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La visión oceánica

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Cuando miramos el mar y pensamos «estoy viendo el mar», lo que realmente estamos viendo no es el mar, sino su superficie. No vemos las corrientes, los fondos, las playas, la vida desbordante en su seno, la luz filtrada traspasando las aguas, los corales, las algas y el plancton, los médanos, las ensenadas, las innumerables orillas, las extensiones desconocidas, las fosas, las tempestades, las rías ni las grandes llanuras heladas.

Igualmente, cuando miramos lo que llamamos mundo no estamos viendo el mundo. Al observar el cielo, una silla, una roca o el libro que sostenemos entre las manos, lo que captamos es la capa externa de todas esas cosas. Si pudiéramos alcanzar más allá descubriríamos una infinita corriente vital. Repararíamos en las moléculas, en los átomos en movimiento y en las partículas elementales que conforman cada átomo interrelacionándose para engendrar algo intensamente vivo; oiríamos un fragor; sentiríamos una imperiosa corriente de energía; presenciaríamos un enorme espacio vacío entre todo ello. Y, aun así, no estaríamos asistiendo a lo que es si obviáramos la innombrable presencia de una realidad inasible más allá de la materia.

Por motivos similares, cuando miramos a una persona y pensamos «estoy viendo una persona» lo que vemos es un cuerpo, un rostro, una raza, un género, una expresión, una edad. No es por casualidad que la palabra persona provenga del griego máscara —«prósõpon»—. En la antigüedad los actores actuaban ocultándose el rostro con una careta a través de la cual hablaban. «Per» significa ‘a través’, «sona» significa ‘sonido’. La fuente del sonido no es la máscara, sino algo mucho más profundo e invisible oculto tras ella. La persona es la forma que cubre el indescifrable Ser existente detrás. La personalidad y el cuerpo son la máscara, la rígida expresión.

Mas lo que principalmente vemos al relacionarnos con un semejante es nuestra propia atracción, rechazo o indiferencia hacia él, nuestra reacción hacia su rostro, nuestro acuerdo o desacuerdo con lo que dice, nuestra opinión. Todo ello viene dado por una experiencia previa, por una educación, por un entorno, por una programación. En caso de que lo conozcamos, tendremos en mente una biografía parcial, una pequeña historia, consideraremos su manera de comportarse en el pasado y cómo creemos lo hará en el futuro. Probablemente, sea de manera consciente o inconsciente, juzguemos esos supuestos actos. En ese preciso instante hemos dejado de verlo, porque lo hemos sustituido por un cúmulo de impresiones. Sobre ese ser se ha superpuesto una proyección elaborada por quien lo mira. Una vez fabricada dicha proyección, no es raro que la apuntalemos con un nuevo conjunto de valoraciones y así acabemos creyendo en su verosimilitud. Inmediatamente la volvemos a proyectar, los ojos la confirman y así queda refrendada.

Cuando presenciamos el mar, un objeto o a un semejante, no estamos presenciando el mar, el objeto ni a ese semejante. Sin embargo, a la superficie del mar la llamamos «mar», a nuestras opiniones sobre alguien las llamamos «semejante», y a nuestra idea del mundo la llamamos «mundo». Cuando nos encontramos frente al océano, no estamos asistiendo al océano, sino a nuestra idea de océano. Cuando hablamos con un semejante, no estamos hablando con un semejante, sino con nuestra idea de él. Cuando afrontamos cualesquiera circunstancias, estamos afrontando nuestra interpretación de ellas. Cuando actuamos en el mundo estamos actuando sobre nuestra percepción.

Nunca actuamos sobre la realidad, sino sobre nuestra idea de la realidad. Cómo la hayamos forjado determinará nuestra noción del entorno y por ende nuestra manera de actuar sobre él.

Lo que llamamos mundo, pues, es el conjunto de nuestras ideas, un grupo de pequeños conceptos cerrados, una colección de objetos mentales, un ámbito infinito convertido en un esquema estático y severamente limitado. En ese trueque nos perdemos la maravillosa inmensidad, tanto material como incorpórea, oculta detrás. El mundo que percibimos no existe. Aquello que existe es algo mucho más vasto, mágico e insondable.

¿Cómo acceder a él? El primer paso es sencillo. Consiste en recordar que tras la superficie existe el fondo. Eso es suficiente para comenzar a ver. Haz la prueba, y observa si todo no comienza a conocerse de una manera asombrosamente distinta.

El Alfabeto del Silencio

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