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Las cosas hermosas no necesitan atención

Cada presencia existe para justificar la ausencia, para orientarse en ella.

Pablo Fidalgo Lareo

Hubiese querido que mis padres me dijeran: Puedes borrarlo todo. Lo que te hiere, si deseas, bórralo. Lo que te fragmenta desde ahora, y con los años te mantendrá roto, olvídalo. Desde ahora comenzaremos desde cero. Sólo seremos nosotros tres.

Puede que los hubiese querido borrar, a ellos y a la hermana mayor que nunca conocí, para crearme una historia propia. Una vida sin referentes, donde caminara solo y todos los rostros y todas las casas estuvieran a punto de desaparecer.

Nacer con una historia puede ser un privilegio, aunque todas las historias vengan precedidas de otras, hasta un pasado donde sólo existe el miedo.

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Quién podría decirle a su hijo mayor: Antes de ti, tuvimos otra hija. O: Incluso los hijos pueden ser enterrados por sus padres y nunca haber sido conocidos por sus hermanos.

Para nosotros no estás solo, ni eres el único en quien pensamos, me dijeron mis padres cuando comencé a leer: la primera vez que fuimos al panteón

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Antes de suicidarse, Walter Benjamin fue fotografiado a orillas del Mediterráneo, de espalda al puesto fronterizo que le negó la entrada a España. Su perfil era oscuro. Él creía que, en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o difuntos, el retrato es último refugio.

He conocido a mis muertos por sus fotografías y por las historias que cuentan de ellos, por los fragmentos de su vida que reconozco en rasgos familiares y espejos.

A los muertos que carecen de historias, de imágenes, como mi hermana mayor, no es posible tacharlos. El rostro de mi hermana permanece invisible.

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De la materialidad de las fotografías se desprende cierta noción de archivo —personal, público, burocrático— dada por la posibilidad de preservación y una particular resistencia al tiempo. Acorde a la técnica y al material en el que se imprime, corresponde un cuidado específico.

Mi madre solía resguardar en álbumes momentos que consideraba significativos. Instantes a los cuales regresar. Creaba montajes donde personas separadas, momentos apartados, se juntaban. Sin embargo, no la recuerdo mirando aquellos álbumes. La recuerdo tomando fotografías y sonriendo detrás de la cámara.

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No son pocas las fotografías que existen de Kafka. Su archivo registra su infancia, la mutación de su crecimiento y su eventual desesperación.

Existe una imagen donde se le ve con un ajustado y algo humillante traje infantil recargado de pasamanería, en medio de una especie de paisaje de invernadero. Abanicos de palmeras acechan al fondo. Y, como si valiera la pena hacer aún más pegajosos y opresivos estos tópicos acolchados, el modelo sostiene en la mano izquierda un sombrero desmesurado de ala ancha, tipo español. Unos ojos inconmensurablemente tristes dominan el paisaje que les está destinado. Imagino que ese espacio invisible es su obra, o es la mirada de su padre que lo vigila impaciente detrás de la cámara.

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Para mi madre las fotografías son prescindibles: tiene mayor resonancia el recuerdo que albergan; como objeto, únicamente sirven de catalizador.

Una fotografía no debería limitar el recuerdo a su imagen.

Esos álbumes que armó mi madre con el material impreso al que dio orden e incluso acompañó de textos cortos, descriptivos, a manera de comentario, no los hojea ella, no los hojea nadie: permanecen guardados en algún rincón de la casa donde vive mi familia. El proceso de seleccionar y recordar la hacía feliz. Sintetizar la vida en pocas instantáneas y narrarla aludiendo a lo que quedó fuera del marco fue su trabajo de arqueología para nuestro futuro.

Mi madre nunca me enseñó a voltear el rostro. Siempre mira de frente, me repetía. Su dulzura al mirar el objetivo rayaba en la tristeza.

¿Qué futuro imaginaría al crear los montajes de nuestras vidas en aquellos álbumes? ¿Quiénes creyó que los consultarían? ¿Quién es parte de ese nosotros?

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Cuando tenía diez años, mientras cenábamos en un restorán, tiré accidentalmente una bebida color rojo sobre la mesa y el vestido de mi madre. Nunca volvió a ponerse aquel vestido; la mancha se aferró por más detergente y jabón, por más que talló la prenda. Mi hermana mayor hubiera tenido doce años esa noche.

