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ОглавлениеAGUSTÍN BEA (1881-1968)
El cardenal Agustín Bea nació el 28 de mayo de 1881 en Riedböhringen, pequeña villa alemana de la región «Baar», altiplano de la Selva Negra, a unos diez kilómetros de las fuentes del Danubio. El sábado 9 de abril de 1893, ya con doce años, recibe en la iglesia parroquial de su pueblo la primera comunión. Y en el también sábado 9 de mayo de 1896, la confirmación. Aunque de niño parecía tirarle la vida benedictina, es lo cierto que en 1902 ingresó en la Compañía de Jesús y el 25 de agosto de 1912 sería ordenado sacerdote. Desde entonces hasta 1918 completó estudios en teología y Sagrada Escritura. El 28 de abril de 1913 salía rumbo a Berlín, en cuya Universidad comenzó el aprendizaje de las lenguas orientales.
Un año después estalla la I Guerra mundial y empieza él a explicar introducción a la Sagrada Escritura, primero en Valkenburg (Holanda), y desde agosto del 14 hasta enero del 17 en una residencia de guerra de Aquisgrán. Vuelve en febrero del 17 a Valkenburg, donde permanece como profesor del Antiguo Testamento hasta el verano del 21. Desde entonces será superior provincial de la Provincia Alemana del sur hasta que en 1924 pasa a Roma, donde pronto es nombrado rector de los jesuitas dedicados a estudios superiores.
Larga y fecunda etapa romana la suya. De total actividad intelectual y espiritual: rector, director de Bíblica, profesor, estudioso, escritor y pastor, pues también predicaba retiros y ejercicios espirituales con ayuda siempre de su vasta sabiduría bíblica. Recuérdese el influjo de la Divino afflante Spiritu en la DV. Y todo ello con ánimo apostólico. En los primeros meses del 49 cesa de rector y pasa a consultor del Santo Oficio, donde habría de prestar por años y años su rica experiencia de estudioso, profesor, y especialista en Sagrada Escritura. Son, por otra parte, los años como confesor de Pío XII.
Creado cardenal-diácono de san Sabas por Juan XXIII en el consistorio del 14 de diciembre de 1959, el 19 de abril de 1962, Jueves Santo, sería consagrado obispo por el mismo Papa junto a otros once cardenales diáconos. Profesor en el Bíblico hasta el 5 de diciembre de 1959, al día siguiente de la Inmaculada fijó su residencia en el Pontificio Collegio Pio Brasiliano, donde permaneció hasta la semana de su muerte. Activísimo como co-presidente –junto al cardenal Ottaviani–, de una comisión mixta, reformada a raíz de quedar varado el Esquema de las Fuentes de la Revelación. Es de veras increíble que no hubiese figurado en la primera quien por todos era tenido como el autor material de la Divino afflante Spiritu de Pío XII y durante tantos años profesor de Sagrada Escritura en el Pontificio Instituto Bíblico. Encauzadas las aguas, desempeñó un papel eficaz en la redacción final de la DV y sacando adelante el decreto Orientalium Ecclesiarum. Providencial asimismo resultó en UR; clarividente, en la DH; decisivo, en la NA; y profético, en fin, para cuanto la Comisión del diálogo con el Pueblo judío puso entonces en marcha.
El paladín y alma de la NA, como digo, el que hubo de bregar hasta la extenuación para llevarla a seguro puerto, no fue otro que el cardenal Agustín Bea. Lo atestigua su eminencia Walter Kasper cuando afirma: «El papa Juan XXIII tuvo la suerte de contar con un compañero de trabajo muy capaz, un alemán estudioso del Antiguo Testamento, y que, al mismo tiempo, era una persona que conocía la Curia y cómo manejarse en ella; un hombre dotado de una sabiduría, prudencia y coraje, con una sensibilidad humana y una mente muy despierta y espiritual, el cardenal Bea»[46]. De igual modo que en la Pacem in terris con Pavan, así en la NA con Bea fue primero Juan XXIII el que empezó abriendo marcha, es verdad. Pero luego, insisto, Bea tuvo que vérselas frente a tirios y troyanos para sacar a flote la Declaración. Su biógrafo es elocuente citando esta frase de Su Eminencia, después de promulgado el documento: «Si hubiera sabido antes todas las dificultades con que me habría de encontrar, no sé si habría tenido el coraje de iniciar este camino»[47]. Después de una gestión cardenalicia tan corta de cronología como fecunda de espíritu, en la madrugada del sábado 16 de noviembre de 1968, por fin, con 87 años de edad, se extinguía plácidamente en la clínica romana «Villa Stuart», de las Esclavas del Espíritu Santo, en el Monte Mario, la preciosa, fecunda y armoniosa vida del cardenal Agustín Bea, primer presidente del SUC, hoy PCPUC[48].
