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I

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Los hundimientos del subterráneo continuaban con mayor violencia.

La bóveda de la galería se desprendía acá y allá en pedazos enormes, que se deshacían al caer y cerraban todas las salidas.

El suelo rugía y temblaba sin interrupción.

Hubiérase creído presenciar uno de esos espantosos terremotos de las tierras volcánicas del Nuevo Mundo, que destruyen ciudades enteras.

Vanda había caído de rodillas, y elevaba sus plegarias al cielo.

Paulina, estrechamente enlazada a Polito, le decía:

—¡Al menos moriremos juntos!

Milon bramaba de furor y blandía sus puños enormes repitiendo:

—¡Ah! los infames fenians!... ¡Los miserables!

En cuanto a Marmouset, callado y sombrío, contemplaba a su jefe.

Rocambole permanecía de pie, tranquilo y con la frente erguida; y parecía esperar el fin de aquel cataclismo con la serenidad del hombre que no teme la muerte, y que por una especie de fanatismo heroico, no cree deber llegar hasta haber cumplido su misión sobre la tierra.

En fin, la conmoción cesó poco a poco; el ruido fue disminuyendo, y las piedras de la bóveda dejaron de caer.

—¡Adelante! dijo entonces Rocambole.

Vanda se levantó lanzando fuego por los ojos.

—¡Ah! exclamó, nos hemos salvado.

—Todavía no, respondió Rocambole. Pero sigamos adelante.

El subterráneo estaba obstruido por enormes pedazos de piedra, tierra y casquijo, desprendidos de la bóveda y de las paredes de la galería.

Sin embargo, Rocambole, ayudado por William y Milon, todos tres armados de piquetas, abrió paso entre aquellos escombros.

Sus demás compañeros, repuestos ya de su alarma, le seguían de cerca.

Así marcharon una centena de pasos.

Pero al cabo de ellos, Rocambole se detuvo de pronto.

Acababa de llamar su atención un objeto voluminoso que se hallaba a un lado de la galería.

Aquel objeto era un tonel.

Y este tonel estaba lleno de pólvora.

Era fácil convencerse examinando una mecha azufrada que salía de la espita aplicada al agujero del tonel, y que tendría medio pie de largo.

¿Qué hacía allí aquel barril?

¿Quién lo había puesto en aquel sitio?

¿Conocían por ventura los fenians aquel paso subterráneo?

Marmouset se había aproximado también, y así como su jefe, examinaba con asombro aquel barril, y parecía hacerse las mismas preguntas.

Vanda y los demás permanecían a cierta distancia.

Rocambole guardó silencio por algunos instantes y dijo al fin:

—Es imposible que los fenians hayan traído aquí este barril.

—¿Quién queréis que sea entonces, capitán? preguntó Marmouset.

Rocambole iba y venía alrededor del tonel y lo examinaba detenidamente.

En fin su frente pareció serenarse y la sonrisa volvió a sus labios.

—Amigos míos, dijo, en la época en que este barril ha sido trasportado aquí, ni nosotros ni nuestros padres habíamos nacido.

—¡Es posible! murmuró Marmouset.

—Esta pólvora tiene doscientos años, continuó Rocambole.

—¿Creéis?

—Ved el tonel, examinadlo. La madera está carcomida y se deshace al tocarla.

—Es verdad, dijo Marmouset.

—No toques a la mecha, añadió el jefe: está seca hasta un punto que se reduciría a polvo.

—Y esa pólvora, dijo Polito, que no había hecho grandes estudios en la materia, no debe ser peligrosa que digamos.

—¿Lo crees así?

Y al decir esto, Rocambole miró sonriéndose al pilluelo de París.

—¡Toma! exclamó Polito, una pólvora tan vieja debe estar aventada.

—Te engañas, hijo mío.

—¡Ah!

—Es diez veces más violenta que la pólvora nueva.

—¡Demonio! Entonces es necesario poner cuidado.

—¿En qué?

—En no acercar las luces.

