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De Ávalon a Nama
ОглавлениеEn el capítulo anterior buscamos pistas acerca de las formas tempranas de vida animal, principalmente fijándonos en animales que están hoy vivos, pero alejados de nosotros. Las ramas externas de la parte animal del árbol de la vida, desde nuestro punto de vista, son muy confusas. Las cosas se aclaran unos pocos pasos más cerca de nosotros. Si se dibujan líneas evolutivas con el tiempo ascendiendo por la página, la forma de algunas de las relaciones se parece a lo que se ve en la figura 3.
Los sistemas nerviosos aparecieron por evolución en algún punto por debajo de la bifurcación a la derecha que conduce hacia los mamíferos y los cefalópodos a un lado, y hacia los cnidarios al otro. Pudieron evolucionar dos veces; esto depende de cuestiones no resueltas acerca del árbol, que se indican mediante líneas discontinuas en la figura 3.
Figura 3. Posibles relaciones entre grandes grupos de animales.
Todas las ramificaciones e inventos evolutivos que hemos comentado hasta ahora tuvieron lugar antes de que aparezca ningún registro fósil de animales. El primer periodo de tiempo del que tenemos evidencia fósil segura de animales es el periodo Ediacarense, que se inició hace unos 635 millones de años. La lenta abertura de la cortina sobre un registro fósil animal revela una escena muy diferente de la vida que nos rodea en la actualidad.
El escenario es el fondo marino, a veces somero, a veces más profundo, poblado por varios organismos de cuerpo blando, algunos diminutos, otros de más de un metro o dos. A pesar de su cuerpo blando, varios de ellos dejaron trazas. Dichas trazas muestran formas enigmáticas: diseños parecidos a flores, círculos y discos, espirales y ramificaciones fractales.
¿Qué razones hay para creer que eran animales? En muchos casos es en realidad dudoso, y algunos restos pueden representar un experimento multicelular —o experimentos multicelulares—, perdido por completo y alejado de los animales. Pero, al menos en algunos casos, se trata de animales. Esto lo confirmó en 2018 un estudiante llamado Ilya Bobrovskiy, mientras bajaba haciendo rápel por un acantilado en una parte remota de Rusia donde se encuentran restos grandes y bien conservados de un famoso organismo del Ediacarense, Dickinsonia. Tal como Bobrovskiy sospechaba, las rocas contenían no solo fósiles ordinarios, sino también restos que se habían momificado y conservado de forma natural durante más de quinientos millones de años. Los cuerpos momificados contienen colesterol, una sustancia química que solo producen los animales. Dickinsonia era plana, vivía casi con toda seguridad en el fondo marino, y parece una esterilla de baño, de hasta un metro de longitud. No tiene indicios de ojos, extremidades u otras partes animales conocidas, que es lo que ocurre con los ediacarenses. Suelen tener formas corporales definidas (frondes y ruedas, de tres y de cinco lados), pero sin patas, ni aletas ni garras, y sin señal alguna de sentidos complejos, como ojos.
Tampoco se conocen en el Ediacarense casos claros de cnidarios o esponjas, los animales que he tratado como pistas. Pero en cada caso hay posibilidades. Algunos organismos del Ediacarense se parecen bastante a las «plumas de mar» actuales. Estos organismos, de nombre muy adecuado, se encuentran en el mismo grupo de los corales blandos que visitamos al inicio de este capítulo. Pero en lugar de árboles, cada uno parece una pluma de escribir antigua con penacho, con su punta clavada en el fondo marino y plumas que surgen de un eje superior.
Sigue siendo motivo de debate si algunos de los organismos del Ediacarense están estrechamente emparentados con las plumas de mar, pues si se observa detenidamente aparecen diferencias. Otros organismos del Ediacarense poseen frondes ramificados que también sugieren formas de cnidarios, pero estas semejanzas quizá son engañosas. Reg Sprigg, que fue el primero que descubrió fósiles del Ediacarense mientras inspeccionaba minas abandonadas en el sur de Australia en 1946, denominó inicialmente «medusas» a muchos organismos ediacarenses. En nuestro tiempo, la mayoría de dichos fósiles ha sido interpretada de manera diferente, aunque es muy probable que en posiciones superiores del agua hubiera medusas verdaderas, cuyo cuerpo habría quedado apretujado al caer al fondo hasta hacerlos irreconocibles.
