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Materia, vida y mente
ОглавлениеEn 1857, el buque británico Cyclops dragó algo de las profundidades del Atlántico Norte. La muestra parecía fango del fondo marino. Se conservó en alcohol y se envió al biólogo inglés T. H. Huxley.1
La muestra se envió a Huxley no porque pareciera especialmente insólita, sino porque en aquella época existía un interés, tanto científico como práctico, por los fondos marinos. El interés práctico respondía al proyecto de tender cables de telégrafo en el mar profundo. El primer cable que cruzaba el Atlántico para transmitir mensajes se completó en 1858, aunque solo estuvo operativo durante tres semanas, ya que el aislamiento falló y la corriente que transportaba la señal se perdió en el mar.
Huxley observó el fango, percibió algunos organismos unicelulares así como enigmáticos cuerpos redondeados, y guardó la muestra durante unos diez años. Volvió entonces a examinarla con un microscopio más avanzado. Esta vez vio discos y esferas de origen desconocido, y también una sustancia con aspecto de limo, una «materia gelatinosa transparente», que los rodeaba. Huxley sugirió que había encontrado una nueva clase de organismo, de una forma excepcionalmente simple. Su cauta interpretación fue que los discos y esferas eran partes duras producidas por la propia materia de aspecto gelatinoso, que estaba viva. Huxley bautizó el nuevo organismo en honor de Ernst Haeckel, un biólogo, ilustrador y filósofo alemán. La nueva forma de vida se llamaría Bathybius Haeckelii.
Haeckel estaba encantado tanto con el descubrimiento como con la elección del nombre. Había estado argumentando que tenía que existir algo parecido a aquello. al igual que Huxley, estaba totalmente convencido de la teoría de la evolución de Darwin, desvelada en El origen de las especies, de 1859. Huxley y Haeckel eran los principales defensores del darwinismo en sus respectivos países. Ambos estaban también dispuestos a plantear preguntas sobre las que Darwin se había demostrado reticente a especular, más allá de unas breves frases: el origen de la vida y los inicios del proceso evolutivo. ¿Había surgido la vida en la Tierra únicamente una vez, o lo había hecho varias veces? Haeckel estaba convencido de que la generación espontánea de la vida a partir de materiales inanimados era posible, y que podía estar produciéndose de manera continua. Recibió con los brazos abiertos el Bathybius como una forma fundamental de vida, que podía extenderse sobre grandes áreas del fondo marino profundo; lo consideraba como un puente o eslabón entre el reino de la vida y el reino de la materia muerta e inanimada.
La concepción tradicional de cómo se organiza la vida, una imagen establecida por los antiguos griegos, reconocía solo dos tipos de seres vivos: animales y plantas. Todo lo vivo tenía que integrarse en una de las dos categorías. Cuando el botánico sueco Carl von Linné2 concibió un nuevo plan de clasificación en el siglo XVIII, colocó el reino de las plantas y el de los animales junto a un tercer reino inanimado, el «reino de las rocas», o Lapides. Esta triple distinción todavía se conserva en la pregunta recurrente «¿animal, vegetal o mineral?».
En la época de Linné ya se habían observado organismos microscópicos, quizá por primera vez en la década de 1670, por parte del pañero holandés Antonie van Leeuwenhoek, que había fabricado los más potentes de los primeros microscopios. En su clasificación de seres vivos, Linné incluyó un número notable de organismos minúsculos observados al microscopio, y los colocó en la categoría de «gusanos». (Concluyó la décima edición de su Systema Naturae, la edición que inició la clasificación de los animales, así como de las plantas, con un grupo que denominó Mona: «su cuerpo es un simple punto»). A medida que la biología avanzaba, empezaron a aparecer casos enigmáticos, especialmente en la escala microscópica. La tendencia fue intentar incluirlos o bien con las plantas (algas) o bien con los animales (protozoos), a un lado u otro de la frontera. Pero a menudo era difícil decidir dónde se integraba un nuevo organismo, y era natural tener la sensación de que la clasificación estándar cedía ante presiones nuevas.
