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El plan de Catalina era imperfecto. La llama es todavía pequeña para arreglarse sola entre las piedras. Coquena es bueno con los animales sueltos, pero Julián no puede fiarse. Al fin y al cabo, no sabe de él más que las cosas que se dicen por ahí. Lo que él ha visto con sus ojos es animales muertos en lo alto de los cerros. Abandonados o perdidos. De eso puede dar fe. Se quedará con su llama hasta que la familia regrese. Ya verá su prima todo lo hombre que puede llegar a ser.

Lleva media hora de marcha cuando se escuchan las primeras voces. Sus padres han salido a buscarlo. Pastor y llama han ganado altura y distancia. Es noche de luna nueva. Hasta aquí, no han sentido miedo. Son dos cachorros que se sienten crecer en la subida. Pero ahora que los llamados se multiplican por el eco, Julián está asustado. Ya no puede reconocer las voces que lo nombran. La de su padre es una más entre otras voces de hombre. Todas parecen rebotar contra las piedras y explotar a sus pies. La de su madre es una más entre otras voces de mujer. También éstas rebotan, pero con algo más de vida; vuelven a rebotar y una vez más y solo desaparecen cuando el cansancio las agota.

Julián siente miedo del eco. Es la primera señal que ha recibido de la noche en la montaña. Sabe que habrá otras. Los cerros tienen su propia vida y no les gusta que los molesten una vez que se han tragado al sol.

Siente miedo de quienes salieron a buscarlo. Apura el paso. Quiere ganar la falda opuesta del cerro, donde cree que ya no se escucharán los gritos. Bartolina parece alegre con el apuro de su amo. Más tarde se sentirá agotada, se sentirá feliz. Más tarde se echará sobre el terreno duro, bajo la sola luz de las estrellas, a esperar que la tierra vuelva a parir el sol. Entonces, Julián se echará al lado suyo, buscará el calor de su lana contra la piel. Aunque sean unos pocos minutos, una hora, tal vez, los dos se quedarán dormidos y dormirán sin sueños.

Más que nada

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