En la imaginación biológica, el Ediacarense se ha presentado, con frecuencia, como una época tranquila y plácida, un periodo con poca interacción entre organismos. Prácticamente no hay señales de depredación (no hay individuos medio comidos, no hay indicios de armas integradas, ni ofensivas ni defensivas, que ahora los animales suelen tener). No hay garras ni espinas. Tampoco existen señales de especialización sexual, aunque esto es algo difícil de decir, y ningún ediacarense se ha adjudicado nunca a uno u otro sexo. Es casi seguro que el sexo estaba presente, aunque probablemente coexistía con varios tipos de reproducción asexual (como hoy ocurre con cnidarios y esponjas). Las densidades solían ser elevadas: pueden verse losas con un revoltijo de docenas o cientos de organismos de varias especies. Pero incluso en estas escenas parecidas a las del bosco, no es evidente que los animales tengan mucho que ver unos con otros. Si bien quizás hubo interacciones ocultas mediante partes blandas que se perdieron, no debió existir gran parte de los habituales dispositivos de contacto entre animales.
Esta imagen plácida de la época es coherente hasta cierto punto. Sin embargo, en los últimos años se han descubierto nuevos detalles y el apacible Ediacarense ha empezado a convertirse en algo un poco más dramático, y ciertamente con transiciones y cambios.
Figura 4. Algunos organismos del Ediacarense.
Según se nos muestra ahora, hubo tres fases. Así las distinguió un joven biólogo, Ben Waggoner, hace unos veinte años, y han conservado su validez a medida que aparecían más datos. Las fases tienen nombres encantadores (gracias a Waggoner, con ayuda de la geografía). Yo hablo de «fases», pero técnicamente cada una es un «conjunto» (un término no tan encantador); un conjunto es una colección de especies como fósiles, todas ellas depositadas casi al mismo tiempo.
El primero de tales conjuntos es el Ávalon, que data de hace unos 575 millones de años. Incluso esta primera fase es relativamente tardía en el Ediacarense en su globalidad. Este periodo está limitado en su extremo más alejado, hace unos 635 millones de años, por la atenuación de una edad del hielo, una glaciación generalizada que pudo cubrir de hielo toda la Tierra. Las condiciones fueron tranquilas durante un tiempo, transcurrió otra edad del hielo y poco después aparecieron los fósiles. Los niveles de oxígeno pudieron aumentar de manera importante después de esta segunda edad del hielo. Sin embargo, a lo largo de estas primeras fases, debemos imaginar un mundo con poco oxígeno. Esto habría limitado la actividad animal, si es que era factible la existencia de alguna actividad.
El conjunto de Ávalon, nombre que corresponde a un lugar del Canadá, presenta lo que parecen ser organismos estacionarios, similares a plantas, con frondes. (En una afortunada confluencia etimológica, «ávalon» en galés antiguo significa «la isla de árboles frutales»). Muchos de estos organismos tienen el aspecto superficial de una única hoja grande, o de un grupo de hojas, clavadas en el fondo marino. Si se inspecciona detenidamente, cada hoja es un manojo de intrincados elementos ramificados.
El conjunto de Ávalon tiene también una posible esponja: cónica, con el tipo de forma adecuado, aunque no se asemeja a ningún grupo moderno de esponjas. En general, las esponjas son enigmáticas. La evidencia química combinada con la genética sugiere que las esponjas se hallaban presentes, e incluso que eran comunes, en esta época, pero hasta ahora los fósiles solo nos proporcionan este único candidato cónico y una posibilidad posterior, descubierta hace poco que parece una vieja antena de televisión invertida, con delgadas varillas que surgen de su centro.
