Читать книгу Exyugoslavia - Pierre Herrera - Страница 7

Оглавление

Hauntología

La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma.

Jorge Luis Borges

Nunca me aterraron los fantasmas; no hasta que mi abuelo murió y a través de mí varios familiares vieron rasgos y muecas propias de él.

Ahora, sólo en ocasiones se ven golondrinas en la casa de mi abuelo; los murciélagos las reemplazaron como habitantes de los techos. Los antiguos nidos son contornos oscuros en las vigas, y se pudren como el resto de la construcción. Desde los cimientos hasta las tejas, los signos del abandono se propagan.

El cuarto de mi abuelo fue cerrado con candado para evitar que familiares sacaran las pocas pertenencias que otros aún no se habían llevado; muchas lo caracterizaban: su chamarra verde olivo, suéteres de cuello redondo, varios pares de tenis blancos que mis tíos le mandaron hace años desde Estados Unidos, gorras de equipos de beisbol y una pipa que nunca usaba. Sobre su buró permanecen un reloj roto, su peine granate, el silbato de cuando era cartero en el pueblo, una fotografía de mi abuela joven donde se le ve muy seria, con la frente tensa y una sonrisa conciliadora. En el cajón de ese buró hay cartas de mi abuela; postales de cuando tres tíos, en momentos distintos, acababan de cruzar el desierto y escribían para decir que estaban bien, que allá en el norte todo era diferente, sí había trabajo, y en cuanto pudiesen mandarían un poco de dinero; fotografías de mis siete tíos y tías juntos antes de preocuparse por ayudar a la economía familiar yéndose de inmigrantes, antes de las peleas que sucedieron a la muerte de mi abuela en un accidente automovilístico, de cuando eran niños y sus rasgos se confundían. Hay una fotografía de cuando mis dos abuelos llegaron a Acuitzio sin nada más que una maleta —abrazados—, y otra donde está mi madre en el patio de esa casa y sonríe porque sostiene un guajolote en sus brazos y se puede intuir una alegría imprevista; de todo lo perdido ya, pero que nadie podrá robar porque los gestos y muecas son herencias que en su momento no reconocemos.

Cuando mi abuelo murió yo acompañé su cuerpo, en el coche fúnebre, de Morelia al pueblo para enterrarlo al lado de mi abuela. Lo velaron en esa misma casa donde la familia se reunía cada fin de año. Y donde varias veces, por falta de espacio, yo dormía en el mismo cuarto que él y lo escuchaba roncar y me provocaba insomnio. Por ello sé que las noches son más oscuras en los pueblos, pero también que las estrellas son más nítidas.

En el cuarto de mi abuelo hay una fotografía colgada donde se le ve trabajando en su máquina de escribir, detrás de un escritorio del Servicio Postal. Lleva lentes y una sonrisa a medio trazar, propia de cuando lo interrumpían. Desde hace años ésa es la imagen que me gusta evocar cuando me acuerdo de él; no la última que tuve de su cuerpo. Hace poco mi madre me envió por celular una fotografía que recién le había tomado uno de sus compañeros en el trabajo: ella sonríe complaciente, trabaja en una computadora y está sentada detrás de su escritorio en la agencia de viajes. Me sorprendí al ver esta imagen superpuesta a la fotografía de mi abuelo, no porque la estructura de las tomas fuera parecida —que sí lo era—, sino porque los dos tenían la misma expresión. Y ella diciéndome tantas veces que no se parecía en nada a su padre.

La anacronía de las fotografías transforma en fantasmas a aquellos que las observan. Por mi parte, aún no quiero saber qué fotografía vendrá a mi mente cuando recuerde a mi madre. Desconozco quién, en un futuro, nos mirará por separado y a través de nuestros rasgos y gestos descubrirá, a pesar de lo que alguna vez le dije, que sí nos parecíamos.

Exyugoslavia

Подняться наверх