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En el cementerio de Morelia conocí el nombre completo de mi abuelo paterno y el de Ella. Murieron separados por un tiempo breve. Él pasando los sesenta, de un ataque al corazón; mi hermana mayor, a los pocos días de haber nacido.

De mi abuelo se tienen recuerdos importantes: canciones que lo rememoran, su carácter, su gusto por el whisky, el tipo de sombrero que usaba, una determinación de su cabello por envejecer aprisa, sus cejas. La única imagen que conozco de Ella es la de su nombre, que no puedo borrar como podría hacerlo con una fotografía, ni quemar como una prenda de ropa.

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Algunas personas, incluyendo mis padres, crecieron usando las prendas que heredaban de sus hermanos o hermanas mayores. Leyendo sus libros, escuchando su música, compartiendo películas y series de televisión. Solapando sus errores, sus huidas. Aprendiendo de sus aciertos.

A veces las células incubadas durante nueve meses se convierten sólo en palabras, forman un nombre y toda la vida que nunca fueron se concentra en éste. Una denominación potencial que es imposible llenar, que nunca concordará con un cuerpo debido a su carácter espectral.

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Se escribe de lo consumado: para cambiar algo o retenerle, para corregir o postergar su disipación, para iluminarle.

Nos podríamos apartar de aquellos que hemos conocido, de quienes conocimos y nos reconocieron, de los que nos definieron en algún tiempo. Pero cuánto se requiere para percatarnos de que tenemos miedo a dejar atrás esas caras.

Deleuze opinaba que la obra de Kafka en un solo movimiento trató de separarse de su tradición literaria y de la sombra paterna. Durante años quise desmarcarme del fantasma de mi hermana mayor; siempre quise anular su historia.

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Imagino la alegría de mis padres cuando supieron que tendrían una hija. Los cuidados en el embarazo. La posibilidad de dar un nombre a otra persona.

Me gustaría que llevara el primer nombre de mi madre y el tuyo, imagino diciéndole mi padre a mi madre. Años después, cuando nací, me llamaron como a él. Y a mi hermana menor la bautizaron con el segundo nombre de nuestra abuela materna.

En mi familia es recurrente volver sobre las mismas nominaciones. Imagino que hay un gusto por recordar y homenajear, de alguna forma, a los muertos. Para hacerlos presentes y hacer un obsequio de su nombre. Por guardarlos en nuestra lengua y conformar un léxico familiar.

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De mi hermana mayor no existen imágenes; su nombre es su fotografía.

Mi madre y padre prefirieron la palabra al recuerdo. Prefirieron guardar su nombre aunque éste tuviese su propia densidad, un peso variable sobre quienes llegamos después.

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Si me concentro lo suficiente y cierro los ojos puedo ver el rostro de mi madre. Pero mi memoria no alcanza a recordarla cuando yo tenía diez años y su vestido estaba arruinado; los detalles de ese recuerdo se han desvanecido.

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Mi hermana mayor pudo haber sido la médico de la familia. Haciendo así lo que ningún nieto de mi familia paterna hizo: tomar esa carrera que sólo el hermano mayor de mi padre había cursado. Tal vez por eso mismo nadie estudió medicina después de su muerte: el espacio permaneció espectral, reservado para Ella, y así continuó hasta que mi hermana menor tomó su lugar al inscribirse a Medicina.

Su fantasma es un tipo de escritura que resiste la intemperie de la mente. Que se reescribe sobre los vivos. Que se puede leer hasta la muerte.

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Al comienzo de Tu rostro mañana, Javier Marías escribe que uno no debería contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la Tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido.

Pero no. Tal vez escribir debería ser precisamente contarlo todo, aportar recuerdos, unir historias, imaginar todas las vidas posibles en la Tierra, recordar que ningún olvido es definitivo. Escribir como un ensayo indefinido para preservar las vidas que deseamos que nos acompañen. No voy a pedir perdón por traerla de vuelta.

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Ser hermano mayor, pienso, es volverse el recuerdo anticipado en la mente de los que vienen.

Los sueños que pudo haber tenido Ella los repartió entre los que vivimos; entre nosotros, los que seríamos sus futuros hermano y hermana.

Poco a poco la diferencia de edad con mi hermana menor se vuelve más salvable. Nuestras edades se confunden; nos acercamos más a Ella. Crecimos conscientes: antes murió alguien y nuestros padres tuvieron miedo a la vida y al futuro.