1. El ecumenismo del Vaticano II y Bea.
Conocidos el 5 de junio de 1960, fiesta de Pentecostés, los secretariados y comisiones conciliares con el Motu proprio Superno Dei nutu, de Juan XXIII, y sabidos, a las pocas horas, los nombres de sus respectivos presidentes, el Papa encomendó la guía del SUC a su eminencia Bea. Líder durante el Concilio, más que Suenens y Montini, del ala progresista, su actividad no se redujo, bien es cierto, al ecumenismo, aunque este sí terminó acaparando sus principales energías durante la preparación y luego celebración del Vaticano II.
Al asumir la presidencia del SUC muchos ecumenistas recelaron de su persona: no faltaban quienes habían sido repuestos en sus cátedras solo meses antes de abrirse la magna cumbre, ni tampoco quien llegó a ser nombrado perito, consultor y oficial de la misma. Notorios son los casos de Karl Rahner, Yves Congar (que había padecido tres exilios: Oxford, Jerusalén y Roma) y Henri de Lubac. Como del Santo Oficio habían llegado a menudo a estos y a otros profesores admoniciones, sanciones, censuras de libros, y entre sus oficiales estaba el jesuita Bea, o sea, uno de los que habrían tenido que ver en tan duras medidas, de ahí la sospecha. Claro que tampoco se les despintaba que Bea no hubiera pasado de oficial: solo consultor, y las votaciones, secretas siempre, nunca son de uno solo.
Asumida la presidencia del SUC, probó enseguida a engrasar aquella pesada máquina, una de cuyas piezas faltaba entonces: el nombramiento de un secretario. Que recayó, cómo no, en el profesor holandés Willebrands. El biógrafo jesuita Schmidt supone que este debía de estar al tanto desde semanas antes, pues la vigilia de los santos apóstoles Pedro y Pablo, mientras Bea y su secretario iban a la función de primeras Vísperas en San Pedro, les llegó el OR con los nombres de los secretarios de las Comisiones y con el del profesor Willebrands para el SUC. El 7 de julio Schmidt acudió a recibirle con el automóvil del Cardenal al aeropuerto de Ciampino, donde Willebrands aterrizó en un Super Constellation de las líneas holandesas KLM. Los trabajos empezaron al día siguiente y duraron seis mañanas, entre el 8 y el 20. El nombramiento de Willebrands, concluye certero Schmidt, fue providencial por todo lo que había venido trabajando en este campo desde años atrás.
Bea puso alas en su corazón para llegarse a los más apartados rincones del planeta. Dijérase que se convirtió en trovador del Vaticano II desde que este había sido apenas un proyecto hasta que, ya celebrado, prosiguió luego como el irrepetible Pentecostés del siglo XX. Y empezó a ser, sobre todo, el caballero andante de la unidad: conferencias, artículos, libros, intervenciones radiofónicas, visitas de cortesía a líderes religiosos de Iglesias y religiones. Se reveló, en la santa causa del ecumenismo, como gran políglota y hábil conferenciante. Viajó sin darse tregua por casi todos los países orientales, Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Alemania, Suiza, Francia, España, etc.[49]. Y sirviéndole de señorial cortejo en todo momento su creciente prestigio entre católicos y acatólicos. Lo cual contribuyó para hacer, si cabe, menos difícil la senda de UR. Cuando Bea tomaba la palabra, lo recordó más de una vez el profesor Óscar Cullmann después del Concilio, era como escuchar hablando a la misma Sagrada Escritura.
Emplazados ya en los años del Concilio, es preciso indagar acerca del protagonismo de Bea en la organización del SUC. Su conocimiento de los teólogos y primeras figuras del CEI, y en particular las vías empleadas para conseguirlo, rebasan un espacio como este. Ya lo reflejé, por lo demás, en un artículo sobre los teólogos y el decreto UR[50]. No es de extrañar, pues, que empezaran a lloverle infinidad de solicitudes pidiendo entrevistas, conferencias e intervenciones en radio, televisión y medios escritos de diversos países. Por descontado que se hacía imposible contentar a todos. Cuenta su biógrafo que solo en los primeros nueve meses de 1962 concedió 25 entrevistas. Se comprende que en este ambiente no tardasen en llegar también invitaciones a pronunciar conferencias públicas sobre problemas ecuménicos: primero, claro es, en tierras italianas, y luego también fuera, y a menudo incluso en foros habilitados para la pieza oratoria que terminaban resultando pequeños.
