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III

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Vanda se había vuelto muchas veces, y se iba quedando atrás, mientras que los compañeros de Rocambole se alejaban del barril de pólvora y se refugiaban en la sala circular.

—¡Más de prisa! había gritado el jefe, ¡más de prisa!

Y Marmouset, que iba al frente de todos, había precipitado el paso.

Así llegaron a la sala circular.

Marmouset dijo entonces a Vanda:

—Estamos a cuatrocientos metros de distancia del barril; pero como esa galería subterránea va en línea recta, podemos ver desde aquí la explosión.

Dicho esto, fue a fijar la antorcha entre dos piedras, dejándola a su espalda, y entonces pudieron ver a Rocambole y Milon a lo lejos, gracias a la claridad de la antorcha que habían conservado.

Ambos se hallaban de pie e inmóviles, esperando la explosión.

Vanda temblaba como una azogada.

Pero no por ella, pues más de una vez había probado ya su heroísmo y su desprecio de la vida; sino por Rocambole, a quien amaba siempre, a pesar de haber renunciado hacía tiempo a su amor.

En esto trascurrían los minutos.

Minutos que parecían siglos en situación tan angustiosa.

—¡Oh! es demasiado largo! decían los otros.

—No, respondió Marmouset, la mecha es larga y arde lentamente; es necesario esperar que se consuma.

Y añadió volviéndose de repente:

—Echaos todos en tierra.

—¡Por qué? preguntó la Muerte de los Bravos.

—Porque la explosión va a haceros perder pie violentamente, y si esperáis ese momento, arriesgáis romperos un brazo o una pierna.

Todos obedecieron, excepto Vanda.

—Yo quiero ver lo que sucede, dijo.

Y continuaba siempre con los ojos fijos en Milon y Rocambole, que le aparecían en lontananza, en medio del círculo de luz que formaba la antorcha, como dos seres idos como a una pequeñez fantástica.

—¡Pues bien!... yo quiero ver igualmente, dijo Marmouset.

Y como Vanda, permaneció de pie.

Pero en aquel momento la mecha inflamada se puso en contacto con el barril.

Jamás explosión tan formidable había llegado a oídos humanos.

La conmoción fue tal que Vanda y Marmouset cayeron la faz contra tierra, violentamente empujados por una fuerza irresistible.

Mas tal era su fuerza de voluntad, que a pesar de tan terrible caída, permanecieron con los ojos abiertos.

¡Oh! milagro!

En lugar de la antorcha que alumbraba a Rocambole y a su compañero y que se había apagado bruscamente, apareció al otro extremo del subterráneo una luz argentada, redonda como la luna.

El barril de pólvora, al saltar como una mina, había al mismo tiempo echado la muralla para atrás y lanzado el peñasco hacia adelante.

Rocambole no se había engañado en sus cálculos: la galería había hecho el oficio de un cañon.

Aquella luz que brillaba a lo lejos era la del día, el día a orillas del Támesis.

Casi al mismo instante, dos sombras se agitaron en el suelo.

Eran Milon y Rocambole que, echados también violentamente a tierra, se levantaban vivamente.

La voz del capitán llegó a los oídos de Marmouset y de Vanda.

—¡Adelante! gritaba, adelante!

Y le vieron, así como a Milon, que se lanzaban a la carrera hacia el punto luminoso, es decir, hacia el orificio de la galería.

Los demás compañeros de Marmouset y de Vanda se habían levantado igualmente.

—¡Adelante! repitió Marmouset.

Y todos corrieron para ir a reunirse con Rocambole y Milon.

Pero en el mismo instante un ruido terrible, como si se desplomase todo el subterráneo, se dejó oír delante de ellos; una formidable columna de viento pasó sobre sus cabezas como una tromba..... y la luz blanca desapareció de golpe.

El suelo seguía temblando, como hacía algunas horas, y Marmouset que iba delante de todos, se detuvo bañada en sudor la frente.

Era la bóveda de la galería que se desplomaba de nuevo, amontonando enormes trozos de piedra que cerraban por segunda vez el subterráneo.

Un terror indescriptible se apoderó esta vez de los compañeros de Rocambole.

Las antorchas se habían apagado, y las más profundas tinieblas envolvían a Marmouset, a Vanda y los que los seguían.

La trepidación del suelo continuaba, y por momentos se oían crujidos sordos a corta distancia.

—¡Estamos perdidos! exclamó Vanda.

—¿Quién sabe? repuso Marmouset.

Su antorcha se había apagado, pero la conservaba en la mano.

—Ante todo es necesario ver, dijo.

Y sacando su caja de fósforos, encendió de nuevo la antorcha.

Los crujidos de la bóveda habían cesado, el suelo no temblaba bajo sus pies, y todo había vuelto a entrar en silencio.

—¡Adelante! repitió Marmouset.

—¡Adelante! gritó Vanda.

Polito llevaba en brazos a su amada Paulina, que se había desmayado de miedo.

Marmouset, con la antorcha en la mano, iba siempre al frente de la reducida tropa.

Así llegaron al sitio donde había estallado el barril, y pasaron sobre los escombros de la muralla.

Desde allí se veían las paredes de la galería destrozadas acá y allá por el paso del peñasco que había caído al Támesis.

—Sigamos adelante, dijo Marmouset.

