Читать книгу La cuerda del ahorcado - Ponson du Terrail - Страница 11

IX

Оглавление

Índice

Milon era intrépido y animoso, como ya sabemos, pero su valor era puramente físico, es decir, fundado en su fuerza muscular.

El pobre coloso, como todos los espíritus limitados, no sabía arrostrar el peligro sino cuando se daba de él cuenta.

De consiguiente tenía miedo de lo desconocido.

¿Qué podían ser aquellos puntos luminosos que brillaban en las tinieblas?

Milon se lo preguntaba y, no encontrando solución, sentía apoderarse de su ánimo un temor indefinible.

Rocambole se levantó y dio algunos pasos hacia adelante.

Los dos puntos luminosos no cambiaron de sitio.

Entonces Rocambole se adelantó más y dio dos palmadas.

Inmediatamente, los dos puntos de luz desaparecieron como por encanto.

—¡Imbécil! dijo Rocambole riéndose.

—¿Eh? exclamó el coloso sintiendo disminuir algún tanto su opresión.

—¿Sabes lo que es?

—No.

—Es un gato.

—¡Seré yo bestia!... dijo Milon.

—Un gato, amigo mío, añadió Rocambole, a quien debemos un voto de gracias.

—¿Por qué?

—¿No comprendes que, puesto que ha penetrado aquí, es que hay una salida cualquiera?

—¡Ah!... ¿creéis?.....

—¡Toma! estoy seguro. Una salida que podrá servirnos también a nosotros.

—A menos, observó Milon, que el pobre animal no haya sido sorprendido por el desplome al mismo tiempo que nosotros.

—Es imposible.

—¿Por qué? preguntó de nuevo Milon.

—Porque lo hubiéramos visto más pronto.

—¡Ah! es verdad.

—Y además, prosiguió Rocambole, ¿cómo puedes suponer que ese gato se encontrase en los subterráneos?

—¡Toma! ¿No nos hallamos nosotros?

—Sí, pero es porque hemos encontrado una entrada, que estaba tapiada hace muchos años.

—Entonces...

—Entonces voy a explicarte lo que ha debido suceder.

—Veamos, dijo Milon.

—Ese animal estaba encima de nosotros, en alguna cueva, en el momento de la explosión.

—Bien.

—La explosión ha debido producir alguna abertura, algún hundimiento que le ha hecho caer aquí, paralizado por el espanto violento que debe haber sentido.

—¡Ah! sí, es muy posible.

—De consiguiente, prosiguió Rocambole, vamos a ver si podemos irnos por donde él ha venido.

Y diciendo esto, sacó los fósforos y volvió a encender la antorcha.

—Ahora, busquemos con cuidado, añadió.

Y se puso a explorar atentamente su estrecha prisión.

Como ya sabemos, dos enormes peñascos cerraban la galería.

Rocambole, después de haberse orientado un instante, se dirigió hacia el que había caído detrás de ellos, que era precisamente el sitio por donde habían desaparecido los dos puntos luminosos.

La peña presentaba en su centro un ángulo saliente, que era sin duda donde el gato se había detenido.

Rocambole subió a aquella especie de repisa, y afirmándose en ella, levantó la cabeza.

Entonces vio un espacioso agujero, que la peña no permitía descubrir desde abajo, y que se abría en la bóveda de la galería.

—Sube, dijo a Milon.

Este se apresuró a obedecer y se colocó también en la parte saliente de la peña.

—Toma la antorcha, añadió Rocambole. Ya me la pasarás después.

Milon la tomó, y Rocambole, alzándose por las asperezas de la piedra, trepó con la ligereza de un clown sobre los robustos hombros del coloso, y la mitad de su cuerpo desapareció por el agujero.

—Ahora, dame la antorcha, gritó.

Milon lo hizo así, y llevó las dos manos para sostener mejor a Rocambole.

Este miró entonces hacia arriba y después a su frente, examinando bien aquel paraje, y vio delante de sí una nueva excavación que se prolongaba en el mismo sentido que la galería.

—Sostente bien, gritó de nuevo a Milon.

Y arrojó su antorcha en el agujero.

Luego, asiéndose a las salidas de la peña, dio un fuerte empuje con los pies sobre los hombros de Milon, a fin de tomar arranque, y se introdujo en la excavación superior.

La antorcha no se había apagado al caer y Rocambole se apresuró a recogerla.

—Espérame ahí un momento, dijo a Milon, voy a la descubierta.

Y se adelantó marchando con precaución y mirando atentamente a sus pies.

Un examen de algunos segundos, le bastó para saber dónde se hallaba.

Aquel sitio no era otra cosa que una de esas largas y espaciosas bodegas, que los fabricantes de cerveza de Londres poseen a orillas del Támesis.

El suelo de aquella cueva se había hundido en el momento de la explosión, pues la hendedura por donde había entrado Rocambole no existía antes seguramente.

Y aun era muy probable que el cervecero a quien pertenecía la bodega, no había sospechado jamás que se hallaba sobre un subterráneo.

