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V

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Al oír aquel grito, lanzado simultáneamente por Vanda, Marmouset y Shoking, hubiera podido creerse que acababan de descubrir los cadáveres mutilados de Rocambole y Milon.

Pero no era así sin embargo.

Lo que les había producido tan violenta impresión era el haber hallado cerrada por una enorme roca la entrada de la galería.

Ahora bien, aquella roca no podía ser la que, desde la sala circular, Marmouset y sus compañeros habían visto desplomarse detrás de Rocambole y Milon.

Era otro hundimiento casi a la salida del Támesis.

De consiguiente podía suponerse con fundamento que los desplomes que se habían efectuado detrás de los fugitivos continuaron delante de ellos, y que habían perecido entre las ruinas.

Por lo demás, había una manera segura de convencerse de ello.

Después de haber examinado las espesas yerbas que cubrían la entrada de la galería, Marmouset creyó haber adquirido la certeza de que nadie había pasado recientemente por aquel sitio.

Pero existía otro medio de comprobación mucho más elocuente.

A la hora de la marea alta, las aguas del Támesis invadían el subterráneo, ocupando un espacio de muchos metros; y luego, al retirarse, dejaban una espesa capa de cieno, la cual debía conservar necesariamente las huellas de Milon y de Rocambole.

Pero Marmouset buscó en vano el menor vestigio: en vano registró todo el suelo con ayuda de la linterna. Ningún pie humano había hollado recientemente aquel sitio.

Además, la peña desprendida de la bóveda estaba enteramente seca; lo que probaba evidentemente que su caída era posterior a la retirada de las aguas.

Vanda, Marmouset y Shoking se miraban pues con un temor indecible.

La duda no podía prolongarse por más tiempo.

O Rocambole y Milon habían perecido bajo aquel desplome a tiempo que huían; o bien habían quedado encerrados entre los dos peñascos que se desprendieron a cierta distancia uno de otro.

Esta última hipótesis era la única y suprema esperanza que Vanda podía conservar aún.

La pobre joven miraba a Marmouset, retorciéndose las manos con desesperación, y murmuraba sin cesar:

—¿Qué hacer? ¡Dios mío!... ¿qué hacer?

—¡Oh! por mi parte no lo sé tampoco, repuso Marmouset.

Pero de pronto tuvo una inspiración.

Entregó la linterna a Shoking y, aproximándose al peñon que cerraba la galería, se acostó por tierra casi debajo de él y aplicó el oído.

Vanda le contemplaba sin comprender bien lo que hacía.

Marmouset escuchaba.......

Escuchaba, sabiendo que ciertas piedras de materia calcárea poseen una sonoridad prodigiosa.

Esta experiencia se semejaba algún tanto a la del médico cuando asculta el pecho de un hombre que no da signo de vida, a fin de convencerse de que el corazón ha dado su último latido.

La ansiedad de los actores de esta escena acrecía por momentos, cuando de repente Marmouset levantó la cabeza, y su rostro pareció iluminarse.

—Oigo alguna cosa, dijo.

—¿Qué? preguntó Vanda con voz ahogada, y precipitándose hacia él.

—Oigo un ruido sordo y lejano, que se parece a veces al murmullo del agua que brota de un manantial, a veces a la voz humana.

Vanda apoyó a su vez el oído contra la peña.

—Yo también, dijo, oigo alguna cosa.

—¡Ah!

—Y no es, añadió con un gesto de alegría, el ruido del agua.

—¿Estáis segura?

—Sí, es una voz humana. Esperad....... esperad.......

Y Vanda siguió escuchando.

—Sí, añadió después de un momento de silencio, no es una sola voz, son dos. Y se aproximan....... ¡Ah!

Y Vanda arrojó un grito de alegría.

—¿Qué oís? preguntó con ansiedad Marmouset.

—Es la voz de Rocambole..... sí, no me equivoco, y la de Milon... la una clara y sonora, la otra grave y profunda.

Y después de decir esto, Vanda se puso a gritar:

—¡Capitán!..... Capitán!

—¡Silencio! dijo Marmouset.

Y como la joven le mirase con extrañeza:

—Esperad que me explique, dijo, y no gritéis inútilmente.

—¿Inútilmente?

Y Vanda, fuera de sí de alegría, contemplaba a Marmouset y parecía preguntarse si el joven no había perdido algún tanto el juicio.

Este, antes de responder, volvió a escuchar a su vez por algunos instantes, y después añadió:

—En efecto, tenéis razón.

—¡Ah!... ¿es verdaderamente la voz de nuestros amigos lo que hemos oído?

—Sí.

—Entonces.....

—Yo los he reconocido lo mismo que vos: no me queda duda.

