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ОглавлениеCHARLES BRENT (1862-1929)
Charles Henry Brent nace en Newcastle, Ontario, Canadá, el 9 de abril de 1862 y muere en Lausana, Suiza, el 27 de marzo de 1929. Licenciado brillantemente en estudios clásicos en el Trinity College de la Universidad de Toronto (1884), desde el 85 hasta el 87 desempeñó las funciones de Undermaster en el Trinity College School, de Port Hope. La ordenación de diácono llega con el 86, y la de sacerdote al año siguiente. Corren los meses del 91 y él, ciudadano americano, se va a una parroquia de un barrio pobre de Boston, donde sirve durante una década como asistente del rector de St. Stephen. En 1902, después de que las Filipinas fueran adquiridas por los Estados Unidos a raíz de la Guerra hispano-estadounidense, la Iglesia episcopal designó a Brent primer obispo misionero de Filipinas, a donde llegó en el mismo barco que el gobernador William Howard Taft portando consigo el prestigio, no oficial, no, pero sí muy real, del establishment norteamericano[117].
Vigoroso ministerio evangelizador el suyo entre la población no cristiana, de modo particular gente china de Manila, igorrotes incivilizados de Luzón, y moros hostiles del archipiélago de Sulu. Fundó varias escuelas y un hospital de caridad en la capital filipina. Ante la devastación moral y física de los adictos al opio, Brent se convierte en inquebrantable defensor de una lucha sin cuartel contra las drogas, llegando a formar parte de varias comisiones internacionales para detener el narcotráfico. Nombrado por el Gobierno filipino para investigar el uso de opio, sirvió desde 1902 al 14 como miembro de un comité ejecutivo a tales efectos. También de comisario jefe para EE.UU. y presidente de la Comisión del Opio internacional en Shanghai (1908-19) y, presidente de la delegación de EE.UU. para la Conferencia del Opio en La Haya (1911-12), cuya presidencia ocupó en 1912. De entonces data su publicación de tres libros importantes. Fue durante la I Guerra mundial capellán superior de las Fuerzas Armadas estadounidenses en Europa. En 1919, por fin, acepta su elección para obispo de la Diócesis del Oeste de Nueva York: tres designaciones anteriores había declinado durante su tiempo en el Archipiélago.
Ya en 1926 se le encomienda el ministerio pastoral de las iglesias episcopales estadounidenses en Europa (dos en París, y las de Niza, Florencia, Roma, Dresde, Múnich, Ginebra y Lucerna), cargo en el que se mantiene hasta que es hospitalizado de un mal grave en noviembre de 1927. Durante su última aparición pública representó a la Iglesia Episcopal en los EE.UU. Uno de los hitos importantes de su fecunda biografía tiene lugar en Lausana, Suiza, cuya primera Conferencia mundial sobre FC organizó y presidió en 1927. De su protagonismo en dicha cumbre William Temple llegó a escribir: «Era claro que constituía el fulcro de la conferencia y que su dirección de las discusiones, tranquila, firme y a menudo veteada de humor, fue la más eficiente posible»[118].
Brilló en Lausana con él todo un líder mundial: mermadas ya las fuerzas físicas, es cierto, su alma, no obstante, parecía más radiante. Persuasivo de principio a fin, logró que las rivalidades cedieran, las disputas se olvidaran, y cundiese por doquier el amor fraternal. Alcanzó así su ansiada meta, pues aquel encuentro registró el mayor avance de las Iglesias, en el sentido de mejor comprensión y de un espíritu más fino de la cortesía y de la buena voluntad.
Sus restos descansan en el Cementerio de Bois de Vaux. Parte de su legado se puede ver hoy en el CEI y en la Iglesia Episcopal de Filipinas. El historiador James Thayer Addison lo calificó como «un santo de vigor mental disciplinado, a quien los soldados se sentían orgullosos de saludar y con quien los niños eran felices de jugar, que podría dominar a un parlamento. Sacerdote y obispo, se vanagloriaba de la herencia de su Iglesia y, sin embargo, estaba de pie entre los hermanos cristianos como el que sirve. En todas partes, embajador de Cristo»[119]. Su conmemoración en la Iglesia Episcopal recurrió por un tiempo el 27 de marzo. Sin embargo, como ese día suele caer en Cuaresma o Semana Santa, la diócesis central de Filipinas de la Iglesia Episcopal de Filipinas, en su convención diocesana del 2008, aprobó para celebrarla el 25 de agosto, fecha de su llegada al Archipiélago[120].