2. Cardenal de la unidad.
Entre las más destacables cabe citar la tenida al Congreso de los estudiantes de los «seminarios menores» franceses, a la que acudieron también belgas, holandeses, alemanes y suizos. Fueron unos 1.700 y el último día, 22 de septiembre de 1961, les habló de El sacerdote, ministro de la unión de los cristianos. Todo un reclamo para que el obispo de Basilea, monseñor Franz von Streng, le invitase a tener dos más, una en la capital federal Berna, y otra en Basilea. La primera fue el 18 de septiembre y tuvo por título El Concilio y la unión de los cristianos. El 20 lo hizo ante 2.400 personas en Berna: primera vez después de cinco siglos que allí tomaba la palabra un cardenal. Tornó dos meses más tarde a Suiza, esta vez para dictar dos lecciones doctorales, una al selecto público de la Universidad de Friburgo, y la otra en el Palacio de Congresos de Zurich a más de 2.300 personas, nuevamente sobre El Concilio y la unión de los cristianos.
Gran manifestación en pro de la unidad constituyó la de París en el marco de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de 1962, año en que estaba prevista la solemne apertura del Concilio. Disertó sobre su acostumbrado tema delante de un auditorio de más de 4.000 personas, entre ellas dos de mucho relieve: una, el pastor Roger Schutz de Taizé; la otra, el pastor Marc Boegner, presidente honorario de la Federación Protestante de Francia y uno de los presidentes del CEI.
Las invitaciones que fueron llegando más tarde desde Alemania, su patria, no cedían en importancia, ni por tema ni por lugares. Las dos primeras fueron: una en la Universidad de Heildelberg y la segunda en Tubinga. De esta suministra detalles interesantes con su estilo desenfadado Hans Küng[51]. «No fue, ciertamente –dice–, una conferencia sensacional, pero sí era sensacional el que la pronunciaba: un cardenal de la Curia Romana, y además no uno cualquiera sino el influyente presidente del SUC, a quien, como es sabido, escucha el papa y que, aparentemente, tiene el mayor respeto por la piedad y la búsqueda de la verdad protestantes. Por lo demás, se trata de un príncipe de la Iglesia que no se presenta hierocráticamente, sino como un erudito modesto, amablemente sonriente, esbelto y algo encorvado por el peso de los años. Por eso, el entusiasta aplauso final seguro que es más para el orador que para su discurso»[52].
Siguió la dirigida al gran público en Essen. Especial relieve revistió su encuentro con el obispo evangélico Otto Dibelius en Berlín-Brandenburgo, y el mantenido con el presidente de la Iglesia Evangélica de Alemania, Dr. Kurt Scharf, en este caso tratando ya de cerca el tema de posibles observadores al Concilio. Dos días después, el 24 de mayo, acude con su tema a la Universidad de Viena. La tercera, tenida el 26 de mayo de 1962 en Innsbruck.
El anciano purpurado jesuita no se daba descanso, insisto, de modo que, llegados los meses del verano, tocó el turno a Inglaterra. Primero con su participación en el Convenio ecuménico para sacerdotes de Inglaterra y Gales, organizado por el arzobispo de Liverpool, monseñor John Carmel Heenan, miembro del SUC. Fue, a sus 81 años, la primera conferencia en inglés, preludio ella y puerta, digamos, para las que un año más tarde habría de pronunciar por Estados Unidos. La lista completa sería interminable. Lo que permite concluir este recuento que antecede no es sino que su eminencia Bea andaba por los caminos del mundo revestido de una dignidad, de un señorío, de una actividad, de una humildad y de una transparencia en el decir y en el hablar, fruto, claro está, de su piedad y de su ciencia, que le hacían, si cabe, más cercano y respetado entre católicos y acatólicos.
Ya en los años 50, por ejemplo, Hans Harms, miembro del personal de la Comisión FC en Ginebra, había visitado con regularidad en Roma a su compatriota alemán el jesuita padre Agustín Bea, confesor de Pío XII. Harms vino proporcionando al Secretario General del CEI confidencial información de cambios curiales. Con el tiempo, pues, Visser‘t Hooft reaccionó sobre su actitud hacia el Vaticano. Hizo consultas, en holandés, al encargado del SUC, Johannes Willebrands, compatriota suyo y necesitado ahora de su asesoramiento para invitar a otras Iglesias a asistir a las reuniones del Concilio. Un aire, por tanto, de familiaridad y cercanía lo fue envolviendo todo por aquellos meses.
