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LAMBERT BEAUDUIN (1873-1960)

Dom Lambert Beauduin, OSB –de pila Octavio–, nació en Rosouxlez-Waremme, cerca de Lieja, Bélgica, el 5 de agosto de 1873, de familia burguesa, liberal en política y profundamente católica[63]. Estudió en el seminario mayor de la ciudad, donde tuvo como profesor de Teología moral a don Pottier, fundador de la democracia cristiana en Bélgica, y fue ordenado sacerdote el 25 de abril de 1897 por el obispo de Lieja, monseñor Doutreloux, cuyo comentario a la Rerum novarum de León XIII era por este considerado el mejor. Docente en el seminario menor de Saint-Trond, en 1899 se ofreció de voluntario para el servicio de capellán del Trabajo, cuyo objetivo era promover la doctrina social del Papa. Al cabo de un tiempo, sin embargo, dejó aquello y, tras un período de reflexión espiritual, entró el 1 de julio de 1906 en el monasterio benedictino Mont César (Lovaina), donde emitió sus votos monásticos el 5 de octubre de 1907.

Vivió sus primeros años en Mont César bajo la tutela del hoy beato dom Columba Marmion (1858-1923), prior del monasterio. La doctrina Marmion y la liturgia del monasterio le abrieron a las auténticas riquezas interiores de la Iglesia, que no cesó de comunicar de por vida: su intervención a favor del uso del misal por parte de los fieles y de su activa participación en el culto, según normas de san Pío X, es considerada como el alumbramiento de una nueva época en el movimiento litúrgico: la de la pastoral[64]. Todas las naciones europeas son más o menos deudoras del movimiento Beauduin.

En diciembre de 1925 funda el monasterio de Amay, cuyo fin y orientación expone de modo magistral en el opúsculo Una obra monástica para la unión de las Iglesias. Al año siguiente, toca el turno a Irénikon, única revista católica de ecumenismo durante muchos años. Amay abrió desde el principio sus puertas no solo a la liturgia oriental y a los ortodoxos, sino, con no leve escándalo de algunos, a los protestantes todos. Obra e ideas tan nuevas provocaron suspicacias incluso en los círculos más elevados. De ahí que, a raíz de un proyecto para reanudar las conferencias de Malinas, Beauduin, denunciado al Santo Oficio, tuviera que abandonar su monasterio de 1931 a 1951.

El destierro, no obstante, le facilita la difusión de sus ideas. Primero, dos años en la abadía En-Calcat, Francia (1932-34). Del 34 al 38, capellán de las monjas oblatas de Corneilles-en-Parisis, futura rama femenina de la actual abadía del Bec-Hellouin, a la que logra sensibilizar en el ecumenismo. Tras breve permanencia en la comunidad de Hermanas en Chalivoy, pasa dos lustros largos (1940-51) como capellán de las Hermanas del Buen Pastor en Chatou, alrededores de París, lo que le permite participar con los dominicos en la fundación del Centro de Pastoral Litúrgica de París y entrar en contacto con célebres centros unionistas: Istina, San Sergio, etc., prodigándose en numerosas reuniones, conferencias y retiros espirituales. Vuelve, por fin, en 1951 y vive un retiro activo pese a su artritis reumatoide en Chevetogne, donde fallece el 11 de enero de 1960.

Con motivo de sus 80 años y del IX Centenario del Cisma de Oriente se le dedican los dos excelentes volúmenes sobre L’Église et les Églises. Uno de sus últimos consuelos fue el anuncio del Concilio por Juan XXIII, con quien le unía estrecha amistad y comunión de ideales. Precursor del movimiento social católico, iniciador del movimiento de pastoral litúrgica, pionero del ecumenismo católico, llegó a resumir de sí mismo: «He sido social con León XIII, litúrgico con Pío X, y ecuménico con Pío XI»[65], calificativos a relacionar respectivamente con la encíclica Rerum novarum de León XIII (1891), el motu proprio Tra le sollecitudini de Pío X (1903), y la carta apostólica Equidem verba de Pío XI (1924). Aunque no haya rotura sino más bien continuidad, aquí me limitaré a su faceta ecuménica. No alcanzó a ver al arzobispo anglicano de Canterbury visitando al papa ni al patriarca ecuménico en 1960, pero Beauduin, la verdad, fue a la hora de su muerte, según acertada frase de alguno de sus biógrafos, «un profeta vindicado»[66].