Rocambole volvió a desandar lo andado, y se sentó en el borde del agujero, dejando colgar las piernas hacia fuera.

—Agárrate a uno de mis pies, dijo a Milon, y sube.

El gigante, que había permanecido inmóvil en la salida de la peña, se asió a una de las piernas de Rocambole, y este le levantó, desplegando la extraordinaria fuerza muscular que ocultaba bajo su apariencia delicada y casi débil.

Milon pudo alcanzar así el borde de aquella entrada, y ayudándose con pies y manos, pronto estuvo al lado de Rocambole.

Este le dijo entonces:

—Ahora, sigamos adelante, y de seguro acabaremos por encontrar una puerta.

La cueva formaba al principio un pasadizo estrecho, y al cabo de pocos pasos se ensanchaba considerablemente, pero se hallaba ocupada por una doble hilera de toneles.

—Continuemos avanzando, dijo Rocambole.

—Esperad, exclamó Milon.

—¿Qué es ello?

—Oigo un ruido sordo.....

Rocambole se detuvo y escuchó por algunos instantes.

—Sí, dijo, es el Támesis.

Y siguieron adelante, marchando siempre entre dos filas de toneles, hasta que empezaron a respirar un aire más vivo, lo que les hizo comprender que se acercaban a una salida.

El muro describía una ligera curva.

Dobláronla pues, y entonces Rocambole vio brillar de pronto a su frente una luz indecisa y blanquecina.

—Veo el cielo, dijo, o al menos la niebla.

Y siguieron avanzando, hasta que al fin Rocambole se detuvo y apagó la antorcha.

—¿Qué hacéis, capitán? preguntó Milon.

—Un acto de prudencia, respondió Rocambole.

—¡Ah!

—Estamos en una cueva que sirve de almacén de depósito.

—Así me lo parecía.

—Y este almacén tiene una puerta que se halla abierta a unos treinta pasos de nosotros, y por la cual se entreve el cielo.

—Bueno, ¿y qué?

—Que no tenemos necesidad de luz, y que es inútil el que nos vean desde afuera.

—Es verdad.

Rocambole se adelantó entonces resueltamente, y en fin llegaron a aquella puerta, cuyos dos postigos se hallaban abiertos.

Algunas luces brillaban acá y allá a través de la niebla, y el Támesis resonaba abajo.

Rocambole se detuvo en el dintel de la puerta, y avanzando la cabeza exclamó:

—¡Esta puerta es una ventana!

—¡Calla! es verdad! dijo Milon.

Efectivamente, las aguas del Támesis rasaban el pie del muro a unos veinte pies por bajo de la ventana y apenas si se veía a lo lejos la opuesta orilla.

Aquella ventana se encontraba a la altura del primer piso de una casa, cuyos cimientos se hallaban al nivel del lecho del río.

La ciudad de Londres no tiene muelles ni malecones, excepto en el paraje que la sirve de puerto.

Durante el reflujo o la marea baja, el Támesis deja al retirarse un espacio descubierto, cuya anchura varía entre diez o quince pies; pero durante la marea alta, todo ese espacio se halla cubierto, y las aguas del río vienen a batir los muros de las casas, cuyos primeros pisos sirven generalmente de almacenes.

—¿Qué hacer? dijo Milon.

—Si quieres romperte la cabeza, no tienes más que echarte desde aquí.

—Pero, no veo la necesidad de eso, dijo el coloso; buscando bien, tal vez encontraremos una cuerda.

—¿A qué propósito? dijo Rocambole.

—Digo... se me figura.....

—¿Qué hora es?

Milon llevaba su reloj, un reloj de repetición magnífico, que se apresuró a sacar, y que tocó al resorte.

—Las tres de la mañana, dijo.

—Pues bien, prosiguió Rocambole, dentro de una hora subirá la marea.

—¡Ah! ¿creéis?.....

—El agua llegará aquí a cierta altura, y entonces nos echaremos a nado.

Milon no respondió, pero exhaló un profundo suspiro.

Aquella última hora que le separaba aún de la libertad, le parecía demasiado larga.

Rocambole se echó a reír.

—Hace poco, le dijo, nos hallábamos presos en un subterráneo, con la agradable perspectiva de morir de hambre; y ahora que se aproxima el momento de nuestra libertad, y que aspiramos el aire libre, no estás contento.

—Tenéis razón, capitán, dijo Milon. Al fin acabaré por convencerme de que soy un bruto.

—Un poco de paciencia, amigo mío, repuso Rocambole. Y ahora, para que el tiempo te parezca menos largo, voy a continuar mi historia.

—¿Vais a confiarme el secreto del marido de Betzy-Justice?

—No, todavía no.

—¡Ah!

—Voy a hablarte primero de su ejecución.

—¿Habéis asistido a ella?

—Sin duda.

Y Rocambole se sentó en el borde de la ventana, donde Milon vino también a apoyarse echándose en ella de codos.

En tanto, las aguas del Támesis, rechazadas por la marea, empezaban a subir lentamente.....

La cuerda del ahorcado

Подняться наверх