1. Brent y el movimiento ecuménico.
Aunque firme en su cruzada contra las drogas asistiendo a conferencias y desde su nombramiento por el presidente Warren G. Harding en 1923 para la Comisión Consultiva de Estupefacientes de la Liga de las Naciones, Brent giró su atención preferente hacia el movimiento ecuménico. La verdad es que podría haberse reducido al funcionariado estadounidense y otras destacadas personas en las Islas, incluso a convertir a católicos romanos tanto de españoles como de ascendencia filipina, a quienes el Gobierno anterior había dejado atrás. Sus experiencias en el Archipiélago filipino, sin embargo, acabaron por despertar en él una fuerte preocupación por la causa de la unidad visible de los cristianos.
El mundo va a ir cojeando mientras la oración de Cristo pidiendo al Padre que todos sean una cosa se vea contestada. Debemos tener unidad no a cualquier precio, por supuesto, sino pese a todos los riesgos. La siguiente oración, por él escrita, es ampliamente utilizada hoy en día. Se trata de una oración por la misión de la Iglesia, que ha sido incluida en el Libro de Oración Común y dice así:
«Señor Jesucristo, tú extendiste tus brazos amorosos sobre la dura madera de la cruz, que todo el mundo pueda estar al alcance de tu abrazo amoroso. Así nos vestimos con tu Espíritu para que nosotros, extendiendo nuestras manos en amor, llevemos a los que no te conocen al conocimiento y amor de ti, por el honor de tu Nombre»[121].
No menos rica de aroma ecuménico resulta esta otra de su entorno, que incluye al mismo Charles Brent:
«Padre Celestial, tu Hijo oró para que todos sean uno. Líbranos, te suplicamos, de la arrogancia y del prejuicio, y danos la sabiduría y la paciencia, que, según tu siervo Charles Henry Brent, haga que podamos estar unidos en una familia con todos los que confiesan el nombre de tu Hijo Cristo Jesús, que vive y reina contigo y el Espíritu Santo, un solo Dios, ahora y por siempre»[122].
Su poema La nave expresa no pocos de sus íntimos sentimientos al respecto[123]. Entre sus oraciones, esta vez eucarísticas, he aquí otra:
«Cristo de la Pasión, que en la última Cena nos has legado a la Iglesia un memorial perpetuo del sacrificio de la cruz, ayúdanos en este santo sacramento espiritual a contemplar tu amor redentor, que nunca podrá tener en cuenta el precio con el cual tú nos has comprado, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, siempre un solo Dios sin fin. Amén»[124].
Brent fue también hombre de oración. Al trabajar para la reunión de la cristiandad resolvió no tolerar atajos que, en todo caso, impedirían el logro de lo que vivamente él anhelaba. La paciencia debe existir en medio de cualesquiera desalientos y desilusiones, sin duda, aunque también la paciencia tenga un precio. Insistió en que la plataforma original del movimiento se debe mantener; en particular, dos puntos de vista bien concretos. Uno: lo que realmente debe tener como objetivo el movimiento ecuménico es la reconciliación de toda la cristiandad, sin exclusiones de ningún género y admitiendo siempre la soberanía y jefatura viva de Jesucristo. Dos: el trabajo inmediato de sus promotores y de las reuniones en su nombre, es la Conferencia, mediante la apertura franca y explicando las dificultades, no las diferencias. Las relaciones amistosas deben preceder y preparar para la unión. De ahí que la paciencia y firmeza en la presentación de las verdades y reclamaciones sea siempre necesaria. Como lo es también la caridad.
Después de asistir a la escocesa Conferencia Misionera mundial de Edimburgo-1910, Brent estuvo en vanguardia de los esfuerzos ecuménicos de la Iglesia Episcopal. El movimiento culminaría con la primera Conferencia mundial de FC, celebrada en Lausana, Suiza, por él presidida. Este significativo encuentro ecuménico, por lo demás, ayudó a sentar las bases para el CEI. Ningún problema era demasiado grande, ningún muro divisorio lo bastante alto, ningún lenguaje, en fin, tan desconocido, de fondo tan confuso y oscuro, como para impedirle o detenerle a él en su afanosa búsqueda de una mejor comprensión y realización de los fines de la unidad y de la paz. Ni una sola vez en todos sus contactos con diversas escuelas de pensamiento olvidó su trabajo y su oficio. Tampoco, desde luego, menguaron su devoción, ni su amor, ni su lealtad a la Iglesia.