—¿Por qué razón?

—¡Bah! ya lo sabéis!... ¡después de lo que nos acaba de suceder!.....

—Dejemos ahí esa pólvora y sigamos adelante, dijo Rocambole.

Y continuaron su camino.

—La galería bajaba, como sabemos, en rampa, y ya desde este punto, la pendiente se hacía cada vez más sensible.

Esto era una prueba de que se acercaban cada vez más al Támesis.

Pero de repente, Rocambole se detuvo de nuevo.

—¡Ah! exclamó, esto es lo que yo temía.

La galería subterránea estaba cerrada por un enorme peñasco que se había desprendido de la bóveda, y que formaba una puerta impracticable.

—¡Nos hallamos encerrados! murmuró Vanda acometida de un nuevo terror.

Rocambole no respondió y se quedó suspenso por algunos instantes.

Su última esperanza acababa de desvanecerse.

El camino estaba cerrado, y volver para atrás era igualmente imposible.

Y aun no siéndolo, hubiera sido además insensato, pues era exponerse a caer en manos de los agentes de policía, los cuales, pasado el primer momento de estupor, no dejarían de invadir aquellos subterráneos tan singularmente descubiertos, y cuya existencia había ignorado hasta entonces la generación actual.

—¡Vamos pues! dijo Rocambole después de algunos momentos de silencio, es necesario vencer o morir.

—Soy bastante fuerte, dijo Milon, pero no seré yo quien me encargue de empujar ese pequeño guijarro.

—Si se pudiera socavar..... observó Marmouset.

—¿Con qué? No tenemos las herramientas necesarias.

—Es verdad.

—Y además, es peña viva.....

—¡Ah! exclamó Vanda, ¡mi corazón me lo decía!..... estamos condenados a morir aquí.

—Es posible, dijo Rocambole.

Paulina se echó de nuevo en los brazos de Polito.

Pero este, al mismo tiempo que la estrechaba convulsivamente, le decía:

—No llores, amiga mía; el caso no es tan desesperado; ¿no ves la calma de ese hombre?....

En efecto, Rocambole estaba tan tranquilo en este momento, como si se encontrase aun en la sala del gobernador de Newgate.

—Marmouset, dijo en fin, y tú Milon, escuchadme.

—Decid, capitán.

—¿No oís un ruido sordo?

—Sí.

—Es el Támesis, que se halla a poca distancia de nosotros.

—En efecto, así parece, dijo Milon.

—Examinad ahora la bóveda de esta galería... ¿Veis? está abierta en la roca.

—Sí, en la peña viva, repuso Marmouset, y como el enorme trozo que se ha desprendido es de la misma materia, no hay medio de pasar adelante.

—Esperad, añadió Rocambole. Uno y otro habéis manejado comúnmente en vuestra vida las armas de fuego, ¿no es verdad?

—¡Pardiez! exclamó Marmouset.

—Pues bien, seguid con atención mi razonamiento. Supongamos dos cosas: la primera, que esta parte de la galería está muy cerca del Támesis.

—Eso es seguro, dijo Milon.

—Supongamos además que siendo como es de granito y siguiendo en línea recta, es como el cañon de un fusil.

—Bien, repuso Marmouset.

—Y que ese enorme peñon que tenemos delante y que nos cierra el camino, es un proyectil.

—¡Bah! empiezo a no comprender! dijo Milon.

—Dado pues el cañon y el proyectil, prosiguió Rocambole, no perdamos de vista que poseemos pólvora.

—¡Ah! ¿Queréis hacer saltar el peñon?

—No, pero quiero lanzarlo hacia adelante.

—¡Ah!

—Y empujarlo hasta el fin de la galería, de donde caerá al Támesis.

—Eso me parece difícil, repuso Marmouset.

—¿Por qué?

—Porque la pólvora, no encontrando cerrado el tubo por esta parte, no tendrá punto de apoyo, y todo lo que conseguiremos con una nueva explosión será ocasionar otro hundimiento que nos entierre vivos esta vez.