1. En la línea de León XIII.

El Papa de la Rerum novarum impulsó también el ecumenismo de su época, especialmente con los orientales, cuya reunificación pretendía vivamente. Ahí están, si no, en 1879 el fin de los cismas caldeo y armenio, en 1880 la encíclica Grande munus christiani nominis propagandi sobre los apóstoles eslavos Cirilo y Metodio, y en 1881 el decreto Orientalium ecclesiarum ritus restableciendo en el monasterio de Grottaferrata el rito bizantino. Piezas literarias, nótese bien, resonantes en el Vaticano II y en la encíclica Slavorum Apostoli del papa Wojtyla. Pero tal vez sea de más peso aún la carta apostólica Orientalium dignitas (30-11-1894).

Si la Rerum novarum fue recordada por Pío XI (Quadragesimo anno), san Juan XXIII (Mater et Magistra), el beato Pablo VI (Octogesima adveniens) y san Juan Pablo II (Centesimus annus), al centenario de la Orientalium dignitas decidió sumarse de igual modo este último con la Orientale lumen, cuya remota finalidad es alcanzar la reconciliación; y la próxima, lo que el subtítulo canta, algo que ya León XIII había ejercido con los alumnos de colegios y seminarios orientales por él fundados en Roma y Oriente Próximo. Y la guinda, en fin, el rechazo a identificar unidad con uniformidad de la Iglesia latina.

Entendió León XIII perfectamente que la unidad a la que la Iglesia debe tender procede de Jesucristo, verdadero autor de la unidad: lo demostró hasta desterrando de su vocabulario el apelativo de cismáticos, sustituido por el de hermanos separados o disidentes. Con los orientales, en suma, se condujo, en acertada frase del cardenal Lercaro, «con una grandeza de alma y una lealtad que honra su clarividencia». Su modo de ser, su forma de pensar, su actitud con la disidencia insinúan lo que en el actual ecumenismo se conoce como purificación de la memoria. De ahí su afán por seguir recorriendo a ritmo creciente este camino de reconciliación y esperanza que es el ecumenismo.

El 19 de marzo de 1895, en efecto, crea la Comisión cardenalicia encargada de promover la reconciliación entre los alejados y la Iglesia, medida comparable, en cierta manera, claro es, a la de san Juan XXIII creando el SUC. Muchos de sus proyectos –el de San Anselmo de Roma para el retorno de los griegos disidentes, por ejemplo–, cristalizarán años después: Benedicto XV funda el 15 de octubre de 1917 el Pontificio Instituto Oriental, confiado a los jesuitas, y nuestro joven benedictino Beauduin, recalando en Chevetogne con la revista Irénikon, reanuda el proyecto leonino con esta máxima: «Trabajar por la unión sin pretender latinizar». Dom Lambert sirve así de providencial eslabón en la cadena que une los tiempos de León XIII y el momento actual, con ser tan distintos. Influyó mucho en dos hombres famosos el tiempo corriendo, a saber: Paul Couturier y Angelo Giuseppe Roncalli, futuro Juan XXIII.