A lo que parece, los organismos de Ávalon vivieron en mares relativamente profundos, demasiado oscuros para la fotosíntesis, a cientos y quizá miles de metros de profundidad. Ahora esta es una zona poco poblada y exigente, aunque por aquel entonces pudo ser una cuna de vida lenta e innovadora. Aquellos animales quizá vivieron de minúsculas partículas de carbono orgánico disueltas: su diseño de ramificaciones sobre ramificaciones tiene una organización «fractal» que maximiza el área superficial, lo que permite la absorción continuada de esta neblina orgánica, junto con oxígeno para quemarla.
Después hubo lo que parece un cambio. El conjunto del Mar Blanco, nombre que deriva de una región marina en Rusia, data de hace unos 560 millones de años. Estos fósiles muestran planes corporales más diversos. Todavía no aparecen aletas ni patas, y en unos pocos casos el plan corporal y los rastros fósiles sugieren con claridad que los animales podían desplazarse.
Las criaturas del Mar Blanco vivían en fondos marinos someros, no en fondos profundos como los de Ávalon. Se trata de fondos marinos que, en un cierto sentido, estaban vivos. A veces se les denomina «tapetes microbianos», pero Mary Droser, de la Universidad de California en Riverside, que se ha convertido en una investigadora fundamental en el trabajo en esta fase, las llama «superficies orgánicas con texturas». Dichas superficies contenían más que bacterias y sus afines, y probablemente incluían organismos parecidos a algas y pequeños animales incrustados. El registro fósil conserva las propias texturas («laminación ondulada y arrugada, texturas como de la piel de un elefante…»). Una maraña de organismos vivos y muertos a diferentes escalas que constituían una superficie en su mayor parte bidimensional, una planicie en el mar.
En este entorno, se ven nuevos cuerpos y estilos de vida. Todavía hay organismos estacionarios, erectos y parecidos a plumas de mar, y también una gama de formas más planas, orientadas para ramonear en el tapete. Algunas de ellas podían desplazarse. Dickinsonia (con su colesterol ruso momificado) parecía ramonear en un lugar y después desplazarse, dejando tras de sí una serie de leves huellas de todo el cuerpo. Al parecer, otras dos especies eran más activas. Se considera que Kimberella es un probable pariente de los moluscos. Parecía un macarrón que se arrastraba, capaz de rascar la superficie del tapete con una parte extensible similar a una pala.
Figura 5. Tres fases del Ediacarense. Los organismos son: A, Charnia; B, Thectardis (¿una esponja?); C, Fractofusus; D, Dickinsonia; E, Arborea; F, Coroncollina (¿también una esponja?); G, Spriggina; H, Helminthoidichnites; I, Kimberella; J, Swarpuntia; K, Cloudina; L, Rangea. Charnia y Rangea son algunos de los organismos que se han comparado a plumas de mar.
También hay un enigma, denominado Helminthoidichnites. Este fósil, bautizado con tal nombre, increíblemente difícil en el siglo XIX, se había encontrado inicialmente en rocas menos antiguas, y se había interpretado como las huellas de un pequeño animal excavador, quizá un gusano o un crustáceo. Rastros similares acabaron por descubrirse en las rocas del Ediacarense, y ahora han sido analizados en detalle por Mary Droser y Jim Gehling, en Australia del Sur, cerca de donde se encontraron los primeros fósiles ediacarenses.
Este trabajo ha empleado un nuevo tipo de excavación, que permite estudiar en su totalidad la parte inferior de enormes losas de roca. Escudriñadas en detalle, algunas losas muestran trazas de complejas pautas de movimiento. El animal vivo se desplazaba a través de diferentes capas del tapete submarino, y al hacerlo amontonaba diques. Las huellas se dirigen hacia el cuerpo de otros animales, entre ellos Dickinsonia. Esta es la primera evidencia fósil de carroñeo, de un animal que consume a otro muerto. También es la primera traza física de movimiento orientado, movimiento dirigido a un objetivo que es sentido. Inicialmente los objetivos eran cadáveres, pero el carroñeo tiene transiciones naturales a la depredación, en especial cuando la presa es estacionaria o lenta.
