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Horqueta

En medio de un pueblo helado vivía mi abuelo. Los fines de semana que lo visitábamos mis primos y yo, salíamos a caminar. Buscábamos entre los árboles el crecimiento equilibrado de dos ramas. Ninguna rama se forma igual, nos decía él. Y cada uno elegía un crecimiento distinto. Cortábamos la horqueta con un machete, la tallábamos con un cuchillo y la tostábamos un poco en un comal. Amarrábamos con ligas los dos extremos del resorte a ambos postes de la resortera. Esas formas duplicadas nos representaban a cada uno. A través de aquel equilibrio apuntábamos. Tirábamos a lagartijas, fallábamos y en su lugar las sustituíamos con botellas vacías de cristal. Dianas de cristal que explotaban en concursos antes de volver a casa de mi abuelo para desayunar. No había trofeo, sólo la satisfacción de haber dado en el blanco, un estruendo, algunas palmadas en la espalda. Las piedras, al atinar su blanco, lo destrozan. Tirar con la resortera era una forma de entender la fragilidad de las cosas, aceptarlas. Aquellas formas únicas en armonía, diferentes entre sí, nos unieron con nuestro abuelo, nos volvieron cómplices en esas trayectorias aéreas. Eso fue la infancia. Un ojo cerrado, la tensión al apuntar, la precisión al disparar, el sonido de lo que se rompe, el ataúd de nuestro abuelo en medio de un cementerio y la agitación el día de su entierro en un pueblo helado.

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