En 1860, el naturalista británico John Hogg adujo que lo sensato era dejar de hacer entrar con calzador elementos en categorías fijas y añadir un cuarto reino para los organismos pequeños, que cada vez se reconocían más como unicelulares, y que no son ni plantas ni animales. Los denominó Protoctista, y los situó en un Regnum Primigenum, o «reino primitivo», que acompañaba a los reinos de los animales, las plantas y los minerales. (Protoctista, el término de Hogg, lo acortó posteriormente Haeckel a Protista, más moderno). al parecer de Hogg, las fronteras entre los reinos vivos eran vagas, pero la frontera entre el reino mineral y los reinos vivos era nítida.
La discusión sobre categorías que he descrito se ha ocupado hasta ahora de la vida, no de la mente. Pero parece que la vida y la mente han estado conectadas de alguna manera desde hace mucho tiempo, aunque la relación que se ha percibido entre ellas no ha sido estable. En el sistema de Aristóteles, desarrollado unos dos milenios antes, alma unifica lo vivo y lo mental. El alma, para Aristóteles, es una especie de forma interna que dirige las actividades corporales, y existe en diferentes niveles o grados en diferentes seres vivos. Las plantas absorben nutrientes para mantenerse vivas; esto muestra un tipo de alma. Los animales también, y además pueden sentir su entorno y responder al mismo; este es otro tipo de alma. Los humanos pueden razonar, además de las otras dos capacidades, de modo que poseen un tercer tipo de alma. Para Aristóteles, incluso los objetos inanimados que carecen de alma suelen comportarse a veces con propósitos u objetivos, orientándose hacia su lugar natural.
El ataque al cuadro trazado por Aristóteles que se produjo durante la «Revolución Científica» del siglo XVII incluyó un nuevo trazado de estas relaciones. La nueva versión implicaba una concepción fortalecida de lo físico (la reivindicación de una visión mecánica, de acción y reacción, de la materia, con poco papel, o ninguno, para la intencionalidad) y un abandono o eterealización del alma. El alma, esencial en toda la naturaleza viva según Aristóteles, se convirtió en un asunto más intelectual y depurado. Las almas pueden también ser salvadas por la voluntad divina, lo que permite un tipo de vida eterna.
Para René Descartes, una figura especialmente influyente en el siglo XVII, existe una división clara entre lo físico y lo mental, y nosotros, los humanos, somos una combinación de ambas cosas; somos seres a la vez físicos y mentales. Conseguimos ser ambas cosas porque los dos ámbitos entran en contacto en un pequeño órgano de nuestro cerebro. He aquí el «dualismo» de Descartes. Los otros animales, para Descartes, carecen de alma y son puramente mecánicos: un perro carece de sentimientos, no importa lo que se le haga. El alma que hace especiales a los humanos ya no está presente, ni siquiera en forma vaga, ni en los animales ni en las plantas.
En el siglo XIX, la época de Darwin, Haeckel y Huxley, los avances en biología y otras ciencias hicieron que el dualismo del tipo defendido por Descartes fuera cada vez menos viable. La obra de Darwin sugería un panorama en el que la divisoria entre los humanos y los demás animales no estaba tan definida. Diferentes formas de vida junto a diferentes poderes mentales podrían surgir mediante procesos graduales de evolución, especialmente por adaptación a las circunstancias y por las ramificaciones que originan las especies. Esto debería bastar para explicar tanto el cuerpo como la mente… siempre y cuando se lograra activar el proceso.
Lo cual era una condición muy exigente. Haeckel, Huxley y otros se enfrentaron a esta parte del problema de la manera siguiente. Pensaban que tenía que haber una sustancia, presente en los seres vivos, que permitiera tanto la vida como los inicios de una mente. Dicha sustancia sería física, no sobrenatural, pero muy distinta de la materia ordinaria. Si pudiéramos aislarla, podríamos tomar una cucharada de ella y, en nuestra cuchara, seguiría siendo una sustancia especial. La denominaron «protoplasma».