—Marmouset tiene razón, dijo Vanda.

—No tiene razón, dijo fríamente Rocambole, pues no hay inconveniente cuando se sabe obviarlo.

Todos le miraron con ansiedad.

Pero él, siempre tranquilo e impasible, continuó fríamente dirigiéndose a Marmouset:

—Encuentras que falta la fuerza de resistencia, ¿no es verdad?

—Sí, la fuerza de resistencia que la pólvora encuentra en la recámara de un cañon, y que la obliga a producir su expansión hacia adelante.

—Pues bien, nada hay más sencillo que obtener eso.

—¡Ah!

—Milon, tú y yo vamos a empujar el barril hasta aquí, y a aplicarlo contra el peñon, con la mecha hacia atrás, bien entendido.

—¿Y después? preguntó Marmouset.

—Después amontonaremos contra el barril todas las piedras y peñascos más pequeños que tenemos a mano, todos los materiales que se han desprendido de la galería.

—Y levantaremos así una especie de muralla detrás del barril, ¿no es verdad, capitán? dijo Milon.

—Efectivamente, y construiremos esa muralla seis veces más espesa que el peñasco que queremos desalojar.

—¿Y cuántas horas creéis que nos tomará semejante trabajo?

—Seis horas al menos.

—¡Oh! exclamó Vanda, es inútil. Antes de seis horas..... ¿qué digo? antes de una hora tal vez, estaremos perdidos sin remedio.

—¿Y por qué razón?

—Porque la policía y la tropa van a invadir los subterráneos.

Rocambole hizo un movimiento de impaciencia.

—Estáis en un error, dijo. En primer lugar, detrás de nosotros todo es ruinas, y ese impedimento que nos corta toda retirada, nos protege al mismo tiempo contra la policía. En segundo lugar, es más que probable que nos crean muertos.

—¡Ah, es un grano de anís, seis horas! dijo Milon desalentado.

Rocambole se echó a reír.

—¿Te parece demasiado tiempo? dijo.

—¡Toma!.....

—Pues bien, supón que el muro de que se trata está ya construido.

—Bien.

—Y que no queda más que hacer que poner fuego al barril.

—¿Y qué?

—Tendríamos que esperar forzosamente siete u ocho horas.

Y como todos le miraban sin que nadie pareciese comprenderlo:

—El ruido sordo y continuo que oímos, añadió, nos prueba que estamos cerca del Támesis.

—Sí, dijo Milon.

—Y es la hora de la marea: de consiguiente nos es necesario esperar a que haya bajado el río.

—¿Por qué?

—Porque el trozo de roca que tenemos a la vista, en vez de ser impulsado hacia adelante, encontrará una fuerza de resistencia invencible en la columna de aire que aprisiona el río, y que existirá hasta que haya descendido más abajo del orificio del subterráneo.

—Todo eso es exacto, dijo Marmouset, pero me queda aún una objeción.

—Veamos.

—¿Cómo pegaremos fuego al barril, luego que se halle encerrado entre el peñon y el terraplén que vamos a construir?

—Por medio de la mecha, que haremos pasar entre las piedras.

—Pero esa mecha es demasiado corta.

—La alargaremos con un trozo de cualquiera de nuestras camisas cortada en tiras.

—Ya me había ocurrido también esa idea; pero la mecha no podrá nunca ser tan larga como lo exige la seguridad del que la pegue fuego.

—Eso no te importa, dijo Rocambole.

—¿Eh? exclamó Marmouset.

—Una persona basta para poner fuego, y esa persona seré yo.

—¿Quién?... ¡vos! exclamaron a la vez Milon, Vanda y Marmouset.

—Yo, repitió tranquilamente Rocambole, sonriéndose de una manera desdeñosa. He sido y soy aún, según vosotros, vuestro jefe. En su consecuencia, cuando yo ordeno debéis obedecer. ¡Manos a la obra!

La cuerda del ahorcado

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