No rodaron igual las cosas, es cierto, en lo de las ordenaciones anglicanas. Nunca los temas del movimiento ecuménico fueron rectilíneos: casi siempre han discurrido en zigzag. Las relaciones Roma-Canterbury, por eso, están aún menesterosas de estudios serios donde figuras como el Papa de marras o el beato cardenal Newman, amén de movimientos como el de Oxford, reciban más luminoso análisis. Algo que avanzó en su día el cardenal Willebrands. Entre los pontificados de León XIII y san Pío X puede haber tanta distancia como entre las figuras cardenalicias del beato Newman y Merry del Val. Pero la esencia del asunto será siempre la unidad de la Iglesia, eso que llamamos ecumenismo, divina gracia y movimiento saludable por el que tanto trabajó ya en sus días el genial León XIII, estrella refulgente de la Iglesia, vivo por siempre en la Historia[67]. Y luego dom Lambert Beauduin.

En 1921 nuestro benemérito monje es nombrado profesor en el Colegio internacional benedictino de Roma. Allí empieza su vocación ecuménica. Corren los tiempos de la primera emigración rusa. Beauduin, a quien Mercier ya ha pedido sumarse a las Conversaciones de Malinas, se hallaba particularmente abierto al mundo oriental por sus conocimientos litúrgicos. Así que, cuando Pío XI decide confiar a la Orden de san Benito la acción unionista en favor de los rusos, encuentra en él al hombre que la Divina Providencia, siempre puntual y pródiga y señaladamente remuneradora, coloca en el camino para que se entregue sin reservas ni condiciones al nuevo apostolado.

2. La actividad ecuménica de Amay-Chevetogne.

El 21 de marzo de 1924, Pío XI dirige la carta apostólica Equidem verba al Abad primado de los benedictinos pidiendo que oren y actúen en pro de la unión de las Iglesias. Dom Lambert –se dice– es el inspirador de dicho documento, aunque sus miras iban más lejos aún: abarcaban el Oriente todo entero, incluso la atención dada al movimiento de aproximación entre las Iglesias orientales, de una parte, y el anglicanismo y el protestantismo, de la otra. Los monjes de Amay-Chevetogne vieron en Equidem verba –con sobrado motivo y no sin discreción– la carta fundacional de su monasterio. La consigna era «orar a Dios con insistencia» e «iniciar actividades» en vista de la unidad de las Iglesias. Para ello sería preciso estudiar lengua, historia, instituciones, psicología, teología y liturgia de los pueblos orientales. Pensaba el Papa especialmente en los rusos, cuyos refugiados afluían masivamente a Occidente. Comprendía que los monjes son las personas idóneas para este tipo de trabajo. Incluso se debería elegir en cada país –era pensamiento común– una abadía para congregar a las personas competentes encargadas de poner manos a la obra.

De modo que, fundado en noviembre de 1925, ya en abril del 26 Chevetogne tenía una revista, Irénikon, portadora de un mensaje de paz, que pretendió ser desde el principio «el órgano de un gran movimiento para la unión de las Iglesias». El eximio benedictino deja pronto claro que la unión de las Iglesias concierne a todos. Y así debería discurrir Irénikon. Dicha revista, de hecho, publicó muchos artículos de fondo sobre historia, eclesiología, liturgia, teología y espiritualidad ya de los católicos, ya de los ortodoxos, bien de los anglicanos, bien de los protestantes, dado que la información tenía que ser recíproca. Los nombres de los autores de tales artículos (Arseniew, Congar, Von Allmen, etc.) reflejan los diversos horizontes confesionales de su procedencia, y ponen al propio tiempo de relieve la corriente de pensamiento cuya voz Irénikon portaba dentro del catolicismo.

