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VIII
ОглавлениеRocambole guardó silencio por algunos instantes, y después prosiguió de este modo:
—Aquel día, el condenado a muerte no quiso explicarse más.
—La historia que os voy a contar, me dijo, es demasiado larga, y además va a llegar la hora de volver a mi calabozo. Pero mañana.....
—Mañana, le dije, yo sabré encontrar el medio de pasar algunas horas en vuestra compañía.
—¡Bah! exclamó mirándome con asombro. Pero, en fin, tenéis razón. Eso sería imposible para cualquier otro, pero para vos no hay nada imposible, puesto que sois el Hombre gris.
Y con esto entró en su calabozo, mientras que yo tomaba el camino del mío.
La promesa que acababa de hacerle, procedía de una idea que me había ocurrido durante la conversación.
En el momento en que uno de los carceleros iba a encerrarme, le detuve en la puerta y le dije:
—Hacedme el favor de decir al gobernador que deseo hablarle.
El carcelero cumplió con su comisión, y un cuarto de hora después vi llegar al gobernador a mi calabozo.
Tú has visto a ese buen hombre, y sabes hasta qué punto es cándido.
—¡Oh! la simplicidad en persona! dijo Milon.
—Sir Roberto llegó sonriéndose y acariciándome con la mirada, muy persuadido de que iba a oír grandes revelaciones.
Porque no bastaba a la libre Inglaterra el haber puesto la mano sobre el hombre que parecía ser uno de los jefes del fenianismo y tal vez el más peligroso de todos; lo que más necesitaba sin duda, era penetrar el misterio en que este hombre se envolvía.
—Señor gobernador, dije entonces a sir Roberto, deseo hablar con vos.
—¡Ah! exclamó con tono alegre, ya sabía yo que acabaríais por ser razonable.
—Jamás he cesado de serlo.
—¡Ah! ¿os burláis?...
Hablando así, sin dejar su eterno tono festivo, tomó una de las dos únicas sillas que había en mi calabozo y se sentó a mi lado.
—Veamos, amigo mío, mi querido amigo, me dijo, ¿qué es lo que queréis decirme?
—Mi querido gobernador, le repliqué, ante todo quiero haceros una pregunta.
—Hablad.
—¿Si me condenan a muerte, seré ahorcado?
—¡Ay! mucho lo temo, amigo mío. La horca es el solo género de suplicio usado en Inglaterra.
—Bueno, ¿y juzgáis que seré condenado?
—A menos que no hagáis revelaciones de una importancia tal, que os atraigan la indulgencia de vuestros jueces.....
—Eso es precisamente en lo que pienso.
—¡Ah! ya lo sabía yo! exclamó el buen hombre en el colmo de la alegría.
—Pero antes de decidirme, proseguí sonriéndome, necesito fijar mi atención sobre ciertas cosas.
—¿Cuáles?... Veamos.
—Voy a decíroslo. No es que yo tenga miedo de la muerte.....
—Sin embargo.....
—Sobre todo de la muerte por estrangulación. Hasta he oído decir.....
—¡Ah! sí, dijo el gobernador guiñando el ojo, ya sé... una preocupación vulgar.—Pero no creáis nada de eso, amigo mío, no, mi querido amigo. No hay más que ver el rostro del ajusticiado cuando le quitan el gorro negro: ¡está entumecido, morado... horrible de ver!... ¿Y la lengua?.... ¡Oh! es espantoso!
—¿De veras?
—Tal como tengo el honor de decíroslo, mi querido amigo. Conque así, creedme, confesad, confesadlo todo, empezando por vuestro nombre, el de los otros jefes del fenianismo... en fin todo. Y decid que yo os he convencido, con el objeto.....
—Esperad, esperad, le repliqué.
—Cuanto más latas y más espontáneas sean vuestras revelaciones, mayor será la indulgencia de vuestros jueces.
—Ya sé todo eso; pero os lo repito, no me arredra la muerte por estrangulación.
—Hacéis mal.
—En Francia hay la guillotina, lo que es muy diferente. ¡Oh! esa muerte sí que me aterra!... Allí lo confesaría todo de seguida.
—No se pueden cambiar por vos los usos y costumbres de un país. Pero lo que os afirmo es que la horca es el suplicio más horrible que existe.
—¡Bah!
—Y a propósito, continuó sir Roberto, aquí tenemos en este momento un condenado a muerte.
—Ya lo sé.
—Pero no sabéis qué indecible terror se ha apoderado de su alma.
—Sin embargo, me ha parecido bastante tranquilo.....
—Estáis en un error... ¡Ah! si pasarais solamente dos o tres horas encerrado con él!
—¿Creéis que me trasmitiría su temor?
—Estoy seguro.
—¿Os chanceáis?
—¡Toma! si queréis experimentarlo.....
—¡Eh!... ¡eh! no diré que no: ¡sería cosa curiosa!