2. Apremiante necesidad de la unidad cristiana.
La unidad cristiana no es un hermoso sueño ni un lujo, sino apremiante requisito para el despertar de la pasión de Cristo. En algunos países la Iglesia es poco más que un vasallo del Estado en vez de un poder de conversión. Mientras las Iglesias no se unan, seremos incapaces de persuadir a las gentes a que anden bajo la luz del reino de Dios. Hay una alegría austera en estar a solas con la verdad. Los que miran lo suficientemente lejos saben discurrir con alma profética y no con el confuso vaivén del ecumenista nefelibata. Bajo la disciplina de la soledad hay libertad y exuberancia de alegría junto a la cual todos los premios menores son nada[125].
«San Pablo –llegó a escribir el propio Brent– golpea en la cara al sectarismo de todo tiempo calificando de carnales a las divisiones. La división, según este hombre profundamente serio, es fatal para la vida de la Iglesia»[126]. Pero es que Brent se reveló siempre hombre profundamente serio y, a la vez, de inflamada personalidad. No en vano llegó a ser, de hecho, figura destacada de la Iglesia Episcopal en la escena mundial durante dos décadas. Había sentido muy hondo la sacudida de la gran conferencia mundial misionera de Edimburgo 1910. De ahí que el foco central de su vida y de su ministerio fuese la causa de la unidad cristiana. Condujo a la Iglesia Episcopal, ya digo, por el movimiento unionista que culminó en la primera Conferencia mundial de FC, celebrada en Lausana, Suiza, en 1927, y que él presidió[127].
Discurrir ecuménicamente según el espíritu que tantas veces el obispo Brent demostró, implicará un cierto estudio y mucha oración. Lo mismo que, por lo que a su influencia concierne, insistir en que el movimiento se mantenga firme, con generoso corazón y leal reconocimiento de la labor de otras comuniones, así como en sus dificultades, pero sin ningún tipo de pérdida de los principios de la fe y proponiéndonos, como meta, llegar a una Iglesia reunificada. Difícil sería decir aquí y ahora en cuál de los tres aspectos del ministerio cristiano sobresalió más. Tan variadas eran sus espléndidas cualidades de mente y corazón que, en todo lo que hacía, una inteligencia fina, un celo absorbente y una plena consagración hicieron de su oficio ministerial un magnífico paradigma. Probablemente a nadie de nuestra generación se le hayan dado más variadas tareas que las impuestas a este hijo fiel de la Iglesia llamado Brent. El suyo era, en el mejor sentido, un ministerio católico, es decir, universal. No podía pensarlo en términos de algún área restringida. Tampoco podía entender la vida, ya del Occidente, ya del Oriente, como algo ajeno a su amor y servicio. Con el poeta latino Terencio podía gustosamente repetir: «Hombre soy; nada humano me es ajeno»[128]. Y es que jamás ambicionó la alabanza y el honor de los hombres. Sabía de aquel lugar secreto donde la virtud es su propia recompensa, y comprendía que el trabajo bien hecho obtiene allí su más profunda satisfacción y su compensación más duradera.
Entre los múltiples aspectos de su ministerio destacaban dos: uno, su insistente y urgente apelación a una mejor comprensión del mundo, para el logro del orden mundial armónico y de la paz universal y duradera; otro, su inagotable y tenaz esfuerzo por acabar con la babel de confusas y contradictorias y alborotadoras voces, implantando en su lugar esa unidad que debe cumplir el anhelo de quien dio su vida en rescate por muchos. Estos son los supremos fines por los que apostó y luchó siempre sin bajar la guardia.
La unidad cristiana centró por décadas su vida y su ministerio. Debemos tener unidad –era su lema predilecto–, no a cualquier precio, desde luego, sino pese a todos los riesgos posibles. El éxito de las misiones está inextricablemente ligado a la unidad. En el futuro, el progreso misionero va a depender sobremanera de la unidad de la Iglesia: las conversiones nacionales pueden llevarse a cabo sin ninguna otra influencia. Incluso pudiera darse el caso de que hasta el presente una Iglesia dividida haya sido usada por Dios para la extensión de su Reino entre los hombres, mas no tenemos garantía ninguna de que vaya a continuar haciéndolo. De hecho, existen indicios de que la Iglesia dividida haya llegado y rebasado el cenit del poder tal como lo ha tenido, y que a partir de ese punto esté disminuyendo hacia la desolación.