Y continuaron avanzando.

En fin, a los pocos minutos, llegaron al paraje donde la luz del cielo había desaparecido de repente.

Un enorme peñon, todavía mayor que el primero, se había desprendido de la bóveda, y cerraba la galería formando un muro impracticable.

Marmouset y Vanda se quedaron mirándose, pálidos, mudos, temblando de emoción.

La misma pregunta venía a sus labios, y ni uno ni otro se atrevían a hacerla.

¿Qué había sido de Rocambole?

¿Había perecido acaso en aquel hundimiento?

¿O bien el peñon había caído detrás de él, separándolo de sus compañeros, pero dejándole tiempo suficiente para llegar al Támesis?

En fin, Vanda pareció salir de su abstracción y pronunció una palabra, una sola palabra.

—¡Esperemos! dijo.

—Esperemos, repitió Marmouset.

Y ambos miraron a sus compañeros que parecían anonadados, poseídos de un desaliento mortal.

—Amigos míos, les dijo Marmouset, no hay que pensar siquiera en seguir adelante: ya lo veis, el camino está cerrado.

—Pues bien, dijo Juan el Verdugo, volvamos para atrás, y si vienen las gentes de policía..... ya veremos.

Vanda no hizo la menor observación: esta última catástrofe la había anonadado, y su imaginación no sabía fijarse sino en la horrible duda que la oprimía.

—¿Rocambole estaba vivo o muerto?

Esta era su sola preocupación, su única idea. Lo demás le era indiferente.

La Muerte de los Bravos dijo a su vez:

—No me queda duda, el capitán y Milon han podido salvarse.

Marmouset no respondió a esta aserción.

Volvieron pues para atrás, y se detuvieron de nuevo en la sala circular. Marmouset dio el ejemplo, y colocándose en medio de sus compañeros, dijo:

—Ahora, amigos míos, acordemos entre todos el partido que debernos tomar.

Y señalando con la mano la galería central, por donde algunas horas antes habían venido de Newgate, añadió:

—Ya sabemos adónde ese camino conduce.

—¡Mil gracias! dijo el marinero William, ¿queréis acaso que vayamos a entregarnos a los policemen?

—No arriesgaríamos en ello gran cosa.

—Arriesgaríamos en primer lugar el ser estrechamente encerrados.

—Yo me haría poner en libertad bien pronto.

—Vos, tal vez, pero yo..... que soy Inglés.

Polito había colocado a Paulina en tierra, sosteniéndola entre sus brazos; y la pobre joven empezaba a volver en sí, y preguntaba qué era lo que había pasado.

Polito la tranquilizó como pudo, y viéndola ya en estado de sostenerse, tomó una antorcha y la encendió en la que llevaba Marmouset, y dijo adelantándose:

—Voy a explorar un poco ese camino.

Y entró por la galería.

Pero no había andado cincuenta pasos, cuando volvió para atrás y vino a reunirse con sus compañeros.

—No debemos perder el tiempo en discurrir sobre cosas inútiles, dijo.

—¿Eh? exclamó Marmouset.

—No hay nada que temer de la policía.

—¿Qué quieres decir?

—Que una parte de esa galería se ha arruinado y se halla perfectamente cerrada.

—¡Ah!

—Lo que hace que estamos enterrados aquí.

—Enterrados, dijo la Muerte de los Bravos, y condenados a morir de hambre.

Marmouset se encogió de hombros.

—¡Bah! dijo con desdén, debemos fiar en nuestra estrella que nos ha favorecido hasta ahora.

Todos se quedaron mirándolo.

—Ahí tenéis otra galería que no hemos explorado aún, añadió.

—¡Es verdad! dijo Vanda.

—¿Quién sabe adónde conduce?

—Veamos de todos modos.....

Y Marmouset sacudió su antorcha y penetró por la tercera galería.

Esta, como sabemos, en vez de seguir un plano inclinado, subía al contrario poco a poco.

Marmouset se volvió hacia sus compañeros.

—Esta galería, dijo, que yo creía antes cegada, se divide en dos ramales, y sube de manera, que tal vez llegaremos pronto al nivel del suelo.....

—Sigamos adelante, dijo la Muerte de los Bravos.

Pero de repente, Marmouset se detuvo y apagó vivamente su antorcha.

—¡Silencio! murmuró en voz baja.

Polito se detuvo también a su vez diciendo:

—¡Que nadie se mueva!

En medio del profundo silencio que reinaba en aquellas catacumbas, un ruido extraño había llegado de pronto a oídos de Marmouset.

Pero no un ruido sordo y lejano como el que produjeran los primeros hundimientos, ni el fragor del viento y del suelo agitados.....

Aquel rumor, al principio indefinible, era el murmullo de voces humanas.

¿Eran acaso los policemen?

¿O bien algunos fenians que venían en busca del que habían prometido libertar?

Y a tiempo que Marmouset se hacía esta pregunta y recomendaba el silencio a sus compañeros, las voces se hicieron más distintas y una luz apareció en el fondo de aquel subterráneo.

Luego pudieron distinguir a un hombre que llevaba una linterna en la mano.

Y Marmouset, después de un momento de duda, llegando al fin a reconocer a aquel hombre, exclamó:

—¡Es Shoking!—¡Nos hemos salvado!

La cuerda del ahorcado

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