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Julián se acuesta, pero el sueño se demora en llegar. Algo le aprieta entre la garganta y la panza. Los perros no dejan de ladrar. Tal vez conversan, piensa. En el idioma de los perros. Ellos también deben de sentir miedo. El Negro sentía miedo cuando lo cascoteaban. Andaba siempre metiendo el hocico donde no debía. Detrás de las perras de los hacendados, detrás de un gato fino. Pero él volvía la noche siguiente, como ahora vuelven los soldados a defender el pueblo.

Estos perros que conversan en la noche dicen que pronto vendrán más, desde la Puna, y que habrán de quedarse con las cosas de todos. Se quedarán con el ganado, dicen los perros, se quedarán con Bartolina. Entonces, Julián sueña que es un soldado con uniforme y con fusil y que dispara desde el corral a los realistas que vienen desde el norte. No es un sueño tranquilo, pero tampoco es una pesadilla. Es un sueño que se suele soñar en este sitio, en estos tiempos.

Más que nada

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