—Pues bien, prosiguió sir Roberto Mitchels, para que veáis..... Voy a hacer por vos una cosa inaudita.
—¡Bah!
—Pero que, por otra parte, tengo el derecho de hacer.
—¿Qué es pues?
—Voy a encerraros esta noche mismo con el condenado a muerte.
—¡Ah! ¿queréis ponerme a prueba?
—Precisamente. Y estoy seguro de que mañana me haréis llamar a toda prisa.
—¿Para que?
—Para revelar todo lo que sabéis e implorar la clemencia de vuestros jueces.
—Pues bien, le respondí, si tal es vuestra convicción, hagamos la prueba; no tengo inconveniente.
El buen gobernador se levantó enajenado de gozo.
—Voy a dar las órdenes necesarias, me dijo.
Y me estrechó la mano, llamándome de nuevo su muy querido amigo.
Después de lo cual se fue, no sospechando siquiera el pobre hombre que acababa de ofrecerme espontáneamente lo mismo que yo iba a pedirle.
Aquel día me trajeron, como de costumbre, una comida suculenta y abundante.
El carcelero que me servía, y que no era de ordinario muy hablador, me dijo en esta ocasión con una guiñada significativa:
—Parece que Vuestra Señoría es excéntrico.
Excéntrico es un vocablo que encierra por si sólo en Inglaterra, el mayor elogio que se puede hacer de un Inglés de pura raza. Todo es permitido al que sabe merecer ese nombre.
—Un poco, le respondí.
—¿Vuestra Señoría tiene el capricho de dormir esta noche con el condenado a muerte?
—Sí, amigo mío.
—Sir Roberto Mitchels, nuestro digno gobernador, prosiguió el carcelero, me ha dado sus órdenes al efecto.
—¡Ah! muy bien!
—Y si Vuestra Señoría lo permite, voy a conducirlo adonde se halla el reo.
Yo hice un signo de cabeza afirmativo, y el carcelero, tan simple y cándido como su jefe, me sacó de mi calabozo, que estaba situado en el primer piso, me guió hasta el piso bajo, y abrió delante de mí la puerta del calabozo donde estaba encerrado el marido de Betzy-Justice.
Al ruido que hicimos al entrar, el infeliz se levantó sobresaltado.
Yo le hice una seña con disimulo, recomendándole el silencio, y él me respondió con otra, indicando que había comprendido.
Por lo demás, ya había adivinado que iban a darle un compañero, pues una hora antes habían traído a su calabozo un catre y un colchón, con los demás aprestos de una cama.
Bien pronto nos encontramos solos.
—¿Y bien? le dije, ya lo veis; he cumplido mi palabra y tenemos toda la noche por nuestra.
—Ya sé que podéis hacer cuanto queréis, me respondió con cándida admiración.
—Ahora, le dije, estoy, dispuesto a oír vuestra historia.
Como debes comprender muy bien, no dormimos en toda la noche.
Al día siguiente, al amanecer, vino el carcelero a buscarme.
—Sir Roberto os espera, me dijo.
Y yo le seguí, después de despedirme afectuosamente de mi compañero.
—Pero, ¿y esa historia que os había contado, capitán? interrumpió Milon.
—La sabrás dentro de poco. Hablemos primero del gobernador.
Y Rocambole, después de un momento de silencio, continuó:
—Como te decía pues, me condujeron al gabinete de sir Roberto.
Yo estaba pálido y fatigado, como un hombre que ha pasado la noche en vela.
—¿Y bien? me dijo el gobernador muy alegre, ¿qué opináis ahora de la horca?..... ¿La miráis siempre con la misma indiferencia?
—¡Bah! respondí, no me inspira el menor temor.
—¿Es posible?
—Podéis creerme.
—Sin embargo, ya habéis visto lo que sufre el que está condenado a ella..... Conque, vamos, ¿estáis decidido a hablar?
—Todavía no.
Sir Roberto se mordió los labios, pero no se manifestó irritado.
—¡Oh! yo os convertiré, dijo, ya lo veréis.....
—¿Pretendéis acaso encerrarme de nuevo con el condenado a muerte?
—No; algo mejor que eso.
—¡Bah! ¿qué pensáis hacer?
—Os haré presenciar su suplicio.
Y como yo le mirase con admiración:
—Hace un mes, dijo, eso hubiera sido difícil, sino imposible.
—¡Ah!
—Pero hoy se hacen las ejecuciones en el interior de la prisión.
—¿Y vais a darme palco en el espectáculo?
—Precisamente.
Rocambole iba a continuar su relato, cuando Milon lo interrumpió bruscamente.
—¡Capitán!... ¡Capitán! murmuró con acento de terror.
—¿Qué hay? respondió este volviéndose bruscamente.
—¡Mirad!.....
Rocambole volvió la vista por todas partes, y en medio de las densas tinieblas que le envolvían, no tardó en descubrir dos puntos luminosos, semejantes a dos luciérnagas, que brillaban en la oscuridad a poca distancia de ellos.