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II

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Esta órden no tenía réplica para aquellos hombres acostumbrados toda su vida a seguir las inspiraciones de un jefe que había logrado fanatizarlos.

En cuanto a William y Polito se hallaban dominados por aquella situación extraña.

Además, la hora del peligro estaba lejos aún.

Así Marmouset se contentó con inclinarse hacia Milon, diciéndole al oído:

—Trabajemos en levantar el terraplén, y luego veremos.

—Eso es, repuso Milon.

Y se pusieron a la obra.

Ya sabemos que además de Marmouset, de Milon y de Vanda, de Polito y de Paulina, había además otras tres personas en el subterráneo.

Una de ellas era el marinero William, a quien había vencido en otro tiempo el Hombre gris.

Después, la Muerte de los Bravos, y en fin Juan el Carnicero, que un tiempo llamaron en el presidio Juan el Verdugo.

Estos no hubieran osado discutir, ni por un instante, una órden del jefe.

Rocambole hizo una seña, y los tres volvieron atrás en busca del barril de pólvora.

Milon los siguió inmediatamente.

El barril era muy pesado, pero empujado metódicamente por aquellos cuatro hombres, fue al fin arrancado del sitio que ocupaba hacía doscientos años.

Arrimáronlo pues a la peña, y lo volcaron al pie, dejando la mecha hacia atrás.

—Ahora, a construir el muro, dijo Rocambole.

Y consultó su reloj.

Todos llevaban antorchas encendidas.

Rocambole ordenó apagarlas, como ya lo habían hecho los tres que le habían ayudado a trasportar el barril.

—Una sola basta, añadió apoderándose de la que tenía Marmouset y entregándola a Paulina, que debía alternar con Vanda para alumbrar a los trabajadores.

—El capitán es precavido, murmuró Milon.

—Hace bien, respondió Marmouset en voz baja. Estamos obligados a permanecer aquí siete u ocho horas al menos, y si gastamos todas las antorchas a la vez, corremos el riesgo de quedarnos en tinieblas.

En seguida, dando Rocambole el ejemplo, todos pusieron manos a la obra.

Los peñascos y escombros esparcidos acá y allá, fueron trasportados por los compañeros de Rocambole, y a medida que llegaban, este y Milon, haciendo el oficio de albañiles, los iban colocando, igualándolos con sus piquetas en caso de necesidad, y afirmándolos con tierra y casquijo.

El muro subía poco a poco.

Cuando llegó a dos pies del suelo, tomaron la mecha con precaución y la alargaron añadiendo la camisa de algodón de Juan el Carnicero, cortada en tiras muy delgadas.

Después la hicieron pasar por encima del muro, dejándola colgar hacia fuera.

Rocambole dispuso alrededor de ella varias piedras pequeñas, formando así en todo el espesor del muro un estrecho agujero semejante al oído de un cañon.

Hecho esto, y protegida así perfectamente la mecha, continuaron con grande actividad el muro.

Cada uno traía a toda prisa su piedra, y la muralla iba subiendo, subiendo... más rápidamente de lo que habían creído.

Cuatro horas después, tocaba ya a lo alto de la bóveda.

De este modo, quedó encerrado el barril de pólvora entre el peñon que obstruía el subterráneo y el muro o terraplén que acababan de construir, y que tendría diez o doce pies de espesor.

Según los cálculos de Rocambole, debía tener una fuerza de resistencia triple de la del peñasco.

Concluido todo, Rocambole consultó su reloj.

—¿Ha llegado el momento? preguntó Milon.

—No, todavía no, repuso Rocambole.

—Sin embargo hay un buen trozo de tiempo que trabajamos.

—Cuatro horas solamente.

—¡Ah!

—Y la marea no ha bajado todavía.

Milon suspiró y guardó silencio por algunos instantes.

—¿Cuánto tiempo nos queda? dijo en fin.

—Tres horas.

—¡Ah! en ese caso los policemen tienen tiempo de venir.....

—Es de esperar que no vengan, dijo Rocambole con calma.

Y se sentó en una de las piedras que habían quedado sin empleo en medio de la galería.

Todos sus compañeros lo rodearon en seguida.

—Prestadme ahora atención, dijo, y preparaos a obedecerme sin discutir mis órdenes.

A estas palabras se siguió un profundo silencio. Hubiérase podido oír volar una mosca en el subterráneo.

Rocambole prosiguió:

—Creo firmemente que lograremos salir de aquí. Sin embargo, puedo engañarme en mis cálculos.

—No me lo parece, dijo Marmouset.

—Ni a mí tampoco, pero en fin es necesario suponerlo todo.

—Bueno, murmuró Milon.

—Si no podemos lanzar el peñasco hacia el río, dirigiendo así la fuerza de proyección al aire libre, estamos expuestos a un nuevo hundimiento.

—Y entonces, dijo Vanda, pereceremos todos bajo los escombros.

—Tal vez sí y tal vez no, repuso Rocambole.

Y sonriéndose tristemente, añadió:

—Cuando llegue la hora de poner fuego a la mecha, os iréis todos al otro extremo del subterráneo, y no os detendréis hasta llegar a la sala circular donde nos esperaba esta joven.

