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Curcio, historiador y escritor

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Es tradicional considerar la obra de Curcio como una historia novelesca y, de acuerdo con ello, no otorgar a su autor más credibilidad que la que se puede otorgar al autor de una obra de este tipo. Pero, aun reconociendo que hay en la Historia de Alejandro Magno una narración pletórica de rasgos novelescos, no se le puede negar a su autor un sincero deseo de estar bien informado (como él mismo dice en diversos pasajes de su obra), aunque en más de una ocasión se deja llevar de la credulidad a la hora de transmitir lo que las fuentes le ofrecen y se le pueden aplicar a él los reproches que él dirige a otros historiadores. Veamos algunos testimonios que acreditan su fidelidad a las fuentes: «pero, aun suponiendo que su discurso [= el de los escitas] puede ser menospreciado, no debe serlo nuestra fidelidad histórica y expondremos, sin alterarlo lo más mínimo, lo que la tradición nos ha legado» 164 ; «la verdad es que yo transcribo más cosas que las que en realidad creo, pues ni puedo afirmar cosas de las que dudo ni pasar por alto las que me han sido transmitidas» 165 ; (después de rechazar el testimonio ofrecido por Clitarco y Timágenes y de seguir el de Ptolomeo): «¡tan grande fue la despreocupación o —lo que es un defecto tan grave como éste— la credulidad de los que recogieron los documentos de la historia antigua!» 166 ; «algunos han creído que esta división de las provincias había sido ya fijada por Alejandro en su testamento, pero nosotros hemos comprobado que esta noticia, aunque mantenida por algunos autores, carece de fundamento» 167 ; etc.

Es incluso comprobable que Curcio es menos crédulo que otros historiadores de Alejandro, cosa que se puede ver a propósito de algún pasaje concreto, como, por ejemplo, la leyenda según la cual Alejandro había hecho encerrar a Lisímaco con un león 168 ; o la actitud mostrada por nuestro historiador con ocasión del descubrimiento de una fuente de agua en la propia tienda del rey: Curcio dice claramente 169 que la noticia de que hubiera surgido milagrosamente de repente era falsa, mientras que tanto Arriano 170 como Plutarco 171 dan por descontado que el descubrimiento de la misma fue maravilloso. En el asalto a la plaza fuerte de los sudracas, Curcio 172 cuenta la gesta de Alejandro en términos épicos pero en un tono de credibilidad total, conocido el carácter y la manera de ser de Alejandro, quien, tras dar muerte a tres atacantes y dentro como está, él solo, de la misma plaza fuerte, se encuentra a merced del enemigo (situación de la que le salvan Peucestes, Timeo, Leonnato y Arístono); pero Justino 173 , por ejemplo, habla de miles de enemigos a los que puso en fuga o dio muerte. Otras veces se mofa de la credulidad, por ejemplo de los griegos, a la hora de admitir una fábula legendaria 174 .

Es verdad que en Curcio encontramos numerosas inexactitudes y errores de todo tipo (de los que hemos procurado dejar constancia y rectificación en las Notas a la traducción): algunos Curcio los comparte con sus fuentes y otros son de responsabilidad personal 175 . Por ejemplo, entre los errores geográficos, con la denominación «Rubrum mare» alude tanto al golfo Pérsico como al mar Arábigo o al océano Índico 176 ; con el nombre de «Tanais» designa al río Don y al Sir Daria 177 ; con el de «Cáucaso» designa tanto al auténtico Cáucaso como al Parapámiso 178 ; según nuestro autor, el Asia Menor tiene casi el aspecto de una isla 179 ; confunde el mar Caspio con el Negro 180 ; y el río Lico con el Meandro 181 ; etc.

A los errores geográficos habría que añadir errores cronológicos e históricos 182 , pero estos errores, importantes para nuestra mentalidad moderna, no tenían la menor importancia para los antiguos (errores parecidos los encontramos en la mayor parte de los historiadores griegos y romanos) pues, como dice Giacone 183 , los antiguos no conocían bien ni la historia ni la geografía.