3. Bea y el CEI.
Quedémonos primero con Willem Adolf Visser’t Hooft, primer secretario general del CEI desde 1948. Cuando Juan XXIII anunció la creación de un «concilio de la unidad» con objeto de llegar a los «hermanos separados», Visser‘t Hooft pensó al principio que se estaba repitiendo la invitación a «volver a la Iglesia madre». ¡Tantas veces la Iglesia católica se había negado a cooperar con el CEI! Pasado un tiempo, sin embargo, cayó en la cuenta de que el Vaticano II se proponía, más bien, lograr una renovación radical y la aceptación del ecumenismo. Fuera las alarmas, pues. Además, no todo era negativo desde 1948 entre católicos y el CEI.
Del primer encuentro entre Bea y Visser’t Hooft, mantenido en secreto durante seis años, refirió muchos años después Willebrands que el secretario general del CEI le había informado en su momento y le había dejado esta elogiosa definición del sabio jesuita: «Verdaderamente, este hombre (Bea) no solo ha leído y estudiado el Antiguo Testamento, sino que ha hecho suya también la sabiduría de los hombres del Antiguo Testamento». El ecumenismo y la Sagrada Escritura son, en efecto, las dos alas con las que Bea voló señorial y majestuoso. Todavía vivimos de su herencia, de lo que hizo e interpretó y promovió en ambos campos. El Vaticano II no podrá interpretarse adecuadamente prescindiendo de su figura, y los mencionados documentos, de puro llevar su impronta, exigirán para el estudioso del futuro un capítulo dedicado a este hombre que decidió descansar para siempre, junto a sus padres en su amado pueblo natal, revestido del simple hábito de jesuita.
En cuanto a sus visitas oficiales al CEI en Ginebra, y al Patriarcado ecuménico en Constantinopla, justo es decir que ambas fueron fundamentales en la construcción de las nuevas relaciones, por una parte con las Iglesias ortodoxas, y por otra con el CEI, «concreta encarnación –apostilla el secretario del Cardenal, padre Stjepan Schmidt– del moderno movimiento ecuménico, en el cual estaban unidas tanto las Iglesias orientales cuanto las Iglesias y Comunidades eclesiales de la Reforma»[53].
La cumbre de Enugu, Nigeria, fue determinante para conocer la voz de África en el CEI[54]. En cuanto a la Iglesia católica y el CEI, el Comité central reunido en Enugu avanzó, tras consultar al Vaticano, la propuesta formal de un GMT. Y entre los objetivos pertinentes, «la actuación de iniciativas prácticas en el sector de la filantropía, y en el de los asuntos sociales e internacionales»[55]. El Cardenal aceptó complacido la propuesta de crear ese GMT[56].
Concluye Lukas Vischer: «Desde aquel momento las relaciones entre la cristiandad católica y el Consejo ecuménico entraron en una fase nueva. Dando vida al GMT, entrambas partes habían afirmado públicamente su disponibilidad a permanecer en sostenido contacto y a profundizar, por cuanto les fuera posible, la solidaridad ecuménica, y ya entonces se podía empezar a actuar. No se hubiera podido llegar a la oficialidad de las relaciones arriba mencionadas –añade el citado autor, observador del CEI en el Vaticano II de 1962 a 1965–, si no se hubiesen dado múltiples y simultáneos contactos entre las dos partes y muchos otros sectores. El primer anuncio del Concilio y más todavía la efervescencia innovadora de la primera sesión conciliar habían influido ya lo suyo para la puesta en acto de tales contactos, que llegaron a ser siempre más numerosos e intensos a medida que se desarrollaba la vicisitud conciliar. El mensaje del diálogo se había luego difundido tan largamente que muchos católicos no esperaron a la promulgación del decreto sobre el ecumenismo, sino que lo anticiparon estableciendo por su cuenta relaciones con los otros hermanos cristianos»[57].
Hasta dónde se haya llegado en la marcha que entonces empezó, puede colegirse por la historia posconciliar del CEI. Prueba de lo dicho son, por ejemplo, los institutos ecuménicos de Bossey (junto a Ginebra), y el de Tantur (Jerusalén), cuyo director en su día, padre Thomas Stransky CSP, resume, con la gratitud de sus componentes, en La Historia del Grupo Mixto de Trabajo[58]. Solidaridad ecuménica, en fin, imaginativa para encontrar fórmulas en la misión de revelar a Cristo al mundo haciendo la verdad juntos para manifestar su luz.