Y designó a Paulina con el gesto.

—Pero, ¿y vos, capitán?

—No se trata de mí ahora. Os hablo y debéis escucharme.

Estas palabras fueron pronunciadas con tono duro e imperioso, y todos bajaron la cabeza.

—La explosión tendrá lugar, continuó. Entonces, una de dos cosas: o el peñasco será violentamente lanzado hacia adelante, como una bala de cañon.......

—O seremos todos aplastados, añadió Marmouset.

—Vosotros no; yo solo.

—Eso es precisamente lo que no queremos, dijo Vanda.

—Pero eso es absolutamente lo que yo quiero.

—Hay sin embargo una cosa muy sencilla, murmuró Milon.

—¿Cuál?

—Echar a la suerte el que debe pegar fuego.

—Tienes razón en apariencia, dijo Rocambole.

—Ya veis...

—Pero no la tienes en realidad.

—¿Por qué? preguntó Milon.

—Porque si se arruina esta parte de la galería, todo camino quedará cerrado para los que se hallen en la sala circular.

—Bien, pero.....

—La fuga será imposible, todos caerán en manos de la policía, y si yo me hallo entre ellos seré ahorcado. Ahora bien, morir por morir, prefiero morir aquí.

Este razonamiento era tan lógico, que nadie replicó una palabra.

—Vosotros, por el contrario, prosiguió Rocambole, no sois culpables, ni estáis incriminados; y aun admitiendo que en el primer momento os pongan presos, no os costará trabajo alcanzar la libertad.

—¿Quién sabe? dijo Milon.

—Conozco la ley inglesa, repuso Rocambole, y estoy seguro de lo que digo.

—¿Y qué nos importan la vida y la libertad si vos morís? exclamó Vanda.

—Continuaréis mi obra, dijo fríamente Rocambole.

Milon se engañó sobre el sentido de estas palabras.

—¡Ah! no!... lo que es eso, no! dijo con cólera, basta con lo hecho por los fenians... por esos miserables que son causa.....

—¡Silencio! Milon; basta de necedades! dijo Rocambole con acento imperioso.

Y volviéndose a Vanda, añadió:

—Tú, escúchame.

—Decid.

—Si la hipótesis de que hablo llega a realizarse; si quedo enterrado en estas ruinas, y si vosotros lográis salir de aquí, presos o no; tan luego como seas dueña de tus acciones, te pondrás inmediatamente en busca de miss Ellen.

—Se halla en el vapor que nos espera a la salida del subterráneo.

—Ya lo sé. Pero como no puede esperarnos indefinidamente, la buscarás donde quiera que se halle.

—Bien, ¿y qué haré!

—Iréis juntas a Rotherhithe, al otro lado del Támesis, cerca del túnel.

—Bueno, repuso de nuevo Vanda.

—Allí buscaréis Adam street, una callejuela estrecha y sombría que os haréis indicar, y entraréis en la casa señalada con el número 17.

—Muy bien.

—En el tercer piso de esa casa vive una pobre vieja que llaman Betzy-Justice. Procurarás hablarla, y le presentarás esto.

Y Rocambole sacó al mismo tiempo una pequeña medalla de plata que llevaba suspendida al cuello con un cordón de seda.

—¿Y después? preguntó Vanda.

—Entonces Betzy-Justice te dará unos papeles.

—¡Ah! ¿y deberé leerlos?

—Sí, y por ellos sabréis, tú y mis demás compañeros, lo que os queda que hacer.

—Está bien, dijo Vanda.

Rocambole consultó de nuevo la hora.

—¿Qué día del mes es hoy? preguntó.

—El 14, respondió Marmouset.

El jefe pareció reflexionar por algunos instantes.

—Me había engañado, dijo en fin; la marea avanza hoy una hora.

—¡Ah!

—Y en este momento debe ya estar libre el orificio de la galería.

—Entonces..... ¿ha llegado el momento? preguntó Vanda temblando.

—Dentro de diez minutos.

Milon se arrojó entonces a los pies de Rocambole.

—Capitán, dijo, en nombre de Dios concededme una gracia.

—Habla.

—Permitidme permanecer a vuestro lado.

—Sea, dijo Rocambole.

Milon lanzó un grito de alegría.

Entonces el jefe se acercó a Vanda y la estrechó afectuosamente entre sus brazos, y luego abrazó sucesivamente a cada uno de sus compañeros.

—¡Ahora, alejaos! dijo.

Y todos obedecieron.

Vanda se alejó también, pero volviéndose a cada paso.

—¡Más de prisa! gritó Rocambole.

Después, cuando todos desaparecieron a lo lejos, se volvió a Milon y le dijo:

—¿Estás pronto?

—Ahora y siempre, respondió el coloso.

—¿No tienes repugnancia en ir de este modo a la eternidad?

—Con vos, ninguna.

—Está bien. En ese caso..... ¡en camino!

Y diciendo esto, Rocambole aproximó la antorcha a la mecha y la pegó fuego.

En seguida se cruzó de brazos y esperó.

Milon permaneció tan impasible como él.

Y la mecha en tanto ardía lentamente, y el fuego llegaba ya al muro que la separaba del barril...

La cuerda del ahorcado

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