Puede que volverse adulto sea salvar la distancia con los muertos, sea aprender a convivir con sus fantasmas.

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No sé qué piensan mi padre y mi madre al abrazar a mi hermana menor. Imagino que abrazan a dos hijas. Que su cariño se multiplica. Que cada uno, con sus brazos, la abriga completamente. Besan a dos cuando se despiden de ella. Se preocupan y aman el doble.

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Regularmente se deja de lado que Charlotte, Emily y Anne Brontë tuvieron dos hermanas mayores que murieron cuando ellas tenían ocho, seis y cuatro años.

¿Cómo será la escritura de los fantasmas?

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Olvidar requiere una insistencia para tallar la memoria, a pesar de que ciertas manchas resisten su lastimoso desvanecimiento.

Si existe algo de la memoria vinculado a objetos e imágenes, es necesario deshacerse de ello. No frecuentar ciertos lugares. No recrear determinadas rutinas que evoquen e impidan borrar. Olvidar también es un tipo de insistencia.

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Algunas veces, al tratar de explicarme por qué soy con mi hermana como soy, me digo que si hubiera tenido una hermana más grande me hubiera gustado que así fuera conmigo: que en lo posible me escuchara, que me enseñara a lidiar con nuestros padres, con los familiares, que me enseñara póker, que compartiéramos películas, que cubriera mis salidas y errores, y me dijera que las cosas no son en verdad importantes, y, sobre todo, que me dejara equivocar. Así imagino a mi hermana mayor cuando me reconozco el de en medio.

Otras ocasiones pido consejo a mi hermana menor, su apoyo, porque sé que ella conoce aspectos que ignoro, porque ella es más fuerte y, ciertamente, más valiente; entonces me siento pequeño, como el menor de tres. En esos momentos ella toma el lugar de la mayor. Y sus logros son las marcas en las que me quisiera proyectar. Y admiro su figura porque ha roto más barreras con nuestra madre y padre y los ha sabido sostener cuando lo han necesitado.

Soy el hermano mayor. Pero también soy el menor y el hermano intermedio.

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Somos dos, hermana y hermano, pero un fantasma hace que nuestro papel en la familia fluctúe. Vive en ella y en mí. Nos multiplica, nos hace cambiar de lugar. Dos y un vacío que se duplica. Nos vuelve tres.

Somos tres.

Un triángulo es una estructura fuerte, me repitieron desde la primaria. Una base que busca altura. Tres aristas que pueden estar en equitativa distancia o yacer en completa diferencia. Dos aristas pueden permanecer estáticas y la otra esperar lejos.

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La escritura es un regalo de presencia; un espacio para acompañarnos de fantasmas. Es la manera de encontrarme con mi hermana mayor.

Al escribir uno se comporta como hijo único, dice Alejandro Zambra. Con cierta arrogancia y con el peso que ello implica. Como si siempre se hubiera estado solo, como siempre se estará con relación a los padres y a los otros hijos: buscando orientarse entre ausencias. Desde esa soledad imagino a mi hermana.

Hubiese querido que mi hermana mayor me dijera: Ahora borraré todo. Lo que te hirió, está borrado. Lo que te fragmentó, y con los años te mantuvo roto, no lo olvidaremos, nos repondremos. Comenzaremos desde aquí. Sólo seremos nosotros cinco y quien desee acompañarnos, pero sigue tallando el dolor hasta que salga. Pero sigue escribiendo.

Hubiese querido que mi hermana mayor hubiera cuidado las llaves de nuestra antigua casa, ahora perdida. Que tratara de escribir sobre qué significa ser hermano mayor. Que Ella fuera la que escribiera.

La vida de mi hermana se sigue disipando con cada tallón, y con cada insistencia su perfil se vuelve más imborrable en el rostro de su hermano y su hermana.

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Sean Penn está en el Himalaya, Ben Stiller en su papel de Walter Mitty lo ha estado buscando durante toda la película. Sean Penn está oculto tratando de fotografiar un leopardo de las nieves, también llamado gato fantasma. El leopardo aparece; Stiller le pregunta cuándo tomará la foto. Las cosas hermosas no necesitan atención, contesta Sean Penn y continúa: Si disfruto un momento lo vuelvo mío, personal, y no tomo la fotografía.

Exyugoslavia

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