La tibia acogida del documento pudo beneficiar a dom Lambert Beauduin, el cual pensó en la fundación de un monasterio cuya organización le había sido encomendada al inicio de 1925. En su opúsculo Un’opera monastica per l’Unione delle Chiese, figuran directrices al respecto: quiere ir más lejos de Rusia; aspira a que los monjes de la Unión vivan firmemente adheridos a la Iglesia, «fruto de una fuerte y sana formación teológica y patrística». Luego, deberán acostumbrarse a conocer bien «los sentimientos, las inspiraciones, las esperanzas, los amores y los odios» de los pueblos orientales. Al cabo, los monjes occidentales «no son extranjeros para el Oriente», y «el monaquismo es una institución común a las dos Iglesias, anterior a la separación y en posesión de un patrimonio común». Su lema reza: «Hagámonos bizantinos con los bizantinos y latinos con los latinos». Doble propósito el suyo: está la obra ecuménica, sí, pero también la monástica, pues si el monaquismo es el lugar favorable para promover la unión de las Iglesias, el ecumenismo, de su parte, permite volver a las fuentes comunes del monaquismo occidental y oriental. Tan es así, que dom Lambert pensará incluso en liberarse del nombre de benedictino para contentarse con el de monje sin más.

Esta idea fue concebida en el cuadro de las Conversaciones de Malinas, y contribuyó también a crearle problemas al pobre dom Lambert. La proverbial hospitalidad respecto de los orientales y el paso de los occidentales por Oriente podrán, en fin, contribuir en gran manera a un más profundo conocimiento mutuo. «Ningún proselitismo, ni individual, ni colectivo; ni hoy, ni mañana, ni en modo discreto ni en modo indiscreto, ni con tal método o con algún otro...». En tal sentido aboga por un conocimiento bilateral cada vez más profundo, más lleno de convivencia y familiaridad, que interese incluso los ámbitos de la vida de los estudiantes en seminarios y ateneos. Algo que, durante la última década de san Juan Pablo II sobre todo, intentó, quizá con más voluntad que resultados, sacar adelante el cardenal Walter Kasper, presidente del PCPUC, abriendo algunos ateneos de Roma a seminaristas de la Iglesia ortodoxa rusa.

Habrá que retroceder hasta las fuentes comunes, emplear métodos científicos para dicho análisis, interesarse –y aquí el campo se alarga– por el movimiento de reacercamiento entre Iglesias separadas entre sí, como los ortodoxos y anglicanos. Tampoco se trata de beneficencia. Debiera existir interpuesto un muro entre las obras de beneficencia para sostener a los pobres emigrados, de un lado, y la misma acción de la unidad, de otro. Y por supuesto, planteamientos imperialistas, ni por asomo.

3. Claves patrísticas en el ecumenismo y monaquismo de dom Beauduin.

En cuanto a las claves del librito Un’opera monastica per l’Unione delle Chiese, no estará de más destacar su índole patrística. El monje, el liturgista, el teólogo se dieron la mano para recoger juntos la sapientia cordis de los Padres de la Iglesia y ponerla al servicio de Cristo, de su Iglesia y, en última instancia, de la unión de su Iglesia, o sea del ecumenismo. Dom Lambert pone buen cuidado en destacar lo más granado de la patrología trabajándolo al servicio de la santa causa de la unidad.

En primer lugar la oración, la gran oración de la Iglesia, la liturgia cotidiana, alma de la vida monástica. Será así eco siempre prolongado de la sacerdotal del divino Maestro: ut unum sint (Jn 17,21). Los monjes entonces no solo rezarán y harán que los cristianos se acostumbren a rezar por la unidad, sino que «aprenderán los ritos orientales y serán capaces de celebrarlos». Habrá que difundir entre el público una vasta información acerca de los hermanos separados y la obra de la unión, de suerte que se logre crear una corriente de simpatía y confianza. Los estudios serán de imprescindible ayuda en esta información: análisis profundo de la teología de las Iglesias separadas, de los escritos de los Padres orientales, de los textos litúrgicos, de las actas conciliares. «Existe una sola doctrina según la cual podemos pensar el concepto de unión de las Iglesias, si lo queremos pensar en toda la profundidad y riqueza que le esperan: se trata de la doctrina de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. Ahí es donde procede adentrarse y actuar». Tal es justamente el corazón del concepto que dom Lambert tenía respecto de la obra por la unión de las Iglesias. Era su concepto, el suyo, primero el de Amay, después el de Chevetogne, y, en resumidas cuentas, el de Amay-Chevetogne. Y cumple decir con gozo que se mantuvo firme pese a dificultades múltiples.

