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VII

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Rocambole se reclinó como pudo sobre su duro asiento, y continuó de este modo:

—¿Recuerdas, buen Milon, cómo empezó nuestra amistad?—Nos hallábamos en presidio y éramos compañeros de cadena. Un día me hablaste de dos huérfanos, a quienes amabas con toda tu alma, y que habían sido causa inocente de tu condena.....

—Sí, sí, respondió Milon enternecido, y recuerdo más todavía, y es que después salvasteis a mis pobres niños, y por eso os soy adicto como un perro fiel.....

—Pues bien, amigo mío, una cosa semejante me ha sucedido por segunda vez.

—¿Cómo?

—Con la diferencia de que no ha sido en el presidio de Toulon, sino en la cárcel de Newgate.

—¡Ah!

—Y de que el hombre de que se trata ha muerto.

—¿Ha sido ahorcado?

—¡Ay! sí.

Y Rocambole dejó escapar un suspiro.

—Escucha, prosiguió. Yo acababa de ser preso y me había dejado conducir sin la menor resistencia. Tenía mis razones para obrar así, pues a ser de otro modo, hubiera podido escaparme mil veces, antes de que se hubiesen cerrado tras mí las puertas de Newgate.

Por lo demás, no fue a esa prisión adonde me condujeron desde luego.

Lleváronme en primer lugar a Drury Lane, y me presentaron al comisario de policía de aquel barrio.

El comisario me interrogó por la forma, y me hizo encerrar en el calabozo que sirve de depósito en el piso bajo de la comisaría.

Todas las mañanas pasa un coche cerrado por todos los puestos de policía, recoge los presos detenidos durante la noche, y los conduce sea a Newgate, sea a Bath-square o a cualquiera otra cárcel central.

Yo pasé de consiguiente seis horas en el calabozo de la comisaría de Drury Lane.

En ese mismo calabozo se hallaba una pobre mujer en harapos, ya vieja, pero cuyo rostro conservaba vestigios de una rara hermosura.

Cuando entré, me miró al principio con desconfianza, y después con cierta curiosidad.

En fin, su mirada encontró la mía, y sin duda experimentó el encanto misterioso que mi fluido magnético ejerce sobre ciertas personas, pues me dijo en seguida:

—Creo que sois el hombre que busco.

Y como yo la mirase con extrañeza:

—¿Os han preso por algún crímen grave? me preguntó.

—Soy fenian, la respondí brevemente.

La pobre vieja se estremeció, y una viva expresión de alegría iluminó por un momento su rostro.

—¡Ah! exclamó, entonces os conducirán mañana a Newgate.

—Indudablemente.

—No me he equivocado pues al deciros que sois el hombre que buscaba hace tiempo.

Yo continuaba mirándola fijamente, procurando adivinar el sentido de sus palabras.

Ella siguió en tanto diciendo:

—Me llamo Betzy-Justice y soy escocesa.

—Muy bien ¿y qué más? la contesté.

—Hace un mes que me hago prender todas las noches por delito de embriaguez. Y sin embargo, ya podéis comprender que no estoy embriagada...

—Entonces.....

—Pero finjo estarlo. De ese modo me conducen a un puesto de policía, me encierran hasta el día siguiente, y por la mañana me amonesta el comisario y me condena a dos chelines de multa, poniéndome en seguida en libertad.

—Entonces ¿por qué razón, la pregunté, si no estáis embriagada... fingís estarlo?

—¡Toma! ya os lo he dicho, para hacer que me prendan..... y eso hoy en un barrio, mañana en otro. A esta hora he estado ya encerrada en todos los puestos de policía de Londres.

—Pero en fin, ¿por qué razón?

—Porque busco un hombre en quien yo pueda tener confianza, y a quien vayan a encerrar en Newgate.

—¿Y en qué puede serviros ese hombre?

La vieja clavó en mí la vista y pareció reflexionar por algunos instantes.

—Vuestra fisonomía, me dijo, es la de un hombre honrado y bondadoso.—¿Cómo os llamáis?

—El Hombre gris, le respondí.

Al oír este nombre, la buena mujer se levantó sorprendida, y exhaló un grito ahogado.

—¡Ah! exclamó, ¿sois vos al que llaman el Hombre gris?

—Sí.

—¿Y os habéis dejado prender?

—Sí.

—Pero entonces lleváis en ello algún objeto, y saldréis de la prisión cuando os parezca.

—Tal vez.....

—¡Oh! eso es seguro, añadió. Me han hablado mucho de vos, y sé que podéis hacer todo lo que se os antoje.

—Entre tanto, dije sonriéndome, lo seguro por ahora es que voy a Newgate.

—¡Oh! puesto que sois el Hombre gris, prosiguió, puedo decíroslo todo.

—Veamos.

—Mi marido está preso.

—¿En Newgate?

—Sí. Y está condenado a muerte..... y será ahorcado el 17 del mes próximo.

—¿Qué crímen ha cometido?

—Ha matado a un lord.

—¿Por qué razón?

—¡Oh! dijo Betzy-Justice, esa es una historia larga de contar. No tendríamos tiempo para ello. Pero, puesto que vais a Newgate, mi pobre marido os lo dirá todo.

—Sea como queráis. ¿Y en qué puedo serviros?... ¿Deseáis darme algún encargo para él?

—Sí.

—Dádmelo entonces.

