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Museo

Ayudados por mi hermana menor, mi padre y madre llenaron bolsas y cajas con ropa. Mientras desocupaban la casa que había sido suya, mi familia observó el vacío progresivo sobre los muros, el reverso de los años al retirar aquello acumulado durante tanto tiempo. Descolgaron adornos y descubrieron manchas en las paredes que los habían visto envejecer. Cuando colocaron en la basura lo que no se mudaría con ellos, imaginaron el mismo espacio habitado por otros: cómo se pintaría la casa para borrar el uso, qué adornaría los muros.

Entre esas paredes viví durante veintitrés años, hasta que me mudé a Puebla y después a la Ciudad de México. Regresar algunos días era sentirme en un espacio que podía recorrer con los ojos cerrados sin que la sensación de seguridad me abandonara. No volví a entrar; sólo pude imaginar, como Tanizaki, que las marcas de uso son bellas porque vuelven a los objetos extensiones de la vida: aquella construcción vacía, antes de ser entregada a los nuevos propietarios, la imaginé hermosa, como un bello museo, como un museo al que desearía ingresar.

Visité a mi familia tras su mudanza; mi madre estaba tranquila, mi padre era silencio. Mi hermana me recibió con un abrazo y me contó los detalles. Nunca volví a entrar a esa casa.

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