3. Fe y Constitución.
Ocupó en este organismo un lugar de indiscutible poder e influencia. Podrán los hombres diferir por sus métodos; no, sin embargo, cuando se trata de resistir con su espíritu. Aparte de lo que hizo y dijo, emanaba de su persona una sutil influencia capaz de mover a los hombres a seguirlo pese a sus propias conclusiones. Obispo de las Filipinas y de la Diócesis del Oeste de Nueva York, fue bien aceptado por el público en general, lo mismo de Oriente que de Occidente, como defensor de todo lo bueno y noble y de laudable nombre. Lo cual, así dicho, es más que mucho si se tiene en cuenta que acabó por hacer de la suya una eminente personalidad, a colocar hoy con todo merecimiento entre los líderes cristianos de todo el orbe.
El espíritu de Brent está llamando a la acción en la santa causa de la unidad: ninguna concesión ha de hacerse, ningún retiro abrir, hasta que el Crucificado haya sido exaltado y reconocido como emblema poderoso en el mundo de la salvación y de la paz. Indigno y cobarde ante su Maestro se hará quien pretenda seguirlo sin ser capaz de adelantar la causa que consumió su alma con pasión. Con igual celo y determinación, con renovado ardor y entusiasmo, debemos actuar frente a nosotros mismos en la gran tarea de presionar las altas demandas de la unidad.
La Iglesia cristiana, en definitiva, tiene que admitir la locura de sus polémicas, la esterilidad de sus rivalidades y el sinsentido de sus divisiones. Como quiera que la paz de la Iglesia y la del mundo van juntas, nuestras infelices divisiones deben acabar cuanto antes. Los que tenemos fe cristiana y creemos en el Hijo de Dios, debemos alcanzar un punto de acuerdo, como requisito necesario para la concordia. La comunidad de los bienaventurados implica confianza mutua y compañerismo de las personas que se arrodillan de modo humilde ante el Salvador de la humanidad. Para acelerar el cumplimiento glorioso de aquel anhelo de la oración de Cristo por su Iglesia, Brent trabajó de manera incansable y multiplicó a diario sus esfuerzos unionistas, sintió al vivo, y en verdad, el tirón de la unidad[129].
El desorden en la Iglesia es, a su juicio, más terrible que las peleas en la familia y que la guerra civil en el Estado. Si la guerra es un mal en la vida nacional, mil veces peor lo es en la de la Iglesia. Desaparecida de nuestro alcance la unidad, ello es falta común del cristianismo. Recuperarla, pues, ha de ser la acción concertada, provechosa más que otra ninguna, de la cristiandad bien avenida. Cada sección ha cooperado en demoler o atacar la unidad. Cada sección, en consecuencia, debe participar también en el esfuerzo por su restauración.
Es ridículo pensar en una predicación de la Iglesia metida en guerra de guerrillas cuando lo que necesitamos es un mundo en paz. Y no hay una lección que las Iglesias estén aprendiendo, y sea ella mucho más importante, que la de la impotencia de nuestro cristianismo dividido. Es, además, absurdo aspirar a una humanidad unida, incluso a una civilización cristiana unida, y a la vez contentarse con la Iglesia dividida. Una Iglesia confundidora, o sea, dividida, será un poderoso factor en el mantenimiento y prosecución de un mundo confuso[130]. Charles Henry Brent fue convencido paladín del movimiento ecuménico moderno. Su mayor logro no fue sino vivir la unidad de la Iglesia. Por eso inspiró y fundó el movimiento FC y presidió la primera Conferencia mundial en Lausana, Suiza, en 1927[131], grandes méritos ambos en su haber.
Para hacerse una idea de la copiosa cosecha de FC, con cuya fundación y primeros pasos tanto tuvo que ver –según acabo de decir– nuestro eclesiástico personaje Brent, podría valer la consulta, a título meramente informativo, de las Relaciones 1999-2005, relaciones bilaterales entre el CEI y el PCPUC, que se recogen en el Grupo Mixto de Trabajo de la ICR y el CMI[132]. Bien estará recordar que la Iglesia católica, aunque no es oficialmente miembro del CMI, está, no obstante, representada en la Comisión FC con doce miembros de pleno derecho, provenientes de diferentes regiones del mundo. Ese importante dato puede que baste, incluso que sobre, para probar por qué a estas alturas Brent debe figurar con paladina aceptación en el austero retablo de los Apóstoles de la unidad elencados en este libro.