4. El Cardenal del diálogo.
«Era Bea –dice Congar– la simplicidad en persona. Se podía dialogar con él como con un amigo […] en las reuniones del Secretariado impresionaba siempre por su claridad perfecta, el orden, la sobriedad y la precisión con la cual, en el latín que parecía fluir de una fuente, el cardenal pronunciaba –sin leerla– su Prolusio». De sus intervenciones en el Aula, apostilla de nuevo Congar:
«Se expresaba con calma, con una voz dulce y sin pasión. Este modo de hablar tenía más eficacia que una palabra apasionada o imperiosa, que produce una reacción de defensa. Lo noté a menudo. Me parecía también que jugaba un gran papel la confianza en ciertas personas. ¿No fue así en los antiguos concilios? ¿Qué parte tuvo en Nicea el prestigio de Osio?, ¿en Calcedonia el de León? ¡En el Vaticano II fue incontestablemente Juan XXIII el que desempeñó este papel, lo mismo ausente que presente! También el cardenal Bea gozaba de notable estima. Había sido confesor de Pío XII, director del Pontificio Instituto Bíblico (sus intervenciones contenían observaciones críticas sobre el uso de los textos escriturísticos en textos a debate). Presidía el SUC, que Juan XXIII había elevado al rango de Comisión, con derecho a presentar esquemas en nombre propio. Ideas y términos fueron a menudo preferidos o rechazados en el Vaticano II según pudiesen favorecer o ser contrarios al ecumenismo. Se escuchaba al cardenal Bea. Con Máximos IV y otros de los que se me consentirá no suministrar un elenco que no podría sino ser subjetivo, incompleto y discutible, fue una de las grandes figuras del Concilio»[59].
Por primera vez en la historia el duelo católico a la muerte de un Papa fue compartido por los judíos durante aquellos inolvidables días de abril de 2005. Estrictamente hablando no fue, sin embargo, san Juan Pablo II quien empezó a reparar la enconada herida del antijudaísmo católico. Corresponde el mérito, más bien, a san Juan XXIII, quien, ya en 1962, encargó al cardenal Bea la redacción de un documento sobre las «religiones no cristianas», poniendo especial énfasis en la judía. «El problema bimilenario, tan viejo como la Iglesia misma, de las relaciones de la Iglesia con el pueblo hebreo, llegó a escribir el purpurado jesuita corriendo 1968 en La Chiesa e il popolo ebraico, se había vuelto más agudo y reclamaba la atención del concilio ecuménico Vaticano II, sobre todo a raíz del espantoso exterminio de millones de judíos por parte del régimen nazi en Alemania». Junto al documento sobre las religiones no cristianas y el judaísmo, daría juego asimismo, por ejemplo, recordar también cuánto trabajó por sacar adelante las declaraciones DH y NA, sobre la libertad religiosa y religiones respectivamente, temas hoy más actuales que nunca[60].
Pero no siempre las aguas fluyeron serenas para el Cardenal de la Unidad, tachado, igual que san Juan XXIII y el beato Pablo VI, de «hereje modernista»; incluso de «masón». Ya en el Concilio, durante las reuniones de la Comisión Teológica, el polémico arzobispo Lefebvre tuvo tiempo para enredar y quejarse por la presencia de sujetos no católicos e individuos, decía él, de dudosa doctrina, como –y cito su lista– Hans Küng, Joseph Ratzinger, Karl Rahner, Yves Congar y Edward Schillebeeckx. Por lo que, junto con los monseñores Casimiro Morcillo González, arzobispo de Madrid; Antonio de Castro Mayer, obispo de Campos, Río de Janeiro, Brasil; Geraldo de Proença Sigaud, arzobispo de Diamantina, Minas Gerais, Brasil, y 250 miembros más, integró un ala tradicionalista en el Concilio –Coetus Internationalis Patrum–, que trató de parar la influencia del ala renovadora y progresista encabezada por el cardenal Agustín Bea[61]. Como entre los nombres de dudosa doctrina está Joseph Ratzinger, posteriormente Benedicto XVI, habrá que reconocer en el rebelde prelado francés, graves carencias proféticas y acusada miopía eclesiológica.
Al cumplirse el 25º de su muerte, Willebrands precisaba: «Numerosos Padres conciliares, los observadores-delegados y muchos fieles lo consideraban “la conciencia del Concilio”»[62]. Justamente el mismo día del deceso, tenía que haber sido investido doctor honoris causa por la Universidad de Oxford. En 1989 el cardenal Ratzinger, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, recibió en Roma el Premio Agustín Bea. Se dice que las intervenciones de Bea dentro y fuera del Aula siempre fueron ponderadas, ecuánimes, justas, llenas de caridad. Eso precisamente brilló en su vida. Sencilla vida la suya, plena, de inicial y responsable ecumenismo conciliar, la de un verdadero apóstol de la unidad.