Читать книгу Más que nada - Raúl Tamargo - Страница 12

.8.

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Esta mañana no hubo gallos. Ni cerca ni lejos. A Julián lo despierta la luz. Piensa que es la primera vez que se despierta por los ojos y no por los oídos.

—¿Y qué te ha despertado a vos?— le pregunta a su compañera.

Ella tiene los ojos bien abiertos, grandes. Seguro lleva mucho tiempo despierta. Se mantiene quieta hasta que el muchacho se despereza y se levanta. Entonces, en un solo movimiento, deja de mirarlo y se para sobre las cuatro patas. Corre unos metros, se detiene, gira, y vuelve a mirar a su amo. Algo quiere decirme, piensa él.

—¿Es tarde?— le pregunta.

Es tarde. Sin embargo, el sol todavía no ha llegado a lo alto. Solo ilumina hacia el oeste. Esta falda del cerro continúa en las sombras. Hace frío. Bartolina siente hambre. Come. Julián siente hambre. No tiene qué comer. Piensa que el animal le lleva ventaja en eso. Bajan una pequeña cuesta. Suben otra, siempre en la dirección del oeste. Hacen la misma ruta que hace el sol. También el sol sube y baja, pero con menos esfuerzo. Llegan al punto más alto, desde donde es posible ver el pueblo, pero también escaparse, si es necesario. Julián se sienta y obliga a Bartolina a hacer lo mismo. El animal es dócil. El muchacho piensa que su hermana, la otra Bartolina, seguro saldrá rebelde. ¿O no protesta a cada rato?

Así sentados, como están, si alguien los viera, los confundiría con una tola o una roca. Pero en el pueblo no hay nadie que pueda verlos. En el pueblo no hay nadie. Al menos, eso parece si es que el humo que lo envuelve no engaña la vista de Julián. Hacia el norte, hay varios campos chamuscados. Salen hilos de humo que el viento trae para este lado y desparrama sobre las casas. Hacia el sur, al otro lado del río, un sembradío está en llamas. Un hombre corre. El humo lo tapa ahora, pero un minuto más tarde, vuelve a verse su paso ligero por el camino grande y otra vez el fuego alto. Julián está muy lejos de la escena. Sin embargo, le parece sentir el calor de las llamaradas. Es raro, piensa, pero ha de ser verdad. Es que ahora que el humo ha vuelto a cubrir todo, siente frío.

El viento trata a la humareda como si fuera un animal arisco. Lo golpea. Puro empujón para que se encamine hacia Jujuy. Entre empujón y empujón, se ven el fuego, el hombre que ahora se junta, en el camino, con otros más, y el pedazo de algún techo que no se llega a reconocer. Julián busca, con la mirada, su casa, el patio trasero, el corral. Sabe que no será capaz de ver hasta que el viento arriero no abandone su trabajo. También sabe que seguirá soplando todavía después de que los campos hayan consumido su pasto y sus sembrados.

Ya no hay fuego en el norte. Solamente campos negros. Hilos de humo cada vez más pequeños. Ya no tapan por completo la vista del pueblo. Puede verse la plaza desierta. El boliche de Tomás. La casa del tío Lucio. Un granero convertido en chimenea. Más arriba, hacia el oeste, una familia entera trepando como cabras, con las espaldas cargadas de bultos. De este otro lado, camino de Coctaca, doce llamas adelante, seis personas atrás. Pronto se pierden detrás de una curva.

Julián no necesita relojes para saber que ha pasado mucho tiempo. El hambre que sentía al despertarse se fue apagando para encenderse, ahora, con más furia. ¿Qué ha hecho Bartolina en todas estas horas? Comer, andar, mirar al muchacho, de vez en cuando, para medir la distancia que los separa.

—¡Lina!

Y Lina corre hacia él y se deja acariciar. Entonces, Julián oye el último eco de su grito y se arrepiente. Tal vez lo escuche alguien allá abajo y le vaya con el cuento a Ciriaco, si es que aun no se ha ido. Puede sentir la soledad en el silencio del valle, pero hay cosas que se sienten con más fuerza. El miedo de resultar descubierto y de que su amiga se convierta en carne para el guiso. Eso se siente con tanta fuerza como la que ahora empeña Julián para voltear al animal y hacerlo rodar unos metros abajo, hacia el este, donde ya no es posible que lo vean desde el pueblo. Ella lo mira sorprendida, se reincorpora y corre más abajo todavía. Desde esa distancia, vuelve a mirarlo. Julián no sabe si es juego o desafío.

El hambre se siente con más fuerza. Ataca por la panza, luego se va y vuelve a aparecer hasta morder en la garganta. Habrá que pensar un plan. Habrá que bajar hasta los bordes del pueblo y esperar, como un gato, el momento justo para asaltar una despensa, una cocina. Será mejor la hora del atardecer, cuando las sombras se asemejan todas entre sí. Aunque si el pueblo está, como parece, abandonado, da lo mismo bajar más tarde o más temprano.

Julián retoma la posición del mirador. El humo ha desaparecido. Nadie en las calles ni en el camino grande. Tampoco en los senderos de los cerros. Es hora de bajar.

Más que nada

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