4. La unidad es la base de todo el pensamiento cristiano.
Notoria cosa es que FC surgió a comienzos del siglo XX como uno de tantos otros movimientos entonces propuestos para promover el restablecimiento de la unidad entre las comunidades cristianas divididas. La intervención de nuestro bienamado obispo protestante episcopal y misionero en Filipinas, Charles Brent, en la Conferencia misionera mundial de Edimburgo en 1910, suele considerarse como el principio de este movimiento. Su propósito se centró en sacar a flote dicha cumbre para tomar conciencia de las cuestiones de fe y constitución relativas a la unidad de los cristianos. Su propuesta acabaría por cuajar un tiempo después, en la Conferencia de Lausana, celebrada del 2 al 21 de agosto de 1927. Este magno encuentro adoptó por unanimidad un informe titulado La llamada a la unidad, y tomó el pulso a otras seis relaciones referidas principalmente a la Iglesia, su mensaje, su naturaleza, sus sacramentos y su ministerio. En 1937 la segunda Conferencia mundial de FC puso mayor énfasis en temas de la Reforma: v.gr., «La gracia de nuestro Señor Jesucristo» y «Fidelidad a Cristo». Decidió entonces unirse al movimiento Vida y Acción, promotor de la acción cristiana común por la paz y la justicia, formando así el CEI.
Entre los éxitos más resonantes de FC destaca la clarificación gradual del objetivo del movimiento ecuménico. Las declaraciones sobre la unidad orgánica de la Iglesia (adoptadas por la asamblea general del CEI en Nueva Delhi en 1961) y sobre la misma Iglesia en cuanto unión conciliar de Iglesias (adoptadas en la Asamblea General del CEI en Nairobi en 1975) se han convertido con el paso de los años en puntos referenciales para las discusiones ecuménicas sobre unidad. El más saludable fruto de FC no es otro que el famoso documento de Lima de 1982: BEM. Provocó una respuesta oficial de casi doscientas Iglesias y en él intervino también la Iglesia católica. FC es el ejemplo más elocuente de diálogo internacional y multilateral. La V Conferencia mundial de FC celebrada en Santiago de Compostela en 1993, resumió la tarea de sus últimos treinta años bajo el tema Hacia la koinonía en la fe, en la vida y en el testimonio[133].
El ecumenismo se define como la tendencia o movimiento que intenta la restauración de la unidad entre todas las Iglesias cristianas. Se trata, pues, de un movimiento específico del mundo cristiano y nace en el momento preciso en que las Sociedades misioneras, especialmente inglesas y francesas, fundan la Alianza Bíblica, al darse cuenta de que malgastan energías compitiendo entre ellas al ir tras los ejércitos colonizadores europeos.
Surgieron movimientos en muchas regiones. Según la idea que se hacían de la meta por alcanzar, se preguntaban si era preciso invitar a la Iglesia católica, dado que esta mantenía su propia idea de la unidad, muy diferente en tantos aspectos a la de las otras Iglesias. A fin de cuentas, más que reintegrarse, a lo que aspiraban era a servir al pueblo de Dios conjuntamente. La encíclica Mortalium animos de Pío XI acabó por confirmar que, en efecto, era absurdo esperarse entonces cualquier cooperación entre Roma y el movimiento ecuménico. Celebrada la Conferencia mundial de misiones en Edimburgo (1910), sonó en 1914 la hora de fundar el movimiento FC, entre cuyas principales figuras destacan Charles Brent y Robert Gardiner[134].
Cuando Brent llegó a Edimburgo en 1910, la unidad cristiana ya era un interés dominante en su espíritu. «No puedo entender –así dijo él entonces– a la gente que se muestra indiferente o desganada en la causa (ecuménica): esta es la base de toda la vida y de todo el pensamiento cristiano»[135]. Sus experiencias misioneras habían determinado que la unidad de la Iglesia cristiana tuviese el primer puesto en su pensamiento, porque «nosotros, misioneros –son de nuevo sus palabras–, tenemos momentos de profunda depresión cuando nos sacude la reflexión de que es más bien absurdo querer portar en la Iglesia de Cristo las grandes naciones del Extremo Oriente, hasta tanto no consigamos presentar un frente sin divisiones»[136]. Pero él no cejó en el empeño. De ahí que sus esfuerzos sean hoy sus mejores cartas credenciales para ocupar un puesto relevante entre los Apóstoles de la unidad agrupados en este libro.