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Variaciones de color

Aprendí a escribir dibujando. Se trataba de inventar, a lápiz, pero regularmente con colores, un lenguaje. Tal vez ni siquiera quería comunicar algo; me gustaba copiar palabras, ir coleccionando figuras. Tenía un poco de dislexia y al escribir omitía vocales, las cambiaba de lugar, les inventaba otro significado: cuando escribía conejo quería decir vida; cuando escribía pez quería decir mar; cuando tiburón, dientes; cuando dibujaba mi nombre quería decir me siento feliz, o me siento triste, todo dependía del color con el que lo escribía.


En algún momento la escritura se comenzó a asociar con la escuela y las tareas, con cierta repetición y la memorización de datos para exámenes. Entonces el dibujo se volvió la manera de saltear ese rigor. De poder fallar, equivocarme y borrar sin que me importara alguna calificación.

A mediados de los noventa mis compañeros de primaria comenzaron, uno a uno, a usar portaminas. Después cambiaron a plumas, mientras yo seguía usando lápices y colores. Terco en no dejarlos, afilaba y afilaba y veía cómo las marcas de mis dientes en ellos eran devoradas por el sacapuntas. Nunca me ha gustado tirar lápices ni colores; me gusta conservarlos como el resultado de todas las veces que fueron reducidos, que yo me reduje con ellos, para seguir escribiendo.

En la primaria hacía bocetos, trazaba líneas rápidas, palabras ilegibles, y borraba, sobre todo borraba. Mis primeros exámenes los contestaba así: corregía las veces necesarias antes de entregarlos, aunque con tantas manchas no tuviera derecho a revisión después de calificado. Las respuestas borroneadas se acercaban más a mis dudas que a posibles certidumbres. Dibujaba en las últimas hojas de mis libretas escolares, a la par que avanzaban mis apuntes en sentido inverso. Las palabras eran entonces formas dibujadas sobre el papel, y éstas eran otra manera de escritura. Dibujar y escribir era mancharse la mano de grafito y ceras de colores.

Cuando examiné mis libretas de la primaria y mis libros escolares, que recordaba llenos de rayas y notas a los márgenes, de manchas y borrones, la mayor parte de lo que escribí se había desvanecido. Ahora esos cuadernos son un archivo de trazos tenues: libretas vacías de palabras pero repletas de dibujos. En cambio, mis dibujos del kínder siguen luciendo los colores de una levedad que añoro.

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