelante debe proyectarse nuestro afecto. Su evolución nos concierne[89]. Si no podemos actuar sobre ella directamente, ayudémosla al menos con toda la energía de nuestra simpatía a apresurar el día en que nuestros hijos adorarán delante de sus altares».
Y esto: «Me considero al presente como un católico evangélico separado de la voluntad del Jefe al servicio de la Iglesia Reformada de Francia»[90]. Y, en fin, este parecido con Karl Rahner sobre el futuro del cristianismo místico: «La Iglesia será católica o no será. El cristianismo será protestante o no será»[91].
Voz calvinista la suya que testimoniaba por una libertad onerosamente mantenida a través de los dramas de la historia. Voz francesa, elocuente y lógica, elegante y sobria, entusiasta y mesurada. En el seno de la comunidad protestante francesa Marc Boegner fue un artífice de unidad. Amó y sostuvo Taizé, «profecía de la unidad restaurada», conferenciante convencido de la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Congar y Boegner dialogaron largo y tendido durante el Concilio (sesiones III y IV). Pablo VI dejó dicho en su mensaje de condolencia que probaba una simpatía espontánea por la «vida ejemplar de este pionero de la unidad de los cristianos». Era la suya, en San Pedro, figura erecta y digna, sensible a todos los acontecimientos del procedimiento conciliar, ya penosos, ya alegres, ya oscuros, ya luminosos. La de un auténtico apóstol de la unidad acogido también al regazo de estas páginas.
4. En diálogo con el cardenal Bea.
El «coloquio» público entre el cardenal Bea, de visita al CEI en Ginebra, y el pastor Boegner, presidente otrora del mismo CEI, se desarrolló –muy significativo– en la «Sala de la Reforma», que no bastó para contener a tanto asistente[92]. Había sido construida en el siglo XIX pero en Ginebra, llamada en su tiempo «la Roma de la Reforma». El marco del coloquio estuvo preparado muy cuidadosamente: cantos, primero separados, después unidos, de dos coros, uno protestante y otro católico, y conclusión con el rezo del padrenuestro. Abrió marcha Bea dando los resultados obtenidos en el movimiento ecuménico desde la institución del Secretariado en adelante, y sobre todo en el Concilio. Delineó los principales temas del futuro diálogo: de una parte, el problema de la Iglesia, a estudiar a la luz de la Sagrada Escritura, de los Padres y de la liturgia; de otra, varios problemas prácticos. Tras la postura del interlocutor, el Cardenal replicó más en particular con las cuestiones de la diferencia entre la Tradición apostólica y la subapostólica, los problemas concernientes a la mariología y el de la unidad de la Iglesia[93].
Merece la pena conocer al respecto dos declaraciones de los protagonistas. Decía Bea introduciendo el coloquio: «¿Quién hubiera osado, solo dos o tres años atrás, imaginar este coloquio público del cardenal presidente del SUC, aquí en Ginebra, con el presidente honorario de la Alianza Reformada de Francia y expresidente del CEI? Por siglos hemos hablado los unos de los otros no de modo fraterno, más aún, demasiado a menudo los unos contra los otros»[94]. Las palabras de Boegner fueron también emotivas y memorables, dignas del bronce:
«Grandes son estas horas que vivimos no solo usted y yo, sino aquellos que pudieron asistir a los momentos de ayer en el Consejo ecuménico, tan desconcertantes –quiero repetirlo–, a causa de la expectativa que sentimos presente en esta multitud venida para escuchar a usted y también a mí, que soy por muchos aspectos un poco ginebrino. Qué alegría dar gracias juntos a Dios por el acontecimiento que nos ha concedido vivir, por la gracia que nos viene dada»[95].
Algunos círculos católicos llegaron a decir que la prensa había ofrecido el acto como una derrota del Cardenal. Su secretario Schmidt, con abundantísimo material a mano en el archivo de Su Eminencia, puntualiza no haber encontrado nada del género. «Naturalmente –agrega–, Boegner brillaba más porque hablaba en su propia lengua, mientras el Cardenal debía expresarse fatigosamente en una lengua no propia y a menudo teniendo que improvisar»[96]. «En verdad que si no creyese en el milagro del Espíritu Santo –precisó Boegner–, diría que estoy soñando, porque el viejo un poco más anciano que usted, Eminencia, o un poco menos joven (tres meses, si no me equivoco), el viejo que se dirige a usted, hoy, y a esta asamblea, puede decir que en el curso de los sesenta años en que ha estudiado el problema ecuménico y, de modo especial, la cuestión de las relaciones entre el catolicismo y el protestantismo, el Espíritu Santo no ha cesado jamás de actuar en nuestras diversas Confesiones, en nuestras diversas Iglesias»[97]. La verdad es que volvió a insistir en que la visita «marcaba casi el inicio de una nueva época de la historia contemporánea del ecumenismo»[98].
El Cardenal, por su parte, declaraba días más tarde:
«Puedo decir sobre todo que la importancia del encuentro estriba en primer lugar en el hecho de que este marca el notable punto de llegada de un largo camino, desde los primeros inicios que se remontan a casi medio siglo atrás, hasta toda una serie de contactos de orden privado y confidencial tenidos después de la providencial institución del Secretariado por parte de Juan XXIII»[99].
No es un encuentro momentáneo, sino del «inicio importante y prometedor de una cooperación entre dos máximos organismos en el campo ecuménico, y constituye, en consecuencia, una importantísima etapa en el camino de los cristianos hacia la hora escondida en los secretos designios de Dios, cuando todos los creyentes en Cristo serán uno, como Cristo es uno con el Padre y el Padre con él»[100]. Marc Boegner, en fin, todo un incansable apóstol de la unidad.