Claro que semejante amplitud de miras no podía dejar de acarrearle problemas al autor. De hecho, en ese mismo 1928 sale la encíclica Mortalium animos que acaba con la participación católica en el movimiento ecuménico, pone fin a la erección canónica de la comunidad de Amay, y fuerza las dimisiones de su prior. Dom Lambert será de allí a poco excluido de la propia obra (1931): luego conocerá durante veinte años el exilio fuera de Bélgica. De allí se le permitirá volver con los suyos, ya en el crepúsculo de su vida (1951-60). La sonrisa volverá a florecer en sus labios y la alegría iluminará otra vez su rostro con el pontificado de Juan XXIII, viejo amigo, su clara y fiel luz, y el jubiloso anuncio del Vaticano II. Dirá entonces a los monjes de Amay-Chevetogne: «Debemos por ahora dejar cualquier otro trabajo y concentrarnos en el Concilio».

En frase lapidaria, dom Lambert escribía a dom Olivier Rousseau en 1924: «Único principio ascético...: ut unum sint: el Cuerpo místico... Y el Cristo triunfante, el gran Rey». Citaciones, recuérdese, que describen el espíritu con que los monjes de Amay-Chevetogne tratan de vivir el ut unum sint. El único medio, el cuerpo de Cristo, la Iglesia: primero su Cabeza, o sea Cristo individual y encarnado, glorioso y resucitado, el único Cristo cual está ahora y por siempre a la derecha del Padre. Cristo glorioso y resucitado es, pues, por excelencia el Cristo de Amay. Y después, todos sus miembros, cuantos son llamados a retornar a la casa del Padre, o sea, la entera nueva humanidad, la Sociedad de los Santos: en suma, la Iglesia. E inmediatamente el alma, dominada por esta doctrina, toma la altitud fundamental y característica de los monjes de Amay, una altura ecuménica. Esta, de hecho, forma parte de esa doctrina donde todo es universal, católico, ecuménico: universalismo por la unidad que anida en el seno del Padre; a través de la unidad descubierta en Cristo resucitado; y en resumen, por la unidad hallada en la nueva humanidad.

Sus contactos con los anglicanos durante la I Guerra mundial despertaron el interés y la participación, por correspondencia, en las Conversaciones de Malinas. La oposición a su simpatía por el anglicanismo y a su trabajo en Amay, tanto de los superiores benedictinos como de los funcionarios de la Curia, no hizo sino redoblar los esfuerzos unionistas en el incansable Lambert. Pronto la unidad dominó su vida entera. Su compromiso con la renovación litúrgica fue parte de esta pasión. En la liturgia, los fieles estaban unidos entre sí, eran la congregación de la Iglesia y de la Iglesia de Cristo. Por otra parte, Beauduin era consciente de que el propósito de la encarnación, muerte, resurrección y ascensión de Cristo y la venida del Espíritu se centró en este sublime fin: conducir a la humanidad hacia el Padre.

4. Conversaciones de Malinas.

Se celebraron en la sede episcopal primada belga de Malinas entre 1921 y 1927, en gran medida gracias al firme apoyo del cardenal Désiré-Joseph Mercier, pero con el tácito plácet del Vaticano, del arzobispo de Canterbury y del arzobispo de York. El número de participantes varió según encuentros. Del lado anglicano participaron el futuro lord Halifax, los obispos Frere y Gore y Joseph Armitage Robinson (deán de Wells). Por parte de la Iglesia católica, el mismo cardenal Mercier, Batiffol, Hemmer, Portal, y el sucesor de Mercier, Van Roey, que en 1927 acabó con ellas. Y bien, de entre los documentos que sobre tales conversaciones vieron la luz, destaca el artículo de dom Lambert Beauduin L’église anglicane unie, mais no absorbée (1925)[68].