Pero sus defectos y errores no empañan los méritos de Curcio como historiador, siendo el principal de ellos (como hemos señalado más arriba) su deseo de estar bien informado y de llegar a la verdad, presentando como rumores y noticias sin confirmar datos cuya veracidad no ha podido constatar. Incluso, a veces, ofrece una información que otros historiadores de Alejandro no precisan, presenta correctamente un nombre que otros autores ofrecen equivocadamente 184 , y hasta se puede afirmar que la narración de Curcio muchas veces es más precisa y exacta, por ejemplo, que la del mismo Arriano 185 . G. Radet en diversos trabajos 186 ha defendido calurosamente a nuestro historiador como autor veraz y fiable.

Pero donde Curcio encuentra elogios prácticamente generales es en su faceta de escritor, por su dominio de la técnica narrativa, la habilidad para mantener sin decaimientos la atención del lector y el sabio empleo de todos los recursos retóricos, destacando en la pintura de caracteres de los personajes de la acción; fundamental, en este campo, es el retrato que Curcio, a lo largo de su narración, nos va trazando del héroe: indomable, ambicioso, vengador de los griegos, pertinaz y constante en las empresas, conocedor de los gustos y aficiones de sus soldados, desprendido ante las riquezas y el dinero, buscador incansable de la fama, confiado en sus amigos, orgulloso ante el enemigo, altanero ante la provocación, caballeresco con las damas, supersticioso ante la adversidad, sensible ante la muerte de sus compañeros; es decir, encarnando en su persona todas las cualidades y defectos de un héroe épico; pero, a partir de su llegada a Babilonia 187 y, sobre todo, a partir del incendio de Persépolis 188 , aparece cada vez más como un déspota oriental, enfrentado a los macedonios de viejo cuño, indefenso ante los ataques (cada vez más frecuentes y cada vez más violentos) de la cólera, víctima del vino, juguete de la Fortuna que, a puro de mostrársele favorable, acaba por arrastrarlo a la perdición, matando a sus amigos y generales más prestigiosos y convirtiéndose en juguete de su propia gloria.

Y, frente a él, el antihéroe Darío, de buen corazón y nobles sentimientos, mal estratego pero buen monarca, que una y otra vez se levanta tras la derrota y vuelve a presentar batalla cuando los intentos de paz han fracasado; enamorado de su esposa y padre amantísimo de sus hijos; incapaz de infligir un desprecio a su guardia a pesar de que sospecha que le va a traicionar; confiado, hasta el final, en unos generales que le pagan con la traición.

Y, junto a Alejandro y Darío, esa larga serie de personajes que jalonan la marcha de esta historia: médicos abnegados como Filipo, que exponen su vida por salvar la del rey; generales beneméritos, como Clito o Parmenión, que caen víctimas de la intemperancia del rey o de la razón de Estado; mujeres intrigantes que, en aras del despecho, de la venganza o de la ambición, consiguen que se pegue fuego a la capital de Persia, como Tais, o asesinan a sus maridos, como la mujer de Espitamenes; muchachas que, con su belleza y sus modales, cautivan el corazón del rey, como Roxana; enemigos esbeltos y aguerridos, hechos a la altura de la grandeza del héroe, como Poro; amigos y compañeros que, duros y bravos en el combate, comparten con Alejandro alegre y ruidosamente la mesa y las copas, como Ptolomeo y Leonnato y Peucestes y Atalo; y todos ellos (y, con ellos, los miles de soldados del ejército) llevados y traídos de un lugar a otro, de una nación a otra, de un combate a otro combate y de la patria Macedonia a los confines del mundo; un ejército que unas veces —las más— se doblega y obedece y otras se rebela y solivianta.

Y todo ello en una narración, a veces, discursiva, lenta y reiterativa pero, por lo general, viva y emocionante, bien sazonada (y ahí están, para demostrarlo, los abundantes discursos del texto) con las mejores galas de la más pura retórica. La historiografía helenística, con su tendencia a las digresiones, lo maravilloso, lo novelesco, encontró en nuestro autor un seguidor fiel y un buen representante del género. No es extraño que una obra adornada con todas las cualidades que pueden exigírsele para ser amena y entretenida tuviera el éxito que la de Curcio tuvo en muchos momentos de la historia y hasta que, en alguna ocasión, se le adjudicaran cualidades terapéuticas: como cuenta E. Paratore 189 , Alfonso el Magnánimo de Aragón curó de una fuerte fiebre escuchando la lectura de un capítulo de Curcio; y es que, a fin de cuentas, algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Historia de Alejandro Magno

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