—¡Oh! no es una carta. Ya comprendéis que os la cogerían en el registro: es solamente una palabra.

—Decid.

—Ya encontraréis el medio de ver a mi pobre marido en Newgate. Aunque condenado a muerte, sé que le dejan pasearse todos los días en el patio con las demás presos.

—Bien, ¿y qué debo decirle?

—Le diréis solamente estas breves palabras:—«He visto a vuestra mujer Betzy. Morid en paz; tiene en su poder los papeles.»

—¿Y es eso todo?

—Todo, dijo Betzy.

Y bajando la cabeza, lloró silenciosamente, sin curar de enjugar sus lágrimas.

Procuré distraer su dolor y saber algo más; pero por más preguntas que la hice, no logré arrancarle una palabra.

A la mañana siguiente, apenas apuntaba el día, vinieron a buscarme para conducirme a Newgate.

Durante tres días me tuvieron incomunicado, y así me fue imposible el ver desde luego al reo de muerte.

En fin, al cabo de ese tiempo me pusieron en comunicación y dulcificaron el régimen que me habían impuesto, con la esperanza de hacerme entrar en la vía de las revelaciones.

Es verdad también que yo insinué indirectamente que tal vez hablaría si me trataban de una manera menos dura.

Desde ese momento hicieren casi todo lo que yo quería, y pude, como los demás presos, bajar al patio dos veces por día.

La primera vez que me presenté en él, no formé parte de ningún grupo, ni hablé con nadie; pero busqué con la vista al condenado a muerte.

Pronto lo descubrí, paseándose solo en un rincón del patio, con la cabeza inclinada sobre el pecho, y las manos enlazadas con fuertes esposas.

Dirigí mis pasos hacia aquel sitio, aunque sin acercarme a él, y lo examiné con atención.

Era un hombre de cerca de sesenta años.

Pequeño, rechoncho, ancho de espaldas, y con una cabeza enorme sostenida por una cerviz de toro, aquel hombre debía ser de una fuerza extraordinaria.

Su barba era roja, pero su cabeza enteramente cana.

En una de mis vueltas pasé cerca de él, y entonces se fijó en mí por un momento.

Su mirada contrastaba singularmente con el aspecto extraño y casi repugnante de su persona, pues era clara, dulce y leal.

Y sin embargo, aquel hombre había asesinado a otro.

Había teñido sus manos en sangre, pero se adivinaba desde luego que no había matado para robar.

A la mañana siguiente volví a bajar al patio a la misma hora.

El condenado a muerte se encontraba ya allí; siempre aislado, siempre sumido en su mortal tristeza.

Al entrar no emprendí mi paseo como el día anterior, sino me fui derecho a él.

El preso se detuvo bruscamente, y fijó en mí la mirada franca, leal, casi tímida, que me había ya impresionado el día anterior.

—¿Es cierto, como dicen, que habéis asesinado a un lord? le pregunté sin más preámbulos.

—Sí, me respondió.

Y pronunció esta sola palabra con una sencillez que me confirmó en mi opinión.

Aquel hombre había cumplido o creído cumplir un deber.

—¿No sois el marido de Betzy-Justice? le pregunté de nuevo.

Al oír esto se estremeció y me miró con más atención.

—¿Es que la conocéis? dijo en fin.

—Sí, he pasado algunas horas con ella en el puesto de policía de Drury Lane.

—¡Ah! exclamó.

Y me miró de través con aire de desconfianza.

—Y me ha dado un encargo para vos, añadí.

—¿De veras? contestó con un recelo visible.

—Veo que no me conocéis, le repuse.

—¿Quién sois pues?

—Me llaman el Hombre gris.

El preso dio un paso para atrás y me miró con asombro.

—¡Vos! ¿vos? exclamó.

Y su rostro se serenó por completo y perdió su aire de desconfianza.

—Sí, le repliqué, soy el Hombre gris, y Betzy me ha encargado deciros que tiene en su poder los papeles.

El pobre condenado dejó escapar un grito, una exclamación de gozo tal que hubiera podido creerse que yo acababa de traerle su perdón.

—¡Ah! dijo, dominando en fin la emoción que se había apoderado de él, ahora puedo morir tranquilo.

Y fijándose de nuevo en mí, añadió:

—Pero.... puesto que sois el Hombre gris, sin duda estáis aquí por vuestra propia voluntad.

—Tal vez.

—Y podréis salir siempre y cuándo os parezca.....

—Es probable.

El marido de Betzy pareció dudar un momento.

—¡Ah! me dijo por último si yo me atreviera..... porque, aun cuando mi pobre Betzy es una mujer animosa, al cabo es una mujer, y ¿quién sabe si ella sola podrá llevar nuestra empresa a buen fin?

A mi vez yo le miré con extrañeza.

—Será necesario que yo os lo cuente todo, prosiguió. Estoy seguro de que os interesaréis por nosotros.

Y añadió sonriéndose con tristeza:

—Un hombre como vos lo puede todo..... además, yo os legaré mi cuerda y, ya sabéis..... eso os dará buena suerte.

En esto punto de su relato Rocambole se detuvo un momento.

—¡A fe mía! dijo Milon, que hasta había olvidado que estamos aquí presos entre peñascos y con la mitad de Londres sobre los hombros. Seguid, capitán, seguid.

La cuerda del ahorcado

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