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El aire está ahora más brillante, los colores más firmes, el pensamiento más claro. Tres dolores tironean de Julián. El primero, el que lo ha dejado en el lugar en que se encuentra, es el de imaginar que su nueva compañera podría morir.

El segundo dolor es de naturaleza más extraña porque parece ir en el camino contrario. ¿Por qué sus padres no han removido cada piedra de los cerros hasta encontrarlo? ¿Eso habría deseado, aun al precio de tener que entregar a Bartolina? Hay dolores que no pueden entenderse y es mejor dejarlos que hagan su trabajo. Julián sabe que su padre habría cumplido la promesa de charquear a la llama. Julián no sabe que el general habría cumplido la promesa de fusilar a quienes desobedecieran sus órdenes. Nosotros no sabemos si Lorenza y Ciriaco encomendaron a Coquena la buena salud de su muchacho. Solo sabemos que no están en la casa ni en el pueblo.

El tercero de los dolores que tironean de Julián es simple y fácil de aliviar: el hambre. Aunque tal vez, en un pueblo abandonado no resulte sencillo conseguir un trozo de pan o de queso. Tal vez Julián tenga que entrar a una casa más, y a otra, hasta comprobar que se han llevado todas las reservas. Tal vez deba pensar que las casas de los pobres no tienen escondites. Entonces, Julián entrará a la casa del hacendado, saltando las rejas. Encontrará la puerta cerrada con trancas, desde adentro. Romperá el vidrio de la ventana con una piedra del jardín.

Ya está dentro del caserón de piedras que solo conocía por fuera. Recién ahora piensa que tal vez haya alguien adentro. Los ricos, al fin y al cabo, no tienen la costumbre de cumplir con las órdenes. Recorre los cuartos vacíos con andar de pájaro. No camina. Apoya un pie sobre los ladrillos del piso, y luego el otro. Se desliza de manera que puede oír los crujidos de las maderas, el murmullo de los muebles y los cabios. En las paredes, cada miembro de la familia tiene su retrato. No se alcanzan a distinguir los rostros porque la luz es pobre. Apenas la que entra por los postigos violentados por Julián, en la ventana del frente. La cocina, como las otras que ha recorrido, está vacía de alimentos, aunque no de utensilios. Hay cucharones colgados, cacerolas, pailas, una fiambrera sobre la mesada y una enorme pava tiznada sobre la hornalla. La leñera desborda. Son señales pequeñas, pero Julián cree ver en ellas, la esperanza de que los dueños pronto volverán. Y con ellos, los otros vecinos, sus padres y su pequeña hermana. Entonces, piensa en ella y se le dibuja una sonrisa. Es un gesto involuntario que solamente nosotros somos capaces de ver.

En la pared opuesta a la mesada hay una puerta angosta y baja. Tiene cerrojo y candado, pero el candado, tal vez accidentalmente, está sin llave. Al otro lado de la puerta hay un pequeño cuarto atestado de herramientas de limpieza de un lado, y de labranza, del otro. El piso, a diferencia de los del resto de la casa, es de tablones. En un rincón, hay un marco mal disimulado. Julián levanta la tapa. Está oscuro, pero es posible imaginar un sótano, tal vez grande, tal vez pequeño. Julián vuelve a la cocina, en busca de un candil que ha visto a un costado de la fiambrera. Demora en conseguir que el pedernal chispeé sobre la yesca. El sótano es tan pequeño como un aljibe. No hay escalones para bajarlo. Debe abordarlo desde la superficie del piso, agachado. Hay frascos de conservas, dulces, tomates secos, harina de maíz y un paquete mal cerrado con carne salada. Julián está en edad de calcular los días que podrá alimentarse con el tesoro encontrado, pero prefiere no hacerlo. Prefiere pensar que pronto el pueblo cobrará vida y podrá regresar a sus tareas de pastoreo.

Ahora camina lentamente, demorado por el peso de lo que lleva en su morral y en un saco de harina vacío que rescató del escondite. Bartolina festeja su llegada. Asoma la cabeza entre los barrotes que Julián improvisó hace unas horas. Berrea. Cuando el muchacho libera el paso, el animal sale disparado unos metros, se detiene de golpe, mira a su amo, agacha la cabeza y busca una mata entre las piedras.

La excursión por el pueblo, su mínimo saqueo, ha llenado de coraje a Julián. El sol todavía no se ha rendido. Por esas cosas, tal vez, la decisión de hacer noche en las ruinas del Chuña ya está tomada.

—Será mejor que seguir durmiendo al descampado —le dice a Bartolina. Ella parece responder cuando levanta la cabeza y lo mira fijamente, por un largo momento.

No hacen falta relojes para saber que poco tiempo le ha llevado a Julián disponer los objetos del saqueo dentro de lo que fue, alguna vez, la habitación de una casa. Poco es el tiempo, también, que ha ocupado en comer la carne seca y poco el que resta para que la noche caiga sobre el valle y los temores vuelvan a crecer, como la sed. El muchacho ha bebido la mitad del agua que dispone. Será larga la noche si la sed aprieta. De cualquier modo, hasta el amanecer, no habrá de moverse del refugio. Decide reservar el resto de agua, no pensar en la sed. Pero, lo sabemos, el pensamiento es ambicioso y no descansa. Si se le quitan cosas, él se ocupa de traer otras. Y si no encuentra qué traer, trae recuerdos.

Más que nada

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