Menos favorable a la idea de la unidad que su predecesor y, junto a los cardenales Francis Bourne, arzobispo de Westminster, y Francis Aidan Gasquet, curial, Van Roey instó al Vaticano a retirar su apoyo en consonancia con la bula de León XIII Apostolicae curae (1896), que había negado validez a las ordenaciones anglicanas, y con Mortalium animos (1928) de Pío XI. Aunque los debates tenían la bendición de Randall Davidson, arzobispo de Canterbury, muchos de los anglicanos evangélicos se sintieron alarmados por ellas. En última instancia, provocó su fracaso la firme oposición de los ultramontanos. Un efecto de estas pudo haber sido el despertar de la oposición a revisar el libro de oración anglicano. Con todo, y a pesar de su impuesta clausura, algunos estudiosos entienden que el suyo fue un paso crucial en la historia del ecumenismo moderno. No pocas de las cuestiones entonces debatidas (primacía de honor, presencia real, Eucaristía, obispos, etc.) prepararon los debates de más tarde entre anglicanos y católicos, reinstaurados después del concilio Vaticano II a impulso del beato papa Pablo VI y del arzobispo de Canterbury Michael Ramsey, y que por fortuna continúan hoy con los buenos documentos elaborados respectivamente por las comisiones ARCIC-I y ARCIC-II[69]. Lástima que los últimos pasos de Lambeth con las ordenaciones femeninas y otras iniciativas unilaterales hayan rebajado el optimismo primero.

La unidad con Cristo en la liturgia, por tanto, sirve para llevar a la humanidad más cerca de aquel a quien Cristo llamó Abba. La contribución de Beauduin a la vida de la Iglesia fue sustancial. Varias de las revistas por él fundadas perduran hoy entre los grandes medios para la investigación y la comunicación. Chevetogne sigue siendo testigo de la unidad eclesial-Beauduin. Recuérdense también las Semanas de Estudio de Chevetogne, iniciadas en 1942, y que desde entonces concitan casi todos los años a teólogos venidos de múltiples procedencias confesionales para estudiar un tema de actualidad, v.gr. el Concilio, la Iglesia local, la infalibilidad de la Iglesia... en la época del Vaticano II. O también, en los años 1991-92, las Iglesias orientales y el ecumenismo, después del renacimiento del así llamado «uniatismo» que siguió a la caída de los gobiernos comunistas de la ex Unión Soviética. Intercambios tales contribuyeron a enriquecerse mutuamente dentro de un clima fraterno, y permitieron medir el camino recorrido, y lo que todavía nos espera. Quería dom Lambert que los monjes aprendieran a vivir en su vida cotidiana la diversidad, y por ella descubriesen la unidad. Entendía el ecumenismo como un liberarse de los particularismos locales para subir hasta los universales, e ir más allá de una diversidad superficial y conseguir así la unidad esencial. Gustosamente solía repetir con san Pablo: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28).

El triple universalismo antes contemplado, vivido y amado redundará en bien de la unidad. Porque Amay es, sobre todo, obra ecuménica. Equivale a decir dom Beauduin, el fervoroso monje del apostolado social; el sacerdote de integérrima vida litúrgica; el obrero de horas sin fin en la viña de la unidad. Benedictino célebre, sufrió en propia carne, igual que antes y después de él tantos otros, los duros zarpazos de la incomprensión y del hostigamiento. Fue profeta de la Iglesia del Vaticano II, quizás quien mejor supo armonizar y complementar monaquismo y ecumenismo[70], hasta convertir la vida monástica en estratégico trampolín para dar a conocer las excelencias de la Ecúmene. De ahí su puesto entre los Apóstoles de la unidad.

Apóstoles de la unidad

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