Dije que Helminthoidichnites era un enigma. Todos los organismos del Ediacarense son enigmáticos en cierto grado, pero en este caso el enigma es extremo. Durante mucho tiempo, lo único que teníamos era el rastro, y ningún resto del propio animal. Justo cuando estaba acabando de preparar este libro apareció un candidato, un minúsculo animal con forma de habichuela que podría ser el productor de los rastros de Helminthoidichnites. Se encontró en Australia del Sur, el hogar original del Ediacarense.
Así pues, el periodo de los fósiles del Mar Blanco está marcado por un cambio: nuevos cuerpos, nuevas capacidades de comportamiento, un ambiente diferente. Un par de otros animales de este periodo también parece que fueron móviles. Spriggina tiene un cuerpo con el movimiento escrito sobre su forma, que tiene la apariencia de un trilobites que se escabulle. No hay trazas conocidas del movimiento de Spriggina, pero esto no es una sorpresa, pues un animal ha de excavar o rascar para dejar una marca. Si solo se desliza sobre la parte superior del tapete, ninguna traza llegará hasta nosotros, muchos millones de años más tarde.
Esta era una época en la que los niveles de oxígeno continuaron aumentando, de forma lenta y errática. Quizá la secuencia es algo así: con más oxígeno, se desarrollaron superficies vivas texturizadas. Se convirtieron en un recurso para el ramoneo, lo que fomentó el movimiento lento a lo largo del tapete. Ramonear conduce a una concentración de recursos en el cuerpo de los animales, que después mueren. Esto hace que el ambiente sea más heterogéneo: hay mucho alimento aquí, menos allí. El movimiento se hace más valioso, al igual que la capacidad de seguir olores en el mar, de rastrear cosas.
La tercera fase, después de Ávalon y Mar Blanco, se denomina «Nama», por una localidad en Namibia, África. Esta es la fase más reciente, que conduce al fin del Ediacarense. Dado lo que ha ido sucediendo hasta ahora, cabría esperar que la fase Nama tuviera más de esta complejidad de arrastrarse. Pero, en cambio, las rocas son más tranquilas. Sorprendentemente, las formas que se arrastran han desaparecido. Las trazas de Helminthoidichnites están todavía allí, y una interpretación de este periodo, a la que se ha llamado «Mundo de gusanos», sostiene que una profusión de pequeños excavadores de madrigueras y túneles fueron los principales actores en esta tercera fase. Aun así, parece que aquellos animales grandes y móviles, cuyo aspecto es al menos ligeramente reminiscente de moluscos y afines, han desaparecido. Además de los excavadores, la vida en Nama volvió a las formas de frondes oscilantes (aunque con frondes en su mayoría distintos de los de antes). Nadie sabe por qué ocurrió esto. Y el conjunto de Nama quizá represente la fase que conduce al fin del Ediacarense.
¿Cómo encaja esto con los temas de este capítulo, con el intento de discernir pistas acerca de la evolución de la acción animal? Tenemos una fase en la que hay formas con aspecto de plantas y estacionarias (Ávalon, en el mar profundo) y después una transición a animales móviles en mares más someros. La evidencia genética sugiere que los sistemas nerviosos evolucionaron antes de que ninguno de estos fósiles se depositara, o quizá durante la primera fase; la datación genética es aproximada. Después parece haber los inicios de un régimen en el que se incorporan a la fila nuevos tipos de sentir y de actuar: Mar Blanco. En Nama, esto parece desvanecerse.
Si los avalonienses que conocemos eran animales con sistemas nerviosos (sin contar la posible esponja), ¿qué hacían con ellos? Resulta tentador decir que podrían haber coordinado la extensión y el agarre, como en los corales blandos actuales. Pero en algunos casos en los que estos organismos dejaron fósiles insólitamente detallados, no se ha hallado evidencia alguna de aberturas corporales: a diferencia de un coral blando, no hay boca a la que llevar comida. En lugar de ello, toda la superficie de su cuerpo pudo absorber alimento; de nuevo, esto tendría sentido en un diseño corporal que maximizara el área superficial.