Este enfoque puede parecer extraño, pero estaba motivado en parte por la inspección detallada de células y de organismos simples. Cuando se observaba el interior de las células, parecía que no había allí suficiente organización (no había suficientes partes que fueran diferentes de otras partes) para que las células hicieran todo lo que era evidente que hacían. Lo que veían parecía ser simplemente una sustancia, transparente y blanda. El fisiólogo inglés William Benjamin Carpenter dejó consignada por escrito en 1862 su maravilla ante lo que los organismos unicelulares podían conseguir: las «operaciones vitales» que se ven «efectuadas por un aparato complicado» en un animal las realiza «una pequeña partícula de gelatina aparentemente homogénea». Se ve a dicha partícula de gelatina «atrapando su alimento sin miembros, tragándolo sin boca, digiriéndolo sin estómago» y «desplazándose de un lugar a otro sin músculos». Esto condujo a Huxley, y a otros, a pensar que no podía ser una organización intrincada de materia ordinaria lo que explicara la actividad de lo vivo, sino un ingrediente diferente, inherentemente vivo: «la organización es el resultado de la vida, no la vida el resultado de la organización».
En este contexto, Bathybius parecía extraordinariamente prometedor. Se veía como una muestra pura de la sustancia de la vida, sustancia que quizá surgiera espontáneamente sin cesar, formando una alfombra orgánica continuamente renovada en el fondo del mar. Se examinaron otras muestras. Se describió que Bathybius, obtenido del mar Cantábrico, era capaz de movimiento. Sin embargo, otros biólogos no estaban tan seguros de esta supuesta forma de vida primordial, y de la creciente especulación sobre la misma. ¿Cómo podía Bathybius permanecer vivo allá abajo? ¿Qué podía comer?
Después tuvo lugar la expedición del Challenger, un proyecto de cuatro años organizado por la Royal Society de Londres en la década de 1870, que tomó muestras de cientos de localizaciones del fondo del mar de todo el mundo. El objetivo era crear el primer inventario amplio de la vida en las aguas más profundas. El jefe científico de la expedición, Charles Wyville Thomson, estaba dispuesto a trabajar en la cuestión de Bathybius, aunque no las tenía todas. El Challenger no encontró muestras frescas, y dos de los científicos a bordo del buque empezaron a sospechar, después de trastear un poco, que Bathybius no era un ser vivo ni nada que se le pareciera. Con una serie de experimentos demostraron que Bathybius parecía no ser más que el producto de una reacción química entre el agua de mar y el alcohol empleado para conservar las muestras, incluida la antigua muestra de Huxley procedente del HMS Cyclops.
Bathybius estaba muerto. Huxley reconoció su error inmediatamente. Haeckel, más comprometido con la idea de Bathybius como eslabón perdido, se siguió aferrando a ella, lamentablemente, durante casi diez años. Pero el puente había caído.
Durante un tiempo, algunos aún conservaron la esperanza de encontrar un puente aproximadamente del mismo tipo: una sustancia especial que conectara la vida con la materia. Pero en los años que siguieron, las hipótesis de este tipo perdieron fuelle. Quedaron desfasadas por el producto de un lento proceso de descubrimiento, un proceso que acabaría por hacer que la actividad de los seres vivos dejara de ser misteriosa. La explicación de la vida resultante tomó el rumbo preciso que Huxley y Haeckel no habían podido asumir: en términos de la organización oculta de la materia ordinaria.
Dicha materia no es «ordinaria» en todos los sentidos, como veremos, pero es ordinaria en su composición básica. Los sistemas vivos están constituidos por los mismos elementos químicos que forman el resto del universo, según principios físicos que se extienden también por el reino inanimado. En la actualidad no sabemos cómo se originó la vida, pero su origen ya no es un misterio de un tipo que pudiera hacernos creer que alguna sustancia adicional genera el mundo vivo.
se trata del triunfo de una concepción materialista de la vida: una visión que no permite intrusiones sobrenaturales. Ha sido también el triunfo de una concepción que ve el propio mundo físico unificado en sus constituyentes básicos. La actividad de la vida no se explica por un ingrediente misterioso, sino por una estructura intrincada a una escala minúscula. Dicha escala es casi inconcebible. Por presentar un único ejemplo, los ribosomas son partes importantes de las células (las estaciones en las que se ensamblan las moléculas de las proteínas), y poseen una estructura propia bastante compleja. Pero más de 100 millones de ribosomas podrían caber en el punto impreso al final de esta frase.
Así pues, la vida empieza a encajar en un esquema. En el caso de la mente, se ha resuelto mucho menos.