—Y bien, ¿por qué os oponéis entonces a que los llame?..... ¿por qué no queréis que sepan?.....

—No sabrán nada, amiga mía.

—¡Ah!

—Por la sencilla razón de que no os oirán.

—Nosotros los oímos bien. Marmouset se echó a reír.

—No es la misma cosa, dijo.

—¿Por qué razón?

—Porque en el interior del subterráneo, y en un corto espacio cerrado por dos peñascos, los sonidos toman una intensidad que no puede existir aquí donde nos hallamos casi al aire libre.

Esta razón no tenía réplica.

Marmouset prosiguió:

—El rumor que llega hasta nosotros es el de dos personas que hablan. Esto me tranquiliza, porque si nuestros amigos estuvieran heridos, se quejarían.....

—Es verdad, dijo Vanda.

—Se hallan pues sanos y salvos.

—Sí, pero están presos en un lugar sin salida, y acabarán por morirse de hambre.

—Nosotros los libertaremos, dijo fríamente Marmouset.

—¿Cómo?

—¡Oh! repuso el joven, tranquilizaos. Ya comprendéis que no hay que pensar en emplear la pólvora.

—Ciertamente que no.

—Ni menos en zapar esa roca, cualesquiera que sean los instrumentos que poseamos. Sería inútil.

—¿Qué hacer entonces?

—Salgamos de aquí, volvamos a la lancha, tomemos a lo largo del Támesis..... y yo os lo diré.

Marmouset se expresaba con tal tranquilidad, que Vanda sintió renacer su esperanza.

En cuanto a Shoking, como ambos hablaban en francés, no había comprendido gran cosa.

Todo lo que hasta entonces sabía, era que su amo y Milon estaban vivos, puesto que se les oía hablar a través de la peña.

Marmouset volvió al barco y Vanda le siguió.

Shoking tomó de nuevo los remos, y Marmouset le dijo entonces en inglés:

—Gobierna hacia el centro del río, y mantén el barco en línea recta de la galería.

—Para eso, respondió Shoking, es necesario empezar por subir la corriente.

—Sea, dijo Marmouset.

—Después dejaré derivar el barco perpendicularmente hacia la entrada del subterráneo.

—Eso es, repuso Marmouset.

Y de pie, en la popa de la lancha, fijó obstinadamente la vista en la orilla izquierda del Támesis.

Vanda lo observaba sin comprenderlo.

La barca subió el río hasta el sitio llamado de los Monjes Negros, y ya allí, Shoking la hizo derivar.

Marmouset no perdía de vista ninguna de las casas viejas y ahumadas que orillan el Támesis por este paraje.

De repente pareció fijarse en una de ellas y la examinó con atención.

—Allí es, dijo.

—¿Qué? preguntó Vanda.

Pero Marmouset, en vez de contestarle, dijo perentoriamente a Shoking:

—Puedes ganar la orilla.

—¡Ah! exclamó Shoking.

Y los remos volvieron a caer en el agua.

Cinco minutos después, Marmouset saltaba en tierra, y seguido de sus compañeros, subía por Farringdon street.

—Pero, ¿adónde vamos? preguntó de nuevo Vanda.

—Seguídme, ya lo veréis.

La primera calle que se encuentra perpendicular a Farringdon, al subir de la orilla del Támesis, se llama Carl street.

Thames street es su continuación hacia el este.

Marmouset marchaba con paso tan rápido, que Vanda podía apenas seguirle.

Siguió por un corto espacio Carl street, y se detuvo de pronto delante de una casa, que era mucho más alta que las otras.

Aquella casa era la que había examinado desde el medio del Támesis.

—Ahora, dijo a Vanda, escuchadme con atención.

—Decid.....

—A menos que no me haya equivocado en mis cálculos, esta casa está precisamente encima de la galería subterránea.

—¡Ah!... ¿creéis?.....

—Y se encuentra entre los dos peñascos que encierran a Rocambole y Milon.

—¿Y bien?

—Esperad..... respondió Marmouset.

Y aproximándose a la puerta de aquella casa, llevando en la mano la linterna de Shoking, que había conservado, se puso a examinar detenidamente la puerta.

—Estaba seguro, dijo en fin.

—¿De qué? preguntó Vanda.

—Esta casa es la de un jefe fenian que llaman Farlane.—Mirad, su nombre está sobre la puerta:

Farlane Y Compañía.

—¿Y estáis seguro de que es un fenian?

—Sí.

Vanda miró cándidamente a Marmouset, como queriendo decirle:

—¡Diablo!... ¿seréis por ventura hechicero?

Marmouset se echó a reír.

—Escuchadme, dijo.

Y apagó la linterna, que entregó de seguida a Shoking.

La cuerda del ahorcado

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