Los organismos con aspecto de frondes del Avaloniense podían no ser animales en absoluto. Aun así, quizás existían sistemas nerviosos en alguna forma antes de los animales reptantes que se vieron más tarde en el Ediacarense. Hay buena evidencia de que hubo sistemas nerviosos que evolucionaron en un cuerpo con algo parecido a un diseño radial. Podrían haber estado ocultos en algunos de los cuerpos en forma de flor, y también es probable que tengamos que mirar hacia arriba.
Me he centrado en estas formas del fondo marino porque es ahí donde quedó la evidencia fósil. Pero en la columna de agua pudo existir todo tipo de vida adicional: nadadores de cuerpo blando, semejantes a medusas y ctenóforos. Algunas fases tempranas de la evolución de los sistemas nerviosos pudieron haberse dado allá arriba. Los primeros nadadores diáfanos son a menudo invisibles para la paleontología, porque es improbable que sus cuerpos delicados se fosilicen en formas visibles cuando mueren. Se ha sugerido que los primeros animales reptantes pudieron evolucionar a partir de una larva (una forma inmadura) de un animal parecido a un cnidario, una larva que alcanza el fondo marino y empieza a moverse por el mismo. A partir de aquí se puede imaginar una secuencia desde ramoneo de tapete y movimiento hasta comportamiento dirigido hacia otros animales.
Los debates sobre el Ediacarense parecen mostrar a veces una comprensible tendencia a incluir en el relato únicamente el elenco de actores presente en los fósiles, y que por lo tanto vivían en el fondo marino. A menudo me pregunto si, con relación a la evolución del comportamiento y la interacción entre los animales, la escena del fondo marino no es más que la punta de un iceberg, y que mucho de lo que importa tuvo lugar en la columna de agua, con animales que dejaron pocas trazas o ninguna. Si esto es así, es difícil descubrir cómo podrían encontrarse las piezas del rompecabezas que faltan. Pero en biología evolutiva es notable la frecuencia con que lo aparentemente incognoscible se torna cognoscible, como resultado de un repentino avance técnico, una Dickinsonia momificada o una nueva idea teórica.
Estas conjeturas sobre una transición desde el nado al arrastre también saca a colación una fase que hasta ahora ha pasado inadvertida, aunque es un desarrollo digno de toda nuestra atención. Si miramos hacia atrás, a la niebla submarina de aquella época, uno de los hechos que tuvo enormes consecuencias posteriores fue la evolución de un nuevo tipo de cuerpo, el bilateral, es decir, simétrico bilateralmente. Se trata de cuerpos con un eje derecha-izquierda, así como un eje arriba-abajo. Nuestro cuerpo es bilateral, como lo es el cuerpo de las hormigas, los caracoles y los caballitos de mar. Tenemos brazos y piernas a cada lado, y también ojos y orejas; existe un emparejamiento derecha-izquierda de muchas de las partes del cuerpo. En la actualidad, la mayoría de los animales son bilaterales (sea como sea que se calcule esta «mayoría»). También lo son algunos animales antiguos: Kimberella, Spriggina y otros. Los cnidarios, como los corales y las medusas, no lo son, y tampoco los ctenóforos, las esponjas y los placozoos.
Esta forma corporal evolucionó antes de la fase del Mar Blanco del Ediacarense. Tuvo que ser en un momento tan temprano, porque alguna forma de este diseño tenía que estar a punto antes de las ramificaciones que enviaron a diferentes animales bilaterales a lo largo de sus variadas sendas, y hay al menos un puñado de bilaterales diferentes en el Mar Blanco. El último antepasado común entre nosotros y una mariposa, y también el último antepasado común entre nosotros y un pulpo, vivió hace al menos todo este tiempo.