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El final 6

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Ya me estaban acorralando otra vez. Apresurándome, entré en un callejón abierto a mi izquierda. Un muro cubierto por enormes pintadas cegaba el paso. Me di la vuelta mientras notaba mi respiración agitarse al ritmo enloquecido del corazón.

Los oí acercarse tras el recodo. Debían ser al menos cinco. Vi unos cuantos contenedores de basura renegridos, con las tapas abiertas, e instintivamente me oculté tras ellos quedando paralizado como una liebre deslumbrada por los faros de un coche. Una vez allí alcancé a pensar que era un escondite demasiado obvio. Un poco más lejos, en una esquina, vi la trampilla de una carbonera. Salté dentro y cerré la tapa. Durante un instante inverosímilmente largo mi respiración se suspendió. Pude escuchar las voces hoscas, las maldiciones, los insultos y las promesas vengativas mientras me buscaban bajo los coches aparcados, en los vanos de entrada a los almacenes, entre los cubos. Finalmente, oí el chasqueo de un escupitajo lanzado con rabia al suelo mientras se alejaban.

Recuperé el aliento poco a poco. Dejé pasar mucho tiempo. Salí con prudencia colocando un brazo en alto para protegerme la frente y los ojos como si algo fuera a caerme encima. El cielo ya clareaba en el rectángulo formado por las cimas de los rascacielos. Fui recorriendo los cuarenta metros de la callejuela, al principio lentamente, después a paso casi normal.

No había nadie en la avenida central como cualquier domingo a esas horas. Avancé sintiendo el cuerpo más ligero, con la sensación de haber hecho un gran esfuerzo. Cuando ya tomaba una respiración profunda de alivio noté un dolor punzante en el cuello. Me arrebataron un brazo y me lo doblaron sobre la espalda. Me llegó un aliento a tabaco y cerveza.

Pude elaborar una disculpa. Quise justificarme, pedir una tregua, proponer algo de tiempo. Un tirón más fuerte intensificó el dolor. De mi garganta salió un rezongo seco, el salvaje latido del corazón se detuvo bruscamente y un sudor frío me recorrió todo el cuerpo.

—Esta vez no te escapas. Estás perdido, no puedes hacer nada —oí.

Casi pude ver mi propio rostro paralizado en un gesto de pánico. Quedé suspendido ante la indudable perspectiva del final. Entonces, súbitamente, respiré tranquilo. Sonreí. La insoportable tensión en la espalda y la mandíbula se aflojaron al instante.

—Sí, puedo despertar —contesté, tras una pausa aliviada.

Entonces desperté